La rabia de Calibán

Dice Oscar Wilde en el prefacio de El retrato de Dorian Gray que «la aversión del siglo XIX por el realismo es la rabia de Calibán al ver su cara en el espejo». Más allá del juego que el personaje de Shakespeare ha dado a la cultura occidental posterior (y que se puede consultar aquí), el aforismo de Wilde es aplicable al debate que perpetraron nuestros amados líderes anteayer. Podríamos parafrasearlo así: la aversión de los españoles ante sus líderes políticos es la rabia de Calibán al ver su cara en el espejo. Y me explico.

No nos engañemos; los candidatos (de estas y de cualesquiera elecciones) debatiendo no son seres humanos contrastando opiniones sino personajes virtuales diciendo lo que sus votantes más probables quieren escuchar. Teniendo en cuenta que la ciudadanía media es practicante entusiasta del pensamiento débil (cuyo rasgo más distintivo es la incoherencia), no se puede afear a los cuatro prendas que nos van a flagelar durante los próximos cuatro años que desplieguen la verborrea facilona e inconsistente que despliegan. En efecto, algunas de las medidas que anunciaron anteayer podrían resumirse así: bajar los impuestos y aumentar prestaciones y subsidios mientras se reduce el déficit y se contenta además a Bruselas, CCOO, el FMI y los okupas de Colau. O la muestra de pensamiento mágico desplegada cuando se les preguntó cómo acabar con el terrorismo. En una sociedad que cree que ya es posible vivir sin estar preparados para la violencia, las respuestas giraron en torno a los paraísos fiscales, el tráfico de armas, las libertades y casi casi (en medio de la idiocia edulcorada que tan bien conoce Pérez-Reverte) se repitió la receta de la ínclita Carmena: «reflexión y comprensión para los terroristas».

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No son sus estupideces. Son las estupideces que nos gusta escuchar. Recaudar menos impuestos y subir el gasto (la teoría del dinero elástico, claro que no nos debería extrañar en un país donde toda una vicepresidenta del Congreso, Carmen Calvo, esculpió en mármol para los siglos aquello de que «el dinero público no es de nadie»). Mirar a los ojos a unos asesinos puestos hasta las cejas y conseguir que lleven sus AK-47 a un punto limpio.  La cuadratura del huevo, que diría Saki. La piedra filosofal. El Dorado. La Atlántida. All you need is love.

Así que tengamos cuidado. La próxima vez que sintamos la tentación de reírnos de la boutade de alguno de esos sacamuelas, tengamos cuidado. Porque es muy probable que sea él quien en realidad se esté choteando de nosotros, de esta sociedad desnortada que prefiere escuchar mentiras reconfortantes antes que la exigente y desagradable verdad.

El vendedor de humo

Nos conviene estar preparados, porque aquí vienen de nuevo (¿cuántas campañas electorales puede aguantar el ciudadano medio antes de perder la razón?) a desplegar su carromato/tenderete en la plaza del pueblo, como en el maravilloso corto que da título a esta entrada.

Tienen dinerito fresco, pues tampoco han logrado ponerse de acuerdo para limitar el gasto de sus campañas, así que conviene estar preparados, insisto, cuando menos contra  el mayor perjuicio que los políticos, por el mero hecho de existir, infligen a la sociedad: la desnaturalización del lenguaje.

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En pocas palabras: los políticos nunca quieren decir lo que dicen. Los políticos no hablan: despliegan técnicas de venta. Visten ropa que otros eligen, hacen gestos que otros deciden y, sobre todo, utilizan uno tras otro lugares comunes que nada aportan pero quedan fenomenal. Por poner algunos ejemplos, sin el menor sonrojo pronuncian soberanía, pueblo, cultura, democracia o justicia como si se refirieran a sus correspondientes significados, cuando lo que quieren decir es, respectivamente: quien vote a la mayoría, quien me vote a mí, cine español, partitocracia y designación política del CGPJ.

Este envaramiento, este fingimiento permanente que toma el lenguaje y lo desguaza, lo vacía, que hace de la mentira su razón de ser y que obedece a la campaña publicitaria diseñada por sus asesores (que son expertos en mercadotecnia y ya no más en ciencia política o en filosofía) sustituye a las propias ideas o a cualquier vestigio de honradez y es especialmente pernicioso porque atañe a uno de los dos tesoros más valiosos que tenemos: el lenguaje. Si no fuéramos más listos que ellos, que lo somos, correríamos el riesgo de asumir como propia la legitimación de la farsa, la teatralización del gesto y el desacato a la palabra. Lo de teatralizar el gesto (que también es lenguaje) lo debieron aprender de este:

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Así que cuidado. Siempre alerta ante un político, sobre todo cuando baje el tono y junte las manos, o cuando sonría de lado. O cuando se ponga grandilocuente y fusile alguna de las grandes palabras. En esos casos es aconsejable proclamar con voz potente «vade retro», asperjar agua bendita y recordar que no, que por mucho que insistan no nos quieren, no se van a preocupar por nosotros y no van a solucionar nada.