Piperos

Estamos a dos piperos de que Ancelotti sea el peor entrenador de la historia. Hay muchos tipos de piperos, pero todos ellos son reconocibles. No existe el pipero sorpresivo, el pipero no embosca, siempre ataca a campo abierto.

El pipero le reza novenas a su santo patrón, Jorge Valdano, y todas las noches, antes de dormir, lee unas paginitas de Álvaro Benito como los franceses leen unas paginitas de Proust.

El pipero, cuando ve los tacos de Maffeo incrustados en el cóndilo femoral de Vinícius, dice: «Es que Vinícius protesta mucho». El pipero quiere ser amigo de sus amigos del Atleti, así que para congraciarse con ellos se declara partidario de vender a Vinícius. Siente la tentación de pitar a Mbappé, aunque no sabe muy bien por qué. El pipero es madridista a su pesar, como si fuera una carga o un baldón. El trabajo de ser madridista es demasiado para el pipero.

El pipero es muy dramático; se le puede contratar como plañidera. No piensa que el ciclo de Ancelotti haya terminado, sino que el italiano no tiene pajolera idea de fútbol. Al pipero le gusta insultar a los suyos en nombre de no sé qué imparcialidad. El pipero desconoce que el deporte es, precisamente, parcialidad. Ignora que se apoya hasta el final. Se cree hasta el final.

Por eso, la lealtad del pipero dura lo que se tarda en partir una cáscara y desecharla.

El verdadero reto del madridista, como el del español o el madrileño, no es el de sobrevivir al enemigo natural, sino sobrevivir al pipero, porque el enemigo ataca y uno puede defenderse, pero el pipero (el enemigo en casa) gangrena y necrosa el miembro propio. Al suelo, que vienen los míos.

Ancelotti y Zaratustra

Construir un Fórmula 1 y ver una carrera son, quizá, las dos actividades más diferentes que se puedan llevar a cabo. No queda nada de una en la otra.

Cuando yo pienso que Ancelotti hace los cambios tarde, pienso simultáneamente que él tiene razón y yo no. Al ser el mejor entrenador de la historia.

Los legos podemos permitirnos lujos que él ni siquiera contempla: el romanticismo, el optimismo, la furia.

Cuando me siento a ver a mi equipo jugar contra el Lille en la primera fase, espero que mi equipo gane en Lille. Cuando Ancelotti va a Lille en la primera fase, Ancelotti quiere ganar en Múnich. Es una diferencia sutil, casi imperceptible, que lo explica todo.

El Lille, que quedó séptimo en la primera fase, está fuera. Cuatro de los primeros ocho equipos están fuera. Ancelotti quedó undécimo. Ancelotti está en cuartos.

Si pudiera prohibir a sus jugadores celebrar los goles para ahorrar «enerllía», no dudaría un momento.

Los analistas, que no son Ancelotti, siguen reclamando un número de goles, tener el balón en no sé qué zona, jugar cada partido como si fuera el último. Lo que le exigen, en realidad, es que pierda. Al ser este un país de mediocres.

Esta entrada aún no ha empezado. Lo que Ancelotti entiende mejor que nosotros es que no se juega al fútbol de su cabeza, sino al fútbol que existe en la vida real: un fútbol en el que se exprime a los jugadores como a naranjas en sazón, un fútbol de postadolescentes malcriados pero hiperprofesionales, y para colmo lo entiende desde un club al que se ama y se odia a partes iguales, un club que es el terror del continente y la envidia del país.

Con un gramo menos de sabiduría que Ancelotti ya no se podría ser Ancelotti. Los equipos de Guardiola juegan al guardiolismo. Los equipos de Ancelotti juegan al fútbol, a este fútbol. Desprenderse de los modelos mentales y asumir la realidad es prodigioso privilegio de los hombres sabios. Ancelotti acepta la vida tal y como es. En el vestuario de Ancelotti no hay espejos.

Ancelotti se deja atropellar por el fútbol porque sabe que es la única forma de subirse a su grupa, como con los gusanos de arena de Arrakis. Ancelotti es nuestro Mahdi.