Florentino, el marsellés indeciso y un karateka esloveno

En 2000 juré «odio eterno» a Florentino Pérez por echar del Madrí al jugador más asombroso que yo hubiera visto jamás: Fernando Redondo. Unos meses antes Redondo había impartido en París una clase magistral sobre cómo apropiarse del medio campo (es decir, del partido) en una final de Copa de Europa.

Lo insólito de Fernando Redondo no era su capacidad de destruir el juego rival con la intensidad de una piraña y la combatividad de un mariscal prusiano, sino que esas cualidades convivieran con la elegante precisión de un bailarín del Bolshói cuando el balón lo tenía él. Tener a Redondo en el campo era contar con Modrić y Makélélé en el mismo jugador. Que Redondo se lesionara después en el Milan echó tierra sobre la ignominia e incluso (para los más traidores) justificó la decisión de Florentino, provocada en realidad por que Redondo hubiera apoyado a Lorenzo Sanz en las elecciones.

Redondo, shakesperiano en el teatro de los sueños

Florentino entró, por tanto, como un elefante en una cacharrería, demostrando que no comprende la faceta más importante del fútbol (la poética). Es lo que es, un empresario, y tanto respecto a la Superliga como al himno como a retirar la cruz del escudo en ciertos países se comporta exclusivamente como tal.

Parecería entonces que aquí se postula la necesidad de presidentes románticos, que tomen sus decisiones en función del componente épico y que sean tan forofos e irracionales como los que no tenemos responsabilidades en el club.

El señor Skimpole

Uno de los personajes más logrados de Dickens aparece en Casa desolada, a su vez una de las mejores novelas (y por algún algún motivo de las menos conocidas) del genio de la perilla. El señor Skimpole tiene alma de artista y no entiende la importancia del dinero, es un hombre encantador que anima las sobremesas con opiniones originales y comportamientos estrafalarios. La única pega de tan romántico personaje es que también tiene facturas y, como el dinero le resulta ajeno, se muestra indiferente a quién pague esas facturas, con una cierta preferencia por que las paguen los demás (a todos los tontos les da por lo mismo). Esa indiferencia hacia lo económico, aparente idealismo, es típica de quien dispara con pólvora del rey, como los políticos, los adolescentes y los aficionados al fútbol que ni siquiera somos socios.

Cuando yo digo «Hay que traer a Mbappé como sea» (cosa que cada vez tengo menos clara) o «Ramos se merece lo que pida» (Dios me libre de decir tal cosa) lo digo sabiendo que ni el «como sea» ni «lo que pida» van a salir de mi bolsillo.

En ese contexto, lo último que necesita el Madrí y cualquier equipo es que el club esté dirigido por un poeta o un romántico, y lo óptimo —por tanto— es que sus designios los guíe un gestor pragmático que conduzca las negociaciones con la cicatería financiera de un tesorero franciscano.

Desde la perspectiva de un negociador modelo rottweiler, algunas ―muchas― de las percepciones y reclamaciones de unos jugadores y entrenadores concentrados en el yo y la ausencia de realismo han de parecer necesariamente chistes de dudoso gusto: renovaciones a los 35 propias de los 25, peticiones de fichajes carísimos teniendo alternativas caseras, titularidades por decreto o renovaciones al alza con contratos en vigor. El penúltimo episodio que demuestra que los jugadores viven al margen de la realidad ― y de la lógica― son los gestitos de Cristiano y Pogba en la Euro mordiendo la mano que les da de comer. Conviene recordar que CR7 no tiene problemas en aparecer en anuncios de casas de apuestas en línea.

Nunca el individualismo estuvo tan exacerbado en un deporte colectivo. Nunca los jugadores se sintieron tan importantes por sí mismos (egocentrismo que presidentes como Florentino han fomentado, ojo), lo que además de una imperdonable osadía está alejadísimo de los valores básicos del privilegio y la exigencia que significa pertenecer a un equipo.

