Velázquez y Goya nos explican por qué el Madrid debería jugar la Premier

La facilidad con que un pueblo justifica la violencia determina su distancia de la civilización.

El 12 de febrero de 2022, hace más de un año, el exmadridista Albiol vio venir al madridista Vinícius y le incrustó el codo en la nuez dentro del área. Según su versión al final del partido y como en el chiste, Vinícius se dio contra su codo. El VAR opinó lo mismo: Vinícius impactó con su nuez sobre el codo del exmadridista Albiol.

El día es importante, porque le proporcionó al futbolista de la Liga la certeza de que pegar a Vinícius no solo sale gratis sino que es recomendable, pues Vinícius representa la excelencia madridista y España detesta la excelencia en general y la madridista en particular. Tener un jugador de blanco al que odiar representa para el antimadridista una válvula de escape, una terapia económica, un palo que morder mientras el odio lo devora.

Albiol se puso matón en el área y luego se puso matón con el micro: «Si le doy un codazo lo saco del campo». Es lo que tiene el matón cuando no se siente amenazado por la ley, que se pone chulo.

Casi un año después pudimos escuchar ese mismo tono chulesco en Francisco Javier López Álvarez, alias Patxi López, cuando le preguntaron quién estaba en la cena de Ramses (ignoro por qué no le ponen tilde, debe de estar en jeroglífico) y él contestó, tan chulo como intocable: «Qué más te da». En un país en que una ministra comunista que saca a violadores de la cárcel sigue en el cargo, la impunidad no puede resultar una sorpresa. Que los comunistas, por cierto, saquen a delincuentes de la cárcel no es un error un error de cálculo ni una muestra de estupidez, sino parte de su naturaleza, pero de esto hablaremos otro día.

¿Qué país es ese que permite al violento salir victorioso, que justifica la agresión al excelente y además le culpa por ella? «Es que es un provocador», dicen de Vinícius. No obstante, lo único que tienen contra él, por mucho que hable sin taparse la boca, es haberle dicho a Ferran Torres que es muy malo, lo cual es cierto; a Busquets que estaban fuera de la Copa, lo cual es cierto; y según el testimonio del Chimy Ávila (que es de Osasuna) a Osasuna al completo que es un equipo pequeño. «Cuya afición pita su propio himno», le faltó. Según la España antimadridista y parte de la madridista (¡…!), esto justifica la violencia que ejercen los demás jugadores sobre Vinícius. Lo justifica porque la rodilla de los opinadores no es esta rodilla:

La foto es de Javier Gandul. La guadaña, de Maffeo. Recuerden que hay VAR

Maffeo, del Mallorca, no recibió amarilla por la falta que antecede. Es difícil de ver, como pueden comprobar. Bosque de piernas. Interpretable. Fronteriza. No recibió amarilla. Le puede dar más, le puede dar mejor.

Pero es que Vinícius le dijo a Ferran que es muy malo; merece morir (no exagero, se lo han deseado en más de un campo). ¿Les suena ese «algo habrá hecho»? La actitud que estamos teniendo como país hacia Vinícius nos representa sobradamente. «Llevaba la falda muy corta».

El domingo en Mestalla expulsaron a Vinícius porque le pareció mal que Hugo Duro le agarrara del cuello y le soltó un soplamocos, es decir, que se defendiera. Roja correcta a Vinícius, roja inexistente a Hugo duro. Es que Vinícius no nos entiende. En España si te pegan, te callas. Algo habrás hecho. Pero hay quien lo puede explicar mucho mejor que yo.

Ningún gran pintor, como ningún gran escritor, lo es por su dominio de la técnica; eso es lo de menos. Lo que hace grande a un artista es el conocimiento del alma humana. Observen esto, es España:

Ahí lo tienen. Un tipo que lo mismo jalea a Fernando VII después de habernos vendido que te saca una faca por haberle mirado mal. Ahí tienen Puerto Hurraco y «la pegué porque era mía». Ahí tienen la mirada de ilusión en un futuro peor. La confianza en que a uno lo saca de sus miserias la providencia o el vino. La cara de la envidia, el cainismo y la huida hacia adelante. La cara de la ignorancia. ¿Quieren otro ejemplo?

Da igual si en el original no estaban enterrados; es lo mismo si no está documentada como práctica real. El genio de Goya (como el de Velázquez) es pintar España, toda España, en un solo cuadro. Un país con potencial para llevarse de calle todos los parabienes del orbe, para ser mirado por envidia por todos, pero que nunca lo logrará porque nunca ha parado de odiarse a sí mismo. En una entrevista conjunta a Pérez-Reverte y Mortensen tras Alatriste, se les preguntó qué era ser español. «Saber perder», dijo uno de ellos. No es saber, es que te guste.

Vinícius, que el domingo en Mestalla volvió a llevar la falda muy corta, no entiende que en España cuando a uno le pegan, lo que tiene que hacer es bajar la cabeza. Uno no puede rebelarse, porque aquí somos más de ponernos de lado del verdugo, del terrorista y del traidor. Qué es eso de reclamar justicia. Vete a tu país.

Vinícius es un espejo para una nación donde la violencia se relativiza, donde se sanciona a la víctima y el ramalazo racista es mucho más fuerte de lo que nos atrevemos a reconocer. España no tiene solución.

