A ver, en parte te entendemos. Los jugadores de fútbol hacen eso, jugar, y ser tan tan bueno y habitar el banquillo con tanta regularidad debe de resultar incómodo. Nadie debería mostrarse desagradecido si decides irte, pero eso no debería llevarnos a conclusiones precipitadas. Sobre todo a ti.
En determinadas circunstancias es difícil ver las cosas con perspectiva, especialmente si uno se siente dolido. Pero alguien tiene que decirte lo que te estás jugando: convertirte en una leyenda indiscutible del Real Madrid. Una leyenda, insisto, del Real Madrid. Para mí y otros como yo (con un gusto refinado, se entiende) ya lo eres, ojo: lo certificaste cuando en la pasada Champions (una de tantas y a la vez una Copa de Europa única), mientras el crono se desangraba y los pseudomadridistas se iban del estadio porque el City nos sacaba dos goles, pronunciaste ante los más jóvenes el resumen más depurado de 120 años de historia, una clase magistral de madridismo: «Se confía hasta el final», sentenciaste con la templanza que solo atesoran los héroes y los hombres honrados. Con solo esa premisa en las alforjas podría un novato triunfar en Chamartín.
Pero hasta en la leyenda hay grados, y si te quedas ganarías el derecho a brindar en el Valhalla con Monjardín, Quesada, Zárraga, Camacho, Chendo y Sanchís; aquellos que nunca defendieron otra camiseta. Algo de lo que ni un tal Santiago Bernabéu puede presumir, porque en 1920 se rebotó con el club de nuestros amores y jugó un partido con el Athletic Club, precursor del Atleti.
Nunca te irías por dinero porque en ese caso ya te habrías ido, y si te vas por orgullo igual te vamos a seguir queriendo, pero si te quedas contaremos a nuestros nietos que vimos jugar a Nacho Fernández, como quien cuenta cómo Sigfrido mató al dragón o quién era Héctor, hijo de Príamo, y les podremos decir no solo que siempre rayabas en la perfección, sino que eras más madridista que la corona del escudo.
Todos tenemos o hemos tenido un amigo penoso. Dos, si son pequeños. Un ser que imagina que todas las calamidades le pasan a él. Que lo imagina y encima nos lo cuenta, que es donde está la gracia. Quedar con él es (era; aléjense de los penosos) una apuesta interna por comprobar qué calamidad lo aqueja, qué nuevo drama asola su precaria existencia.
En el mundo no hay tío más penoso que el entrenador del Barcelona Spotify. El otro día, según terminaba el amistoso contra el City, Javi Hernández abrazaba a José Guardiola y acto seguido ya estaba extendiendo los brazos denunciando una penuria o una dificultad. Parecía que se había acercado a su hermano mayor a pedirle cinco duros para un paquete de Bang Bang a la vuelta de misa. «Es que ya no venden los cigarrillos de uno en uno», se lamentaba. Guardiola sonreía, como diciendo «en un amistoso no, hombre, relájate un ratito». Luego en la rueda de prensa Hernández le tiró la de Bernardo Silva y el otro no sabía dónde meterse. «A mí qué me cuentas». Es verdad que el Pep es el padre fundador de la hermandad de la queja perpetua, pero en comparación con su discípulo más aventajado semeja un cascabel, un marinero de permiso, Júpiter tonante.
El deporte y el nacionalismo son terrenos donde se da el penoso, como en Calanda se da el melocotón o en Bilbao el condicional. Por eso en la intersección entre el nacionalismo y el fútbol, donde habitan Hernández y Guardiola, la capacidad de queja alcanza cotas de nieve. Hay que decir que ahora José sonríe más, quizá porque las reclamaciones independentistas de Escocia le son ajenas ahora que el catalán forma parte del Imperio, pero no olvidemos que fue el primer ser humano en protestar por el acierto de un árbitro. Hernández, émulo, le aguanta el tipo protagonizando una pequeña gesta: protestar por las medidas de un campo (La Cerámica) que tiene exactamente las mismas dimensiones que el Camp Nou Spotify.