Jugadores y entrenadores piensan desde el ombligo, mientras que los presidentes están obligados a hacerlo desde nóminas, facturas y traspasos. En su gran mayoría, los jugadores anteponen sus intereses a los del club. Claro que hay gente que merece renovaciones vitalicias, pero tanto la edad como el parné presentan una tozudez aritmética incontestable, incluso si eres uno de los dos mejores jugadores de la historia y te apellidas Di Stéfano: aprender del pasado evita muchos errores, pero yo no estoy muy seguro de que René Ramos sepa quién es Di Stéfano.

Esta diferencia de criterio entre fantasía y realidad ha generado un cierto número de pataletas en las últimas décadas. Por supuesto, Vicente del Bosque se lleva la palma de oro del rencor, confundiendo a la persona (Florentino) con la institución (Real Madrid), pero entre quienes han actuado o hablado de forma desleal con el club se encuentran leyendas como Hierro, Raúl, Casillas, Figo, Valdano (que no es una leyenda y además nos debe una liga) o Ancelotti. Lo que no esperábamos es que ese error lo cometiera Zidane.

No se me malinterprete: en el estatus que tiene Zidane para los madridistas no hay nadie más vivo: puede entrenar el equipo cuando él quiera, los años impares o incluso los días impares. Está por encima del bien y del mal y es nuestro entrenador por defecto incluso cuando no ejerce. Pero eso no le impide haberse equivocado. Él mejor que nadie sabe que el Madrí tiene enfrente a todo el mundo, sobre todo a la prensa, y que hasta los juntaletras que se dicen madridistas disfrutan atacando a cualquier jugador, entrenador o directivo que vista de blanco. Por eso estamos obligados a cerrar filas, y por eso no se debe hacer nada que perjudique la imagen del club.

¿Se acuerdan de la bofetada a Rajoy? Uno puede tener la opinión que quiera sobre él (no muy buena, me temo), pero en ese momento era el presidente del Gobierno de España, y no se puede ofender a la persona sin ofender a la institución. Florentino, dictatorial o no, personalista o no, florentinista o no, es el presidente del Real Madrid y que un exentrenador le haga reproches me parece un error.

Y esa es una de las aristas del asunto: en el momento de publicar la carta, Florentino trabajaba para el Madrí y Zidane no. Le vamos a permitir que entre y salga cuando quiera (convendría recordar que es la tercera vez que se va), pero sin cartitas. Porque además la ha publicado, aparte de en Instagram, en el periódico equivocado. Alguien debería de haberle recordado que, después de la volea de todos los tiempos, la suya, el que era director del As dijo sin el menor rubor: «Para mí fue un partido que al Madrid no le añadió una gran gloria, en el fondo […] es una victoria un poquito vergonzante para el Real Madrid, porque el Madrid consigue una victoria a la contra, escatimando esfuerzos, jugando con la calidad de sus jugadores». Con dos cojones, Relaño. Si quieres jugamos sin la calidad de nuestros jugadores. Esa es la ayuda, idolatrado Zinedine, que podemos esperar de la prensa de Madrí: fue vergonzante ganar la novena Copa de Europa.

Porque cuando tienes un problema con los tuyos o has oído a terceros afirmarlo, coges el teléfono o la puerta y lo aclaras, y si después todavía tienes ganas de desfogarte te vas a una montaña muy alta muy alta y pegas cuatro voces, pero no te vas a esos terceros y lloras en su hombro, porque lo único que los plumillas te han ofrecido siempre ha sido envidia, críticas y veneno, y me da a mí que los responsables del As se han tomado como un triunfo propio leer lo que han leído en su propia portada.

No digo esto en defensa de su Florentineza, que es probablemente el único hombre que me rompió el corazón y que además se equivoca en casi todo lo que el fútbol tiene de sublime, sino del único equipo del mundo a quien se critica por sus triunfos.