Esta entrada debería haber sido para Llull y su enésimo milagro, debería haber sido un huequito de admiración para la penúltima gesta de un equipo que nunca se rinde. Un equipo que a estas horas es campeón de Europa de baloncesto y de fútbol. Un equipo odiado estrictamente por su excelencia, por mirar al frente, por saberse mejor. España es Salieri bendiciendo a los locos al final de Amadeus, proclamándose el santo patrón de los mediocres. Nuestro santo patrón.

P. S.: En la defensa de una tesis doctoral en la que se mencionaba el 11-S, las últimas palabras de un miembro del tribunal fueron para citar con arrobo a un trabajador de la reprografía de una escuela universitaria española en aquel 2001. Mientras veía en una pantalla la retransmisión en directo de los atentados, al parecer rebuznó: «Que se jodan».

El tiempo negativo

En los libros de texto de los ochenta ponía cosas como «la tecnología aumenta la comodidad de la vida de los seres humanos». El aumento de esa comodidad venía dado, entre otras cosas, por la disminución del tiempo necesario para realizar ciertos trámites.

La división provincial prevista en el código napoleónico responde a un principio razonable: que desde cualquier lugar de la provincia se pueda viajar hasta su capital, realizar cualquier trámite burocrático y regresar a casa en el día, sin necesidad de hacer noche. La tecnología (y en las últimas décadas la electrónica, a la que llamamos tecnología en una sinécdoque dañina) continuó ese principio de economía temporal.

El problema es que la electrónica ha producido una paradoja que nos asfixia: no solo ha enjugado el tiempo necesario para determinadas gestiones, incluidas las laborales, sino que lo ha superado y ahora estamos en deuda: el tiempo necesario para comunicarnos con Sidney, por ejemplo, se redujo primero a cero y después continuó hasta cifras negativas: ahora somos nosotros los que debemos tiempo a la electrónica.

Todos ustedes tienen (da igual cuándo lean esto) correos por leer. Whatsapps por leer. Tuits por leer. Mensajes de un sinnúmero de redes por leer. Mensajes de innumerables plataformas por leer. Mensajes, correos, entradas, posts. El dispensador de dopamina repleto de lucecitas que indican mensajes pendientes. Trabajo pendiente. Vivimos en el descuento: bienvenidos al tiempo negativo, donde siempre estamos en deuda.

La vida de los universitarios constituye un caso notable: un mensaje electrónico les avisa de una tarea colgada en una plataforma distinta que tendrán que entregar electrónicamente. No te despistes, no te desconectes. Controla tu wifi, ten a mano tus contraseñas. No te regodees en el aprendizaje, no leas con calma, no dediques tiempo al gozoso deleite de la construcción intelectual; ya tienes un trabajo por entregar. Ya tienes dos.

Su justa medida, nos avisan los antiguos. La electrónica ya la cumplió y la rebasó, pero conviene que le impidamos atosigarnos y vaciar de contenido la vida a cambio de una vida a su servicio. Volvamos a deleitarnos en la morosa artesanía serena. Todo lo gozoso se afronta con dilación; lo amargo reclama frenesí. La electrónica está convirtiendo nuestros días en números rojos, en un permanente llegar tarde, en un comer sobre el fregadero.

Se avecina una decisión primordial, la de arrebatar las riendas de nuestra vida de las manos de tecnológicas y telecos (no se engañen, son ellas quienes nos están esclavizando) y volver a orientarla con sosiego hacia el camino sinuoso, que es siempre, a este respecto, el camino más corto.

El dispensador de dopamina

«Durante el primer cuarto del siglo XXI una adicción desconocida se apoderó de la práctica totalidad de la Humanidad. Como en otras adicciones previas y ya identificadas, sus víctimas se creían a salvo. «Yo controlo», se decían. Como con el opio en la China del XIX o con la cocaína a principios del XX, el enemigo fue sibilino, e incluso estuvo bien visto, hasta que sus efectos catastróficos fueron demasiado notorios.

¿Cómo pudo extenderse con tal velocidad una adicción tan letal en sociedades supuestamente avanzadas?

Las organizaciones ya sabían los beneficios que la adicción genera. La adicción es la fidelización definitiva; no hay mejor cliente que el cliente zombi. Lo sabían las organizaciones ilegales en la Colombia de Escobar y lo sabían las organizaciones legales en la California de Cupertino.

Con ese conocimiento, estas últimas diseñaron un dispositivo electrónico portátil capaz de hacer que el cerebro de sus clientes liberara grandes cantidades de un neurotransmisor llamado dopamina, que les proporcionaba unos segundos de placer tan volátil como deseable. Las dosis podían repetirse indefinidamente, lo que llevó a que en los Estados Unidos de 2022, por ejemplo, un adolescente medio pasara 7 horas y 22 minutos al día administrándose dopamina. El 46 % del tiempo que pasaban despiertos.

Respecto a otros modelos de negocio basados en adicciones, como el tabaco o la cocaína, los dispensadores de dopamina presentaban varias ventajas incomparables, que resumiremos en dos: los dispensadores de dopamina eran legales y, sobre todo, los dispensadores de dopamina no mataban a sus clientes. No hace falta tener una visión empresarial muy desarrollada para conocer la ventaja de no matar a los propios clientes.