Estamos en agosto y Hernández ya se ha quejado del tiempo efectivo, de la fecha de cierre del mercado y de las expectativas: «las expectativas generadas también se han pasado un poco, le hace al jugador estar más rígido».
Hablando de rigidez, servidor solo ha visto a Hernández relajado en Colón gritando «¡Viva España!» en 2010. Hay que ver la felicidad que reporta abandonarse a la pulsión centralista. Que, por otra parte, no sé cómo puede ser antiespañol un tipo que tiene aspecto lo mismo de haber luchado en Numancia contra Escipión que de limpiarte la mesa en un bar de Jaén para que juegues al dominó.
P. S.: Que el deporte alumbra tristes lo atestiguan Lopetegui (te da una arenga Lopetegui y te vas a casa a comer Häagen-Dazs abrazado al cojín), Morata, que habla para dentro, y Asensio, que si buscara las causas de su ostracismo en su interior y no en no sé qué perversa confabulación lo mismo era aprovechable. Pero sin duda el título de quejoso hiperbólico es para Lewis Hamilton: «He sido acosado toda mi vida». Mira, como los independentistas.
Por algún motivo no estamos hablando de que la parte jugosa de esta Champions empieza con Courtois parándole un penalti a Messi en París.
Continúa con el Madrí dándose cuenta durante el partido de vuelta de que Mbappé no ha firmado todavía y por tanto corresponde propinarle un par de tarascadas en lugar de contemplar lo bien que juega. A partir de ese momento el niño va más tieso que una vela.
Un tercer hito: después de la derrota en Manchester, Benzema dice «Vamos a hacer una cosa mágica, que es ganar». Una cosa mágica.
Cuidado con la supuesta excepcionalidad
Los madridistas debemos tener muy claro que, por mucho ADN, mucha mística y mucho espíritu de Juanito que haya, que lo hay, esta Copa de Europa la hemos ganado única y exclusivamente por un motivo: meter un gol más que todos los rivales.
Después viene la forma de hacerlo, que es la más épica e inusitada que vieron los siglos. Todo el oropel legendario es un además, una pelliza de inmortalidad que solo pueden ponerse los héroes, pero el único motivo de haber ganado la Champions es la victoria sobre el campo en cada uno de los cruces más acerbos que jamás equipo alguno tuvo que afrontar.
Lo digo porque apelar al escudo como fuente de victorias está muy cerca del discurso antimadridista de que el Madrí gana sin ganar, de que es el mejor siendo el peor, el mismo que antes hablaba de las Copas en blanco y negro, luego de que éramos ricos y no pobres y ahora que jugamos con portero.
Poner el acento en cualquier cosa que no sea haber metido un gol más que el rival (verdadero busilis del tema que nos ocupa) es hacerles el caldo gordo a los caínes.
Cuando el Bernabéu baja el pulgar
Después del primer gol de la vuelta contra el City, una vez hubo llegado el minuto 90, la megafonía anunció los 6 minutos de prolongación. El Bernabéu, que conoce a los suyos, celebró la noticia como un gol. Esa confianza plena en los tuyos es prueba irrefutable de que hay un nosotros, de la importancia de que haya un nosotros. Tengo para mí que los jugadores del City comprendieron en ese preciso instante que iban a ser eliminados. Que el Bernabéu había bajado el pulgar.
Hace unos días vi en la pantalla del móvil, en pequeñito y en blanco y negro, un vídeo que recoge esos dos minutos. Tuve que apelar a la pose de tipo duro para no derramar una lágrima. Un puto vídeo de dos minutos en el que un menda anuncia que quedan 6 de partido. Y en ese momento estábamos eliminados.
Tengan mucho cuidado a la hora de inclinar a sus hijos hacia equipos que no sean el Real Madrid. Podrían estar privándolos de años y años de momentos trascendentes.
PSG, Chelsea, City, Liverpool… y big data
Al big data se le está poniendo cara de monorraíl. El fútbol es un sistema con un número bastante controlado de variables comparado con otros entornos sociales y el big data no da una. Todos lo usan, claro, porque nadie quiere parecer demodé, pero desde que Nadal le pintó la cara en Australia cuando al comienzo del tercer set la gran máquina lo dio por muerto, está tardando en demostrar su eficacia real. Ese momento a partir del cual alguien debería hacerse muy rico apostando según los designios numerológicos.
