Uno, dos, tres es quizá la película más rápida de la historia. Su protagonista, James Cagney, quedó tan extenuado que se pasó los siguientes 20 años descansando (véanla y díganme si podemos culparlo por ello). Como La vida de los otros, transcurre en la República Democrática Alemana, aunque me temo que ahí acaban los paralelismos. En la película de Wilder, rodada tan solo 16 años después de la caída de Berlín, aparecen al menos dos nazis silenciosos: ciudadanos que en 1945, en cuestión de meses, habían pasado de vivir en un país fascista a hacerlo en uno comunista (la RDA es el Jorge Vestrynge de los países), lo que los abocaría a vivir disimulando su pasado.
La pregunta es obvia: ¿Cuántos se verían obligados a hacer lo propio? y deriva en una pregunta más importante: ¿Cuántos fervientes fascistas se reconvirtieron en cuestión de milisegundos en fervientes comunistas? ¿Cuántos oficiales nazis cambiarían la calavera por el martillo, la Gestapo por la Stasi, el horror por el horror?
Para contestar esta segunda pregunta, como para tantas cosas, seguramente sea mejor conocer la naturaleza humana que recurrir a artículos académicos.
Desde la perspectiva del espectro izquierda-derecha puede aducirse que el fascismo está completamente alejado del comunismo (lo que no puede ser más falso), pero incluso aceptando esa tesis hay algo evidente: cualquier alemán oriental que en los años 30 tuviera cierta inclinación hacia el pensamiento único y la violencia habría pasado a engrosar diligentemente las filas del partido nazi; cualquier alemán oriental que en los años 50 tuviera cierta inclinación hacia el pensamiento único y la violencia habría pasado a engrosar las filas del partido comunista. Es decir: la respuesta es sí. Muchos.
Maquiavelo, uno de los autores más malinterpretados e infravalorados de la historia, aconseja en El príncipe, una vez se haya tomado una ciudad, confiar más en aquellos que más oposición presentaron, en aquellos que con más tenacidad combatieron al invasor. Una vez ganada su confianza, esos seres defenderán con el mismo ímpetu la nueva causa. La lealtad es una cualidad del ser. Servir a uno u otro señor es un accidente, un ropaje.
La ideología es la excusa que adoptamos para justificar lo que somos. Es la ropa que nos ponemos para no avergonzarnos de nuestra desnudez. Es una exención de responsabilidades y una proyección de nuestra finitud. O, dicho sin perífrasis, la ideología da muchísimo ascopena.
Los ejemplos nunca vienen mal: los ropajes de un inquisidor católico y los de un calvinista ginebrino son distintos (se disfrazan de enemigos, de hecho), pero su esencia es la misma: pirómanos integristas con alergia a la verdad. Los ropajes de quien cada domingo insulta a Javier Marías y los del senador McCarthy son distintos, pero su esencia es la misma: ágrafos con más voz que graduado escolar. Los ropajes de un censor franquista y los de las «educadoras» que quieren prohibir a Pérez-Reverte pueden ser muy distintos, pero su esencia es la misma: estrechos a quienes pone mucho que alguien los escandalice.
Elegir un ropaje y calzárselo es sencillo, se puede hacer silbando; educar las fallas de lo que uno es es complejo y engorroso: no lo duden, elijan lo segundo.