¿Cómo lograron las corporaciones meter en el bolsillo de cada ciudadano el que era sin duda el peor dispositivo audiovisual de los últimos 50 años? En primer lugar, para hacer los dispensadores más sofisticados y sexis, las corporaciones sustituyeron el término «electrónica» por el de «tecnología», concepto con mucha más pegada a pesar de abarcar un campo mucho más amplio que el de la electrónica. Con el cambio de siglo se desligó la noción de conocimiento (saber escribir a mano, saber construir un violín) de la de tecnología. Solo lo material era tecnológico. Solo lo electrónico era tecnológico.

Esa fantasmagoría, esa veladura ocultaba una mucho más perniciosa. Lo que las corporaciones autodenominadas tecnológicas estaban vendiendo ni siquiera era de naturaleza electrónica, sino química. Estaban vendiendo chutes de dopamina, pero la doble cortina de humo evitaba que lo pareciera.

En segundo lugar, se dieron la mano con algo llamado «redes sociales», lugares inexistentes vacíos de contenido, información o contacto humano, pero con la apariencia de proporcionar a los adictos contenido, información y contacto humano.

¿Cómo terminó la crisis de la dopamina? Los momentos más duros fueron pasando precisamente cuando la farsa tecnológica se fue desvelando, cuando el aparato físico en que consistía el dispensador de dopamina dejó de significar sofisticación tecnológica y comenzó a ser visto como lo que era en realidad: sumisión química. Una vez perdido el sex appeal el negocio se vino abajo como un castillo de naipes y sus víctimas comenzaron a verse como adictos y no como consumidores sofisticados. Súbitamente comprar un dispensador de dopamina a un adolescente comenzó a estar tan mal visto como regalarle un cartón de tabaco o un gramo de cocaína, y la tormenta se fue tan rápido como había llegado».

Dios me libre de mis amigos…

… que de mis enemigos ya me libro yo. Nada es más peligroso que un falso amigo, y no solo al aprender idiomas.

No sé si han visto últimamente alguna serie del oligopolio audiovisual que nos aqueja. Yo estoy aguantando como un titán la soporífera Los anillos de poder, por ejemplo. Pero da igual, vean la que vean lo más probable es que el reparto se parezca más o menos a esto:

cosa que en una serie histórica me parece confuso pero en una fantástica podría ser razonable, pues se elige entre los actores disponibles y nuestras sociedades ya no serán nunca de un solo color. Tampoco me parece mal el teatro kabuki ni el noh, donde los hombres hacen de mujeres (me temo que la cultura woke detesta estas últimas opciones, pero por eso yo soy liberal y ellos no). Que actores no caucásicos interpreten papeles caucásicos no me molestaba en Mucho ruido y pocas nueces y no me molesta ahora.

A no ser que…

Andaba yo pensando en estos términos el otro día (supongo que viendo la citada serie; hay que ponerse a verla siempre pensando en algo para no dormirse) cuando elucubré lo siguiente, porque ya saben que servidor es bastante malpensado.

J. R. R. Tolkien era un escritor blanquito y anglosajón que para proveer a Inglaterra de mitos fundacionales tiró de tradición germánica, más o menos como hizo Wagner en El anillo del nibelungo. No solo lo consiguió sino que nos proporcionó la que es, sin discusión, la obra fantástica más acabada de la literatura del XX (y se lo dice alguien que se está leyendo la trilogía de Gormenghast, de Mervyn Peake, a la que Bloom sí metió en su canon como no hizo con Tolkien). El Señor de los Anillos es culturalmente centroeuropea y por tanto occidental. Es, por muchos motivos que resulta imposible desgranar aquí, pero que atañen a su adscripción medieval, la caracterización de sus criaturas y su profundísimo lore, profundamente occidental.

Dicen los totalitarios, entre los que se encuentra la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, que hay que poner en las películas personas de diferentes razas porque si no eres racista. Pero yo digo lo siguiente:

¿No hay una suerte de imperialismo cultural en coger las leyendas europeas e imponerlas desde una posición económica de dominio y dándole al asunto la apariencia racial de que esas leyendas son de todos?

¿Quiere Amazon demostrar su multiculturalismo? Excelente. Que coja el Ramayana indio y le meta 10 temporadas, y que empotre a actores blancos en papeles no protagonistas, si no queda demasiado ridículo.

¿O por qué no coge Netflix la versión de la epopeya Mwindo, de los banyanga congoleños, transcrita por Kahombo Mateene y Daniel Byebuick y hacen una miniserie? ¿No tiene algo de neocolonialismo maquillar las sagas germánicas (germánicas, precisamente, lo que tiene su aquel) de multiculturalismo antes que rescatar y dar voz a las sagas de los demás?

Conviene ir por el mundo con los ojos bien abiertos, sobre todo ante iluminados y vendedores de crecepelo. Con determinada gente el único texto importante se escribe solo entre líneas.

P. S.: Tengo por ver el último capítulo de Los anillos de poder. Si mantiene las cotas de aburrimiento de los anteriores, lo que tendría cierto mérito, igual dedicamos una entrada a por qué cuando tu única preocupación es no pronunciarte ni decantarte ni ofender a nadie acabas por resultar soporífero.