No dejen en manos de la cibernética lo que pertenece al terreno de la epopeya. El mundo es Carlo Ancelotti explicando por qué no puedes poner un gordo a presionar. Hay más fútbol en la ceja de Carletto (y más Copas de Europa) que en todas las tabletas de todos los hijos de Carletto.
Uno di noi
Hay un motivo por el que esta Copa de Europa nos ha hecho llorar, y yo se lo voy a explicar porque me han caído ustedes bien.
Mi Karim
Cuando en los 80 los jugadores del Real Madrid se llamaban Manolo y Rafa y Emilio y Miguel y llevaban pulseritas de cuero en las muñecas y vestían con pantalones pesqueros, cuando nuestros hermanos mayores iban al fondo del Bernabéu dos horas antes a escuchar a La Unión y Mecano por megafonía se hacía muy fácil comprender que esos jugadores eran de los nuestros, que habían crecido viendo a Amancio y a Juanito y que no eran jugadores del Madrí sino jugadores madridistas.
Cuando tras varias de las gestas de esta Champions algunos jugadores deambulaban por el campo como poseídos, como borrachos de felicidad; cuando a Alaba se le ocurrió enarbolar una silla porque entendió que procedía; cuando a Karim se le puso cara de amor verdadero tras el tercero al Peseyé; cuando el banquillo con Casemiro y Marcelo y Lunin y Benzema durante la prórroga del City parecía el patio de una prisión en día de motín; cuando Vinícius señalaba el nombre de Karim y no el suyo propio; cuando a ninguno de ellos en ningún momento de la temporada le hubo dado un ataque de ego (porque los egos más grandes se habían ido en busca de otros contratos y de otros inviernos), entonces comprendimos que ni los aviones privados ni los apellidos raros tienen la menor importancia, que habíamos traído a casa a un puñado de madridistas por el mundo, y que querían ganar la Copa, primero, porque querían que su Madrí ganara la Copa.
Que ellos, al fin, son nosotros, y que pelean por nosotros y mueren por nosotros, y que nunca se darán por vencidos.
Por eso sus lágrimas son las nuestras, porque ellos son nosotros y nosotros somos ellos.
En la vida es conveniente buscar el origen real de las cosas, las causas primeras, porque los problemas solo se solucionan arrancando el mal de raíz.
Aviso: la verdad es dolorosa
Mentirse a uno mismo consuela durante un tiempo, pero siempre deriva en batacazos fenomenales. No compensa, vaya. Pero si uno ya ha caído en la tentación, es conveniente que alguien, amigo o enemigo, le diga la verdad. Ahí va:
Aquello en lo que el Barcelona, incapaz de conseguir la excelencia deportiva del rival que lo obsesiona y acompleja, ha cifrado sus expectativas de superioridad, su logro incomparable, su cénit estadístico, no existe. El Barcelona, estimados lectores, jamás ha ganado un sextete.
La Liga del supuesto sextete (el sextete de corchopán) comenzó el 30 de agosto de 2008. La final del mundial de clubes del sextete de corchopán se jugó el 19 de diciembre de 2009, es decir, más de 465 días después y ya en la temporada siguiente, la 2009-10. Según mis sofisticados cálculos, y a no ser que en la república catalana (también de corchopán) los años duren 500 días, las competiciones que componen el sextete de Petete no se celebraron ni durante la misma temporada (abarcan la 2008-09 y la 2009-10) ni durante el mismo año natural (abarcan 2008 y 2009, y a solo 12 días de pisar 2010). Ni siquiera tuvieron lugar durante el margen de 365 días que componen un año terrícola. Que los títulos pertenezcan a dos temporadas distintas es especialmente relevante, pues implica que se jugaron con plantillas y equipaciones diferentes. Samuel Eto’o, por ejemplo, solo ganó los 3 títulos correspondientes a la 2008-09.