El espectáculo atlético fosforito y las gallinas de la Albión: Superliga para todos

El antedicho interés que los futbolistas tienen por cobrar enlaza —no con Zidane, que más que ser elegante da forma a la elegancia— con el penúltimo charco en que se ha metido Flóper, que se equivoca en lo referente a la Superliga y que probablemente se siga equivocando, pero no tanto como parece.

A la NBA le ha costado décadas culminar la metamorfosis que va de la mejor liga del mundo a un espectáculo pseudocircense. Los partidos son correcalles insulsos donde lo más jugoso del baloncesto (la táctica individual y colectiva) brilla por su ausencia. Pero económicamente es un tiro y, por tanto, es el modelo de Florentino. El funcionamiento de la NBA (que de hecho es una sola empresa con 30 franquicias) es incompatible e incomprensible para la mentalidad europea, según la cual que un equipo cambie de ciudad, por ejemplo, es una contradicción en los términos. El fútbol en Europa tiene mucho de reverberación histórica medieval de un continente hiperdividido en que cada terruño defendía lo suyo enfundado en un uniforme característico, lo que implica unos colores y un escudo identitarios.

¿Que no?

En 1882, los chicos de un colegio de clase media del barrio londinense de Tottenham, a punto de crear un club de fútbol, y habiendo barajado el de Northumberland Rovers, se decantaron por utilizar el apodo de Sir Henry Percy, caballero que vivió en el siglo XIV y que aparece en la primera parte de Enrique IV, a quien llamaban Hotspur (espuela caliente) porque por lo visto era de espuela fácil a la hora de cargar.

El fútbol en Europa no solo tiene reminiscencias históricas sino que su puesta en escena provoca el embeleso del lugar ameno, del prado idílico donde la tragedia real tiene prohibido el paso. El fútbol es un trasunto incruento de la guerra, un paréntesis donde la miseria no puede alcanzarnos.

Me pierdo en consideraciones indemostrables. Para poder competir con los equipos hipervitaminados y tras dos temporadas especialmente magras a causa de la pandemia, Florentino aceleró las negociaciones para crear una competición que en su opinión rendiría beneficios más pingües. Pero se equivocaba en varias cosas:

  • La Copa de Europa es de todos, o ha de parecerlo. Un equipo de la tercera división húngara ha de poder ganar la competición al cabo de cuatro años. No va a ocurrir, pero ha de ser posible. Ser hincha de un equipo grande es un mero accidente: cualquier aficionado debe tener el sueño de ganar la Copa de Europa. Es como la lotería: ¿vale la pena pagar cinco euros para que no te toque nada? No, pero la posibilidad de que te toque y la ilusión que genera esa posibilidad sí los valen.
  • Cuando Florentino dice que los niños no se interesan por el fútbol porque están todo el día viendo Twitch o Youtube, parece ignorar que lo que ha perdido interés para la juventud es el mundo real: estamos educando niños zombis que solo viven a través de una pantalla. No es falta de interés por el fútbol: es falta de interés.
  • Una competición en la que solo haya partidos grandes no agranda la competición sino que empequeñece los partidos: visitar Old Traford o San Siro tiene que ser una ocasión solemne que ocurra de cuando en vez: lo cotidiano pierde brillo, el plato favorito ha de comerse esporádicamente.
  • A diferencia de la homogénea, prefabricada y plasticosa NBA, la Copa de Europa es necesariamente orgánica, transnacional y exótica. No solo es fantástico visitar Odense o Praga sino que en la 94-95 el equipo danés nos dejó fuera de la Uefa, así que menos lobos.
  • Por último y quizá lo más importante, si el deporte deja de ser meritocrático apaga y vámonos. Si Florentino quiere construir un club cerrado donde se gane por turnos, está en su derecho, pero nunca dejará de ser un Teresa Herrera con ínfulas. Para estar arriba hay que darlo todo cada año, de ahí en inmenso valor de la Champions. Que el Nottingham Forest esté en la segunda inglesa con sus dos Copas de Europa le da paradójicamente prestigio a la competición: a nadie se le garantiza nada.