Por qué no son superhéroes

Uno de los lugares comunes de las instituciones y los medios de comunicación al tratar la cuestión de los niños y adolescentes enfermos es el de convertirlos en superhéroes. Seguramente con buena voluntad y la intención de ayudarlos, la «lucha contra una cruel enfermedad», es decir, seguir un tratamiento contra el cáncer, se disfraza de fantasía y se le vende al niño como un acto de magia, una batalla que se ganará con superpoderes.

Pero la buena voluntad no convierte un error en un acierto. ¿Por qué es un error?

Porque el objetivo es normalizar

Desde el mismo instante en que a un niño o adolescente se le diagnostica de cáncer, un equipo de oncólogas, enfermeras, auxiliares, voluntarios, fisioterapeutas y profesores, entre otros, se ponen a trabajar hombro con hombro con un objetivo común: curar la enfermedad.

Pero ese «curar la enfermedad» no puede ser ya sacar el cáncer de su vida sin preocuparse de nada más: se trata también de eliminar sus secuelas hasta donde sea posible.

No estaríamos haciendo bien nuestro trabajo si durante el tratamiento de un tumor convertimos al niño en alguien especial. No tiene ningún sentido sustituir un problema por otro, por mucho que este sea menor que aquel.

Ese «alguien especial» presenta principalmente dos peligros: ser un protegido, es decir, alguien que se curó gracias a la providencia, o bien tener una cuenta pendiente con la vida, o sea, convertirse en un tirano porque la vida lo puso frente a una situación injusta y terrible a una edad impropia (como si la vida fuera justa en términos generales).

La cuestión, entonces, es normalizar. Hacer que el cáncer se convierta en parte de la vida del niño, que intercepte la menor cantidad posible de proyectos y en ningún caso el desarrollo de sus potencialidades. El cáncer no debe impedir que el niño o el adolescente se conviertan en la mejor versión posible de sí mismos. La experiencia no solo nos dice que es posible sino que un correcto desempeño de los profesionales de una Unidad de Oncopediatría lo convierte en habitual.

Porque el cáncer no es un supervillano

Los medios envían mensajes tan machacones que leer esto parece extraño, pero lo cierto es que el cáncer no tiene voluntad, ni es un castigo (ni una bendición, cuidado), ni mucho menos una prueba del destino. Detrás del cáncer no hay una presencia malvada, y quien ha pasado por una experiencia potencialmente traumática sabe que afrontar esa prueba sabiendo que ha sido causada por la maldad es totalmente diferente a hacerlo rodeado de otros seres humanos que nos tienden la mano, que se nos entregan simplemente por amor.

Todos compartimos el deseo y la tarea de que el cáncer deje de existir, pero eso no lo convierte en una materialización del mal. Esa visión convierte el asunto en una pelea entre dos bandos, y en esta tarea solo hay un bando. O, mejor, en esta tarea no hay bandos.

Porque cabe la posibilidad de que lo estemos haciendo por nosotros y no por ellos

Nadie quiere ser un bicho raro: estar enfermo es normal, tener superpoderes no lo es (y además es mentira). Es más que posible que en las raíces de este engaño, porque para los más pequeños puede convertirse literalmente en un engaño, esté la satisfacción de una necesidad nuestra y no suya: la de apelar a la magia para hacer de la enfermedad grave algo extraordinario «que no me puede pasar a mí». Cuanto más insistamos en esta lógica de ellos y nosotros, en ese muro entre la enfermedad real y la retocada hipocresía de las redes sociales, más capacidad de noquear tendrá el diagnóstico y más aislados se sentirán después, en un mundo de superhéroes sin poderes, de palmaditas en la espalda, de gente que cambia la voz y les habla de manera extraña.

Un niño con un tumor no se convierte en un tumor; sigue siendo un niño. Y los niños toman un bocadillo a media mañana y aprenden a multiplicar y se ríen con cierta frecuencia, porque están un poco locos, y su risa es nuestra gasolina. Pero también se les reprende cuando no trabajan, porque son niños y no «pobrecitos», y deben aprender a hacer las cosas igual o mejor que los adultos, y dentro de unos años tendrán la misión y el privilegio de cuidar a otros seres; a nosotros, por ejemplo.

Porque no hay un ellos y un nosotros: estar enfermo es una cuestión de tiempo, y ayudarnos entre todos a entenderlo eliminará una barrera que nos impide ver lo fundamental: que el ser humano es lo suficientemente extraordinario en sí mismo como para necesitar supercosas, y que su dignidad y su maravilla no dependen de nuestra arrogancia disfrazada de compasión.

Así que ya sabe, si mañana se cruza con un niño enfermo y tiene la voluntad de ayudar, haga algo extraordinario: dígale cuánto ha crecido y pregúntele qué tal las Mates.

Vivir de espaldas a la Belleza

Hace unos meses obtuvo cierto éxito un tuit de un escritor que afirmaba que nada se aprende del sufrimiento. Un pensamiento expresado en 280 caracteres tiene dos ventajas aparentes: suele tener pegada (Twitter no inventó los aforismos) y la naturaleza de las redes sociales posibilita su difusión masiva, pero de un segundo vistazo puede resultar problemático o matizable, y este efectivamente lo es.