¿Por qué hemos tragado con la milonga entonces? No lo sé. Por pena, supongo. Lo que ocurre es que lo que se oculta para no dar un disgusto al niño a menudo lo convierte en un adolescente disfuncional. La verdad educa, la mentira malcría.
«Es que entonces no hay forma de ganar un sextete». Sí, sí la hay. Se trata, como en el caso del triplete (que el Barcelona sí tiene, por cierto), de ganar 6 títulos durante la misma temporada.
Supongamos, por ejemplo, que un equipo hubiera ganado esta temporada 2021-22 Liga y Champions (es difícil de imaginar, pero hagan un esfuerzo). Durante la próxima, 2022-23, jugaría las seis competiciones de marras; Supercopa de Europa, de España, mundial de Clubes, Liga, Copa del Rey y Copa de Europa. Todo en menos de 12 meses y durante la misma temporada. En caso de ganarlas, el equipo hipotético se haría con un sextete real, inapelable. Un sextete, vaya.
Que conste que en mí late la voluntad de ayudar, por si alguien por allí quiere empezar a sanear la cuentas y las cabezas y volver a poner los pies sobre la tierra. En esa línea y próximamente se abordarán los siguientes temas: «Neymar le costó al Barça 200 millones y no 57» y «Contar la Copa de Ferias como trofeo da casi ternura».
No se va quien quiere. Ni quien muere, en realidad. El pasado 2 de abril hizo 30 años del accidente de Juan Gómez, así que son casi mil partidos recordándole a voz en grito en su casa. No sé de ningún otro jugador con quien pase eso, vivo o muerto.
Estar vivos nos da una perspectiva errónea, una falsa presunción. Dentro de 100 años de mí no se acordará ni Kerrigan, mientras que a Juanito seguirán aclamándolo miles de gargantas con fidelidad chamartinesca. Los años de vida constituyen una curiosidad cuantitativa, una bagatela numérica.
Quien haya perdido seres queridos sabe que atravesando el umbral de la muerte se nos vinieron a vivir donde siempre fueron más necesarios, dentro de nosotros, y que marcharse solo significó quedarse para siempre.
O somos parte de algo más grande que una sola vida o no somos nada. «Solo morimos cuando muere la última persona que nos recuerda», dicen, pero tampoco es cierto, porque el reguero iniciado por nuestros actos viene de antes de nosotros y nos sobrevivirá mientras exista la vida. Quedamos en otros de la misma manera que somos el hogar de quienes fueron. No es la vida lo que es un río: es la tradición, la crianza, el lenguaje, la manera de estar y hoyar y juntarse hombro con hombro cuando vienen mal dadas.
Nunca te marchas si dejaste una huella en el camino. Somos quienes nos enseñaron. Seremos quienes aprenderán de nosotros.
«Mi único estimulante fue la camiseta blanca. Honradla».
Dentro de un par de eones, cuando once vikingos se batan el cobre como deben, alguno de ellos, quizá el recién llegado, escuchará en el minuto 7 el estribillo de un cantar de gesta y, mientras da la vida por ese escudo que pesa tanto (señorío es morir en el campo), mientras siente sobre sus hombros el peso de una exigencia sideral, se preguntará sin palabras ¿quién sería el tal Juanito?
García de Loza azuzando a sus secuaces. Juanito, preocupado
Después de retirarse por segunda vez como jugador de los Bulls, a Jordan le chivaron que uno de los rookies del equipo (Corey Benjamin) iba diciendo por ahí «Michael Jordan no tendría ninguna posibilidad de ganarme en un 1 contra 1. Hizo muy bien al retirarse antes de que yo llegara al equipo». Ni corto ni perezoso, el mejor jugador de baloncesto de la historia se plantó en el United Center y le explicó a Benjamin un par de cosas con ayuda de un balón y un aro. Si no estuviera grabada, la historia parece diseñada para alargar la sombra de Jordan como un añadido legendario, una exageración inconcebible.
Yo no soy del Madrí porque tenga 13 Copas de Europa ni porque sea el equipo más glorioso que exista. Yo soy del Madrí porque fiándome de mi padre siempre me fue bien, e imitarle sigue siendo la forma más segura de no decepcionarme a mí mismo.