Ahora bien, que Florentino no solo haya calculado mal sino que no haya sabido venderlo no exculpa a los grandes retratados de todo esto: los nueve equipos que intentaron tirar la piedra y esconder la mano (entre los que destacan los 6 ingleses, que en un solo día demostraron lo fiable de sus convicciones y palabra) y el ineducado, amenazante y federativo Aleksander Čeferin. Čeferin es cinturón negro tercer dan de karate y, lo que da más miedo, formó parte del ejército nacional de Yugoslavia. En el tema de los tiros y las patadas, por tanto, el tipo no tiene rival. Ahora bien, querido Aleksander, déjame decirte una cosita: si el duelo se dirime a pluma y corbata, a Floren no le duras un asalto. Y ahora, si quieres, le pitas otro penalti a Inglaterra.

P. S.: Y no les quepa duda de una cosa: como a Florentino se le ponga la Superliga entre ceja y ceja, habrá Superliga. Con los equipos ingleses jugando a la pata coja y con publicidad de ACS en la camisetas.

La rabia de Calibán

Dice Oscar Wilde en el prefacio de El retrato de Dorian Gray que «la aversión del siglo XIX por el realismo es la rabia de Calibán al ver su cara en el espejo». Más allá del juego que el personaje de Shakespeare ha dado a la cultura occidental posterior (y que se puede consultar aquí), el aforismo de Wilde es aplicable al debate que perpetraron nuestros amados líderes anteayer. Podríamos parafrasearlo así: la aversión de los españoles ante sus líderes políticos es la rabia de Calibán al ver su cara en el espejo. Y me explico.

No nos engañemos; los candidatos (de estas y de cualesquiera elecciones) debatiendo no son seres humanos contrastando opiniones sino personajes virtuales diciendo lo que sus votantes más probables quieren escuchar. Teniendo en cuenta que la ciudadanía media es practicante entusiasta del pensamiento débil (cuyo rasgo más distintivo es la incoherencia), no se puede afear a los cuatro prendas que nos van a flagelar durante los próximos cuatro años que desplieguen la verborrea facilona e inconsistente que despliegan. En efecto, algunas de las medidas que anunciaron anteayer podrían resumirse así: bajar los impuestos y aumentar prestaciones y subsidios mientras se reduce el déficit y se contenta además a Bruselas, CCOO, el FMI y los okupas de Colau. O la muestra de pensamiento mágico desplegada cuando se les preguntó cómo acabar con el terrorismo. En una sociedad que cree que ya es posible vivir sin estar preparados para la violencia, las respuestas giraron en torno a los paraísos fiscales, el tráfico de armas, las libertades y casi casi (en medio de la idiocia edulcorada que tan bien conoce Pérez-Reverte) se repitió la receta de la ínclita Carmena: «reflexión y comprensión para los terroristas».

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No son sus estupideces. Son las estupideces que nos gusta escuchar. Recaudar menos impuestos y subir el gasto (la teoría del dinero elástico, claro que no nos debería extrañar en un país donde toda una vicepresidenta del Congreso, Carmen Calvo, esculpió en mármol para los siglos aquello de que «el dinero público no es de nadie»). Mirar a los ojos a unos asesinos puestos hasta las cejas y conseguir que lleven sus AK-47 a un punto limpio.  La cuadratura del huevo, que diría Saki. La piedra filosofal. El Dorado. La Atlántida. All you need is love.

Así que tengamos cuidado. La próxima vez que sintamos la tentación de reírnos de la boutade de alguno de esos sacamuelas, tengamos cuidado. Porque es muy probable que sea él quien en realidad se esté choteando de nosotros, de esta sociedad desnortada que prefiere escuchar mentiras reconfortantes antes que la exigente y desagradable verdad.