Es cierto que el sufrimiento en sí no es buen maestro, pues con frecuencia se ve asociado a estados de ánimo que dificultan el normal desarrollo de nuestras facultades. Pero también es cierto que el sufrimiento suele caminar en paralelo con experiencias que, en su crudeza, nos explican con meridiana claridad cómo es la realidad. Que suframos significa, entre otras cosas, que se nos han terminado los escudos con que nos protegemos de la verdad cuando la verdad es dolorosa. Sufrir implica afrontar, y el afrontamiento de la verdad, cuando esta no puede cambiarse, nos zarandea como un torbellino pero ―si las raíces son fuertes― termina por hacernos más sabios y más libres.

En este punto es fácil caer en un panegírico del sufrimiento, lo que sería injusto además de cruel. El sufrimiento no es deseable, pero existe y está entre nosotros. ¿Estamos preparados para afrontarlo? La forma en que una sociedad trata a sus miembros más frágiles establece su verdadero nivel como comunidad. Es imposible no recordar aquí el inhumano trato que dimos a nuestros mayores al inicio de la pandemia de COVID-19. Lo ocurrido en las residencias en la primavera de 2020 es nuestro fracaso, pero obliga de nuevo a una reflexión más detenida. Que hayamos enclaustrado a nuestros ancianos ―que son los mejores de entre nosotros, pues son los más sabios― en residencias no es responsabilidad del coronavirus; llevamos décadas haciéndolo. El trauma provocado por sus muertes a millares no proviene solo de la indecente gestión de la crisis: lo que nos provoca el horror es haber recibido, como en un fogonazo, una brutal sacudida en la conciencia. Arrinconamos a nuestros mayores, entre otras cosas, porque constituyen nuestro mayor y más inapelable memento mori. Su muerte a millares en las residencias nos horroriza porque constata nuestra propia indignidad: los habíamos puesto allí para que murieran sin hacer ruido y en cambio lo hicieron ocupando las portadas de los diarios.  

En el tratamiento que la sociedad da a los que sufren está todo mal porque una sociedad decididamente comprometida con el placer, la ausencia de valores a largo plazo y el exhibicionismo de felicidades reales o simuladas es necesariamente incapaz de gestionar su relación con quienes nos recuerdan que la vida no es solo deleite. Cuando una sociedad se hace líquida (en palabras de Zygmunt Bauman) su destino más probable es desaparecer por el sumidero.

«Donde hay dolor hay un suelo sagrado». En la carta más hermosa que jamás se haya escrito, De Profundis, redactada en la cárcel cuando la cárcel era un lugar destinado a destruir seres humanos, Oscar Wilde muestra la mayor lucidez, delicadeza y trascendencia de toda su literatura. No es solo que a Wilde el dolor lo hiciera más sabio, es que lo cuenta una y otra vez con su pasmosa facilidad para verbalizar lo inefable. «En el dolor hay una intensa, una extraordinaria realidad». Hay en el sufrimiento una oportunidad de comprender, una inexcusable ocasión de mirar a la Verdad a los ojos: «Todo lo que se comprende está bien».

Una sociedad que da la espalda al sufrimiento está perdiendo la ocasión de aprender. La felicidad levanta a menudo sus pies sobre la mentira, pero el sufrimiento está edificado sobre la verdad. Siempre hay una suerte de catarsis en el camino de quien se atreve a saber.

Una sociedad volcada exclusivamente hacia el placer no quiere, ni sabría cómo, cuidar de quienes están en situación de fragilidad. Una sociedad que trata de convencer a sus niños enfermos de cáncer de que son superhéroes es una sociedad que demuestra su incapacidad para ser honesta. ¿Estaremos presentes cuando el niño enfermo descubra que sus poderes no son capaces de curarlo? ¿Es que no hemos entendido nada?

El orden de la vida implica que acabaremos por ser uno de los que sufren. Cuando la vida transcurre por alguno de sus extremos suele acontecer lo extraordinario: nos estamos perdiendo el único tesoro verdadero.

Se nos ha entrenado para aborrecer el dolor, pero la compañía de quien está en dificultades es un privilegio. Hay en su serenidad un entendimiento supremo, porque aborrece el engaño quien ha contemplado la Verdad. Cuando la vida nos golpea nos ofrece a cambio la posibilidad de triunfar sobre la mentira. Y esa verdad siempre termina por hacernos libres.

P. S.: La imagen corresponde al grabado del siglo XVI Un ciego guiando a otros ciegos, de Cornelius Massys.

El día que nació la cultura de la cancelación

El 7 de enero de 2015 dos encapuchados entraron en las oficinas de la revista satírica Charlie Hebdo y asesinaron a once personas por hacer dibujos que no les gustaban, concretamente caricaturas irreverentes de Mahoma. En la huida asesinaron a la duodécima víctima; un policía que intentaba detenerlos.

No los asesinaron, en realidad, por hacer dibujos. Los asesinaron porque son unos asesinos. El lenguaje nos permite practicar la precisión: decir que los asesinos asesinaron por unos dibujos sería pervertir el concepto de causalidad: sería como decir que ETA mataba porque quería la independencia de una comunidad autónoma o que el violador viola por el largo de la falda.