Como ser del Madrí es irrenunciable (y además de lo único de lo que no se puede cambiar es de equipo de fútbol), seguiría siéndolo si jugara en octava regional B y sus jugadores se llamaran Luis, Pichurri y Gordopilo.
No son esas 13 Copas de Europa, tampoco, lo que más orgullo despierta en mí cuando veo a mi Madrí. Es más bien la costumbre que se le supone de no rendirse nunca. Mi drama es, entonces, que hoy ha salido a pasear un color nuevo de camiseta, a verlas venir, a descontar una jornada. Lo ha hecho, además, ante el club que le impuso libremente dos medallas a Franco, y otra por decreto. Al club que tira cabezas de cerdo al campo sin recibir sanción alguna. Al club que se avergüenza de ser español. Lo ha hecho ante el enemigo, porque ese equipo innombrable no es el contrincante ni el rival ni el oponente. Es el ventajista, acomplejado y provinciano enemigo. Un equipo que nos odia y que para odiarnos, como el resto del independentismo, ha creado una fantasía animada en torno a lo que significa la excelencia madridista.
A mí no me avergüenza que nadie, ni siquiera el enemigo, nos endose 4 goles o 12 o los que hagan falta. A mí me avergüenza que se bajen los brazos, que no apetezca, que te pongas de perfil. Cuando uno pierde por 3 goles, o 4, o los que sean, incluso antes de llegar a esa situación, lo que uno ha de hacer es correr hasta que se le salten las espinilleras. Asfixiarse, ir al choque, y hasta ponerse pendenciero si lo requiere la ocasión. En el Bernabéu, en la pretemporada o en el recreo de la mañana. Si se juega, se muere en el campo. Si no, no se juega.
Ahora mismo, justo después del alipori proporcionado por los nuestros, está jugando Rafa Nadal la final de Indian Wells. No va bien (pierde 5-2), pero hay una diferencia fundamental. Caiga lo que caiga, se ponga el asunto como se ponga, no entra dentro de lo posible que el mejor deportista español de la historia le pierda la cara al partido.
La derrota es intrínseca al deporte. Si no sabes encajarla o te causa demasiado dolor, quítate las botas y dedícate a la vida contemplativa. No hay problema alguno en perder. El drama es ser tan melifluo, tan blando, tan figurante que se acuda al campo del honor a ver qué pasa. A caminar por el pasto. A perder de poco.
De la misma manera que la victoria del otro día ante el Peseyé trascendió lo que podamos esperar de la temporada, la derrota de hoy redunda en el hartazgo que siente cualquier madridista de bien ante la deficiente actitud que mostramos ante el enemigo, al que nunca le atacamos la yugular por mucho que ellos hagan vengan a Chamartín a practicar su yihad.
Probablemente no sea el día de afearle a Vinícius que desde que se ha visto titular prefiere tirarse a rematar, o de avisar al centro del campo de que le va haciendo falta un relevo, o de recordar a Ancelotti que hay vuelos a Milán todos los días. Es momento de que alguien entre en el vestuario hecho una furia y les recuerde a esta panda de guadianas que no hay días grandes y días pequeños: que el verdadero deportista no conoce la pachanga. Que si no corre a cada balón con el corazón en la boca mejor que salga otro; que la apatía es la única derrota que sonroja.
Dar la vida y perder es una bendición; la victoria sin esfuerzo no proporciona gloria alguna. Por eso mismo perder sin romper a sudar es la vergüenza total. Me da igual el resto de la temporada; me da igual la Liga y lo que pase en Europa. No reconozco a este equipo; ese no era el trato. Los brazos no se bajan jamás.
Nadal ha perdido el primer set: ustedes y yo sabemos que el yanqui tendrá que sudar sangre si pretende ganarle.
La felicidad está más allá de la nariz de Pinocho. No la felicidad, que es inasible, gazmoña y traicionera, sino aquello a que deberíamos aspirar realmente y que está en algún lugar entre la mesura, la adecuación y la serenidad. Un poquito de aurea mediocritas y una pizca de ataraxia. Está más allá de la nariz de Pinocho porque cuanto más mentimos más lejana e inaprensible nos resulta.