El asesino mata, en primer lugar y sobre todo, porque es un asesino. La revista ha hecho portadas bastante más salvajes contra el cristianismo, pero, según parece, ya no hay asesinos en el nombre de Dios.

Dos precisiones antes de justificar el título: en primer lugar, Charlie Hebdo ha publicado un sinnúmero de caricaturas detestables que practican la ofensa gratuita según no sé qué sentido del humor; yo nunca he sido Charlie Hebdo ni pretendo serlo. En segundo, si algo de lo que he aprendido en las últimas décadas es correcto, ningún dibujo, comentario, opinión o chiste justifican la muerte de nadie.

Ya nos hemos puesto en situación. Ahora ¿qué tienen que ver aquellos 12 asesinatos con la cultura de la cancelación? ¿Por qué, si siempre hubo dictaduras, censura y teocracias, suponen los atentados un punto de inflexión? Porque desde hace más de dos siglos nunca se había mostrado en Occidente (totalitarismos aparte) comprensión hacia asesinatos por razón política o religiosa.

Una semana después de los atentados, y preguntado por ellos, el Papa Francisco soltó esto: «Si Gasbarri, mi gran amigo, dice una mala palabra de mi madre, puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal! No se puede provocar. No se puede insultar la fe de los demás. No puede uno burlarse de la fe. No se puede». Al decir «puñetazo», por cierto, realizó el gesto correspondiente. También condenó los asesinatos, solo faltaba, pero escuchar a un Papa normalizar la violencia solo unos días después de lo ocurrido me produjo un marasmo del que aún no me he repuesto. Lo acompañó de unas reflexiones algo indigestas sobre la libertad de expresión y la libertad de credo que quizá fueran lo peor de todo, pues implicaban que atentan contra la libertad en grados parecidos tanto hacer unos dibujos como disparar a un ser humano.

Unos días después, hablando con una pareja de veinteañeros sobre los atentados, pude presenciar como ambos se mostraban comprensivos con los asesinos. Se oyeron cosas como «se lo han buscado» o «empezaron ellos». Dos jóvenes a los que se supone que en su momento enseñamos lo que era la Ilustración. Se supone.

Por supuesto, lo anterior no demuestra que los asesinatos fueran el acto inaugural de la cultura de la cancelación. Pero sí demuestra que fueron justificados, o al menos comprendidos, por una parte de la sociedad. El clima era ya proclive a las medidas desproporcionadas ante opiniones impopulares. Si alguien traga con la muerte a cambio de dibujos, es más que probable que bendiga el despido a costa de un tuit o la marginación a causa de una opinión políticamente incorrecta. Twitter y YouTube se convirtieron rápidamente en dos de las principales herramientas de la censura de nuestro tiempo, dos garantes de la corrección política que cerraban cuentas con la misma facilidad con que la Ginebra calvinista quemaba a teólogos disidentes.

La semilla ya estaba ahí, esperando tierra fecunda, y nos da una lección que por supuesto no escucharemos: no tenemos una formación en valores y derechos lo suficientemente firme como para desechar las lecciones aprendidas durante el XVIII, y darles la espalda es un drama absoluto.

En Hombres buenos llama nuestra atención Pérez-Reverte sobre el hecho de que en España se rebaja la graduación cientificista y humanista del XVIII traduciendo a la baja Iluminación (siècle des Lumières, Enlightenment, Aufklärung) por Ilustración. Parece que el mundo por fin nos acompaña en el camino de la burricie, el atraso y la censura.

Otro día detallamos las bondades de la corrección política, para saber en qué brazos nos estamos echando.

El hombre que desenchufó Madrid

Decía José Luis Martínez-Almeida que a los madrileños no nos gustaba el enchufe de Colón. No precisó si había hablado con todos, pero él sabía que a los madrileños no nos gustaba el enchufe. Tampoco decía nada de que el proyecto de la Mutua iba a acabar con la gramática de arquitectura suspendida que daba forma a las Torres.

Lo que sí dijo el alcalde (los políticos tienen siempre amnesia selectiva) adolece de una incoherencia sutil pero profunda.

Creo recordar que, allá por el inicio de los 90, cuando las Torres Colón crecieron con el apéndice entre art déco y gothamesco que las coronaba, la opinión generalizada no era muy proclive a la alabanza. Dice Lo País que el propio Lamela las prefería antes de que la ordenanza exhortara a la reforma que vería nacer el enchufe, diseñado por el propio Lamela y con carácter reversible. Y menos mal que los focos para llamar a Batman no se instalaron por falta de viruta.

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Parece que a Jorge Arranz tampoco le disgustaba el remate

Pero los edificios no solo funcionan en el nivel de lo que gusta o no gusta a un amorfo colectivo y ficticio que llamamos «los madrileños», «los españoles» o «los trabajadores por cuenta ajena». Los edificios, como cualquier objeto y sobre todo como cualquier obra de arte, significan más allá de la voluntad de sus autores y de la recepción inicial. El enchufe puede ser un añadido más o menos afortunado, más o menos coherente con el proyecto original, más o menos representativo de una época, pero en mi humilde opinión de madrileño en edad provecta el enchufe era de lo más identitario que teníamos en lo que a arquitectura contemporánea se refiere, sobre todo si consideramos que se erigió en las postrimerías de la movida.

¿Qué hay de incoherente en todo esto? Pues que el mismo político que apoya la desaparición de la clavija verde se refiere a sus conciudadanos como un solo sujeto de opinión, uno al que no le gusta el enchufe, uno que le votó a él. Vamos, que mientras uniformiza los gustos de los millones de madrileños en función de su propia opinión (y de los beneficios económicos de que las torres recrezcan, me temo), se carga una de las señas que sí provee de identidad colectiva a Madrid y los madrileños. Es decir: mientras intenta construir sujeto político en torno a su propia opinión, desmonta las posibilidades de ese sujeto destruyendo uno de los elementos que lo cohesiona. Un político nunca se daría cuenta de esas sutilezas, pero aquí se ha venido a decirlas.

Desmontar un edificio siempre tiene algo de triunfo de la desmemoria, de Alzheimer colectivo

Dicen (cualquiera sabe) que, mientras pasaba en taxi por delante de las Torres, Rem Koolhaas le preguntó al conductor de quién era el proyecto. Pero ya sabemos que Koolhaas no es de fiar: también le gustaban las Torres Gemelas de Nueva York.

Todo cambio comienza llamando a las cosas por su nombre

Si tiene a un adolescente a su alcance dígale que coja el móvil (lo más probable es que ya lo tenga en la mano) y que mire cuántas horas tuvo la pantalla encendida el día anterior. Si no tienen a nadie cerca, valdrá con el suyo. Yo lo hice la semana pasada con una de mis alumnos y el resultado fue de 5 horas. Con otro el resultado fue de 8. A lo largo de la semana, de 55. 55 horitas. La trilogía de El Señor de los Anillos en sus versiones extendidas dura unas 13 horas. En 55 horas se puede aprender rudimentos de japonés, o a conducir. 55 horas es lo que deberíamos dormir a lo largo de una semana. El curso de manipulador de alimentos dura 10.

55 horas a la semana haciendo nada. Haciendo scrolling porque unos tipos en California (que llevan a sus hijos a colegios sin pantallas) lo quieren así. 55 horas preciosas para un cerebro en formación. El tiempo necesario para empezar y terminar The Crown. O para escribir y enviar una carta a cada familiar a menos de tres grados de distancia. Para leer todo Tintín y todo Asterix y llegar a tiempo al partido del Madrí. Para ver todos los cuadros del Thyssen. Para darle un buen mordisco a las cantatas de Bach. Para que sus abuelos les cuenten historias de su infancia.

Esta pésima decisión sobre el uso del tiempo volverá a ocurrir la semana que viene, y la otra. Y hasta que hagamos algo todo será así, porque el cerebro siempre prefiere los chutes de dopamina al esfuerzo necesario para leer Crimen y castigo. La recompensa a medio plazo del móvil, además de la dopamina, es el insomnio, la irritabilidad, la frustración inherente a las redes y la asimilación de mensajes extremistas. La recompensa de leer Crimen y castigo es la felicidad que proporciona la contemplación de la verdad, la sabiduría y la belleza. Pero mañana el cerebro volverá a elegir el móvil.

Y eso no es lo peor

El descomunal drama de tirar el oro verdadero por el desagüe no es ni por asomo lo peor. No es el tiempo gastado en encajar cookies lo peor. Lo peor es lo que nos pasa en el otro tiempo. Lo peor es cómo la realidad, la escasa realidad que vivimos sin el móvil en la mano, se nos convierte (se nos ha convertido) en un interludio turbio, gelatinoso, en un solar de impaciencia hasta el próximo desbloqueo del teléfono. Nada le hace sombra al pelotazo químico de las luces y los colores: en cuanto a lo que le hace a nuestro cerebro, el móvil es tan adictivo como la heroína. La vida es lo que ocurre en el compás de espera insoportable entre pico y pico. Por eso ya no nos miramos a la cara al hablar, ni escribimos cartas, ni especulamos sobre a qué se parecen las nubes: porque nos pasamos el día esperando a que nos dejen a solas con nuestro camello. Ya no nos entregamos a ninguna tarea con el 100 % de nuestras capacidades porque siempre estamos a un golpe de botón de un chute de dopamina. ¿Saben qué otros productos producen niveles anormales de dopamina en nuestro organismo? las anfetaminas y la cocaína. Sigan comprándoles móviles a sus hijos de 11 años.

Los colegios, aliados inestimables…

… para la adicción. Es un error descomunal incentivar el uso de tabletas en los colegios. No hay ningún motivo para hacerlo. «Verán, es que la tecnología…» ¿La tecnología qué? ¿Están enseñando a mi hijo a programar gracias a la tableta? ¿Domina al menos hojas de cálculo? Lo que hace es mover el dedo por una pantalla, por el amor de Dios. Apple, Samsung y Google descubrieron el filón escolar e impusieron sus condiciones a un sector demasiado cuestionado y victimista como para mantener su propio criterio, fin de la historia. Los libros de papel son mejores en todos los aspectos, pero no tienen a una multinacional detrás.

Busques lo que busques, ahí no está

Hay mil razones para ser optimista. Los móviles son una paparrucha que crea más necesidades que soluciones. Tenemos una memoria horrible, pero la historia está llena de inventos deslumbrantes que se fueron al garete en cuanto fueron observados con un mínimo de ecuanimidad. Los teléfonos son perniciosos en muchos sentidos, aunque solo haya cabido en esta entrada su insólita capacidad para crear miles de millones de drogadictos de manera no solo legal sino socialmente aceptada.