La mentira está tan de moda que le hemos cambiado el nombre para blanquearla; parece que superamos aquello de la postverdad (mentir apoyándonos en los sentimientos ajenos), pero nos hemos quedado con el relato (mentir a lo bestia, construyendo la mentira y sus aledaños, un universo paralelo donde nuestra mentira encaje bien).
Si la mentira nos aleja de lo bueno, ¿por qué mentir? ¿Cómo funciona el mecanismo que activa la mentira más perniciosa: la mentira a nosotros mismos? Así:
El carácter explicativo del fútbol proviene de ser metáfora de casi todo (permanezcan alerta contra quienes no beben ni fuman y denuestan el fútbol). Sigamos: el fútbol consiste en ganar. Tiene sus reglas, su camino hacia la victoria, pero el meollo es ganar. Si tuviera otra meta sería otra cosa; sería macramé, ikebana, aeromodelismo o una caña de lomo. Pero fútbol es fútbol, que diría Boskov. No pierdan de vista a Vujadin porque dejó otras muestras de sabiduría cristalina: «Ganar es mejor que empatar» y la no menos preclara «empatar es mejor que perder». Parece obvio, ¿verdad? Pues resulta que no, porque tenemos relato. Quién quiere lo obvio teniendo un relato…
Pero no adelantemos acontecimientos. Estábamos en el panorama inapelable de aquellos once tipos que amenazaron a otros once con morder el polvo. Ante aquel giro de los acontecimientos, uno podía decidir afrontar el reto y calzarse las botas o seguir jugando a que la pelota no caiga (en el siglo XI, en Japón, jugaban al kemari, o al menos eso cuenta Murasaki Shikibu. Las crónicas dicen que en 905 un grupo de cortesanos llegó a pasarse la pelota 160 veces sin que tocara el suelo. Apasionante).
Imaginen ahora que alguien no gana, o gana menos. Imaginen que alguien, incapaz de ganar tanto como otro alguien, sea también incapaz de aceptarlo (al fin y al cabo no es para tanto, se gana y ya está: como saben los rugbistas, hay cerveza para todos). ¿Qué puede hacer este inconformista? Puede construir un relato. Puede decirse a sí mismo, y me temo que a los demás, que lo importante es participar, o llevar la camiseta por dentro, o, agárrense los machos, dar muchos pases. Si convenzo a los demás de que el fútbol consiste en dar muchos pases, y yo doy muchos pases, estoy sorteando mi incapacidad para ser el que más gana por el procedimiento de inventar un juego nuevo en el que gano yo: el gol-pase. Para todo aquel que no se haya lijado las Paredes en los patios de asfalto de los 80, el gol-pase era la versión meliflua y coñazo del gol-regate, que era donde había entrechocar de tibias y sangrienta heroicidad.
Al mentiroso, al que decide que el fútbol no es fútbol, no conviene responderle con demasiados argumentos (entrar en su juego), sino contestarle con la concisa y categórica verdad: «Esto es fútbol y lo que tú pretendes jugar es otra cosa, una cosa tan aburrida y desesperante que se te está poniendo cara de sueño».
―¡Suéltenme! ¡Les digo que la hierba estaba muy alta!
Como contestó el ínclito Fernando Damas a una progenitora (no recuerdo si A o B) cuando esta intentaba consolar a unos baloncestistas púberes recién derrotados con un «lo importante es divertirse», le contestó, digo, con un inmortal «Yo cuando pierdo, señora, no me divierto», una cosa es que la verdadera victoria sea contra uno mismo y que aún más importante que ganar sea morir en el campo, pero lo inapelable es que el fútbol tiene como objetivo ganar. Lo otro es kemari, y se puede jugar en la playa con un balón de Nivea.
Aunque mi generación las conozca por El club de los poetas muertos, las palabras son de Walt Whitman por la muerte de Abraham Lincoln. En Sin perdón, el personaje interpretado por Richard Harris se pavonea tras el asesinato de Lincoln de que en Inglaterra cuentan con la ventaja de la monarquía: a nadie se le ocurriría disparar a un rey. Obviamente no conoció a Eduardo VIII.
Si la cosa va de capitanes, en el Madrí tenemos dos.
El carro de Karim
El carro de Karim está a rebosar los últimos años: está lleno de los que solo veían los goles de Ronaldo el-no-tan-bueno y no los pases ni los espacios de Karim. No entendían, ni lo harán nunca, que Karim marcaba menos por lo mismo por lo que ahora marca más: porque el fútbol es un deporte de equipo y lo primero es hacer lo que el equipo necesite.
Dan ganas de coger el farol de Diógenes para buscar al hombre honrado: aquel que continúe manteniendo a día de hoy que «Karim no vale», que «es mu malo» o que «no tiene carácter» (en España confundimos carácter con poner cara de intensidad). Habría ahí un hombre coherente. Ciego como un gato de escayola, pero coherente.
No nos preocupa que el carro esté a rebosar: en primer lugar, porque es muy bonito pedir perdón y reconocer los errores; en segundo, porque Karim sabe, como Kipling, que el fracaso y el triunfo son un par de impostores.
El carro de Sergio
El carro de Llull es distinto: es el carro que el domingo le endosó al otro finalista de la Supercopa; a sus 8 jugadores en pista y a los 7 del banquillo. 24 puntitos para vengar a su compañero Heurtel: no sé si se ha insistido lo suficiente en que el otro finalista dejó en tierra el año pasado a un jugador de su plantilla en plena pandemia. Esas son las cositas que hace el otro finalista. También pierde partidos de Euroliga adrede para intentar perjudicar a su obsesión blanca: el Madrí cogió el regalo y estuvo a punto de consumar la gesta más bonita de la historia de la competición. Pero Dios no se queda con nada de nadie: cuando el equipo que deja en tierra a sus jugadores volvió a jugar con Efes en la final, ya intentando ganar, volvió a perder. Quedó segundo, que es su posición favorita: 2 veces primeros y 6 segundos en Copa de Europa y 19 primeros y 21 segundos en Liga. Segundo, segundito, segundón.
Pero volvamos a Llull, el palíndromo más madridista que existirá jamás. Si hace unos meses hablábamos de los que nunca se fueron, el trono lo ocupa el mahonés, que le dio calabazas a la NBA por el club de nuestros sueños. Sergi lloraba sobre el mismo parqué que le rompió el cruzado, abrazado al mismo entrenador cabrón (¡qué grande es Laso!) que el día anterior le había dado poquito de comer. ¿Tendrá algo que ver el cabreo del sábado con el partidazo del domingo? Como se enteren los pedagogos de lo que ayuda a cumplir los objetivos que a uno lo puteen un poquito, lo mismo colapsan y nos dejan en paz.
Viva Vinicius
El mundo necesitaba a Vinicius. Un hombre sin miedo a nada que se atreve a ser libre donde los demás hace tiempo que claudicamos. Vinicius (motocabra inmortal) si ve un prado lo corre, si ve una valla la salta y si ve una grada la escala. Ver a Vinicius zambulléndose en la fanaticada, escandalizando a gazmoños y apocados, nos recordó los tiempos en que éramos libres, en que fumábamos Marlboro rojo y les echábamos súper a nuestros bólidos, usábamos las vocales que queríamos y no las que nos dictaba la censura totalitaria, y no nos habíamos vuelto todos gilipollas.
Late en Vinicius la pulsión de descubridores y de héroes, de los inventores que se plantaban unas alas de cuero y se tiraban desde la torre Eiffel porque preferían la muerte rápida y gloriosa a una vida lenta masticando tedio.
Cuentan que cuando a G. L. Mallory le preguntaban por qué escalar el Everest, con la que estaba cayendo, él contestaba «Porque está ahí». Mallory desapareció en 1924 y ni siquiera sabemos si lo logró, pero sí sabemos que murió con la serenidad de quien nunca le volvió la cara a un poquito de cellisca.
A los tristes le está costando reconocer a Vinicius, mientras que ya han canonizado a