P. S.: La ilustración que abre la entrada es de Felipe Luchi para Go Outside.

Sobre los hombros de gigantes

Nos cuenta Juan de Salisbury en su Metalogicon (1159): «Solía decir Bernardo de Chartres que somos como enanos a hombros de gigantes, y que así somos capaces de ver más y más lejos que estos, no por la agudeza de nuestra mirada o la estatura de nuestro cuerpo, sino por la magnitud de los gigantes».

Con gigantes Bernardo de Chartres se refería a los autores clásicos, pero la analogía hizo fortuna en los siglos siguientes por su claridad y por ser aplicable no solo a los intelectuales o académicos sino a toda la sociedad: avanzamos más rápido porque el saber es acumulativo y cada generación no necesita comenzar desde cero.

La idea es pertinente en una época tan dada al resentimiento presentista, que aprovecha la primera de cambio para organizar una pataleta en torno a la tesis de que todo se ha hecho mal hasta ahora, pero yo con mis ideas simplistas y pueriles lo voy a arreglar con un par de tuits y retirando una estatua.

A Bernardo de Chartres lo citaron desde el poeta metafísico del XVII John Donne (imprescindible Wit, de 2001, con Emma Thompson iluminada) hasta Isaac Newton, a quien se suele atribuir la cita por la trascendencia de este y la revolución que propiciaron sus Principia.

Bernardo de Chartres practicando un arte ahora perdido

Pero, como todo lo que se da por sentado, conviene revisar y delimitar la aplicabilidad de la tesis del canciller de la catedral de Chartres. Física y ciencias de base empírica (es decir, ciencias reales en contraposición con las ciencias sociales o ciencias-que-no-son-ciencias): bien, el asunto funciona. Matemáticas y disciplinas lingüísticas de base lógica: perfectamente. Vida en general y cuestiones humanas: meh. A priori sí, y ese es el problema: parece lógico pensar que leer mucho sobre cuestiones humanas pueda suplantar la sabiduría que da la experiencia. Ayuda, claro, y prepara el terreno de juego para asimilar mejor lo que ocurre, pero, en términos generales, en cuanto a la vida cada generación sí empieza desde cero. Debido quizá al grado de dureza de nuestra mollera o a la contundencia con que la vida enseña las cosas (comparable a la de un martillo neumático o la bomba H), el conocimiento sobre las cuestiones que nos atañen en cuanto seres humanos, es decir, sobre el meollo, hay que ganárselo a base de castañas.

Esto es importante en varios sentidos:

En primer lugar, implica que por mucho que nos empeñemos en pensar lo contrario, quien tiene más años siempre sabe más. En igualdad de condiciones, los ancianos son mejores, sin matices ni cortapisas. Son los mejores porque son los más sabios.

En segundo lugar, significa que el mantra de que el progreso es lineal es una patraña. Respecto a lo que de verdad importa, un anciano de la época de Pericles sabe más que cualquier joven con ínfulas nacido o por nacer. Ese aprendizaje es cíclico: termina con cada muerte y comienza con cada nacimiento. Por ello cada anciano es un doble tesoro; en razón de su sabiduría y de la cercanía de su partida. Callan mucho porque saben mucho, y porque saben mucho están menos seguros de todo, excepto de sus principios.

Que elijamos perder el tiempo frente a pantallas hipnóticas de luces y colores mientras los mejores se llevan sus mejores historias explica bastante bien lo que somos. He aquí otro argumento contra el progreso lineal: quizá deberíamos dejar de mirar por encima del hombro a culturas que al llegar la noche se congregaban en torno a sus mayores para escuchar historias antiguas. Compárenlo con nuestras veladas y verán qué sonrojo.

En tercer lugar, evidencia que conviene no subestimar las tradiciones aunque no las entendamos: si es cierto que la tradición permite que los muertos opinen, entonces quizá ellos nos ayuden a engañar a nuestra propia estupidez.

Por último, y quizá más importante, que las ciencias duras (es decir, las ciencias) sean más acumulativas que las humanidades sugiere que las cuestiones relacionadas con las ciencias son más simples que las cuestiones relacionadas con lo humano. Soportan bien el enfoque analítico porque tienen menos variables y son más fáciles de medir, lo que ayuda a establecer relaciones causales. Quizá los pesos y medidas sean útiles para estudiar el espíritu en un par de milenios, si es que para entonces tenemos máquinas y profesionales capaces de manejarse con trillones de variables (lo que es poco probable) que además están sujetas al libre albedrío (por lo que es extremadamente poco probable).

Sin entrar a desmontar el mito de que las ciencias sociales son ciencias, tarea que empieza a ser urgente pero que no cabe en esta entrada, sí conviene avisar a navegantes de que, para cualquier aspecto relacionado con el meollo, tanto la abuela como Dostoyevski saben infinitamente más que ese batallón de neuropsicólogos, sociólogos, politólogos y otros –ólogos que te preparan sin despeinarse una regresión logística pero que terminan por saber muy poquito sobre qué cosa sea la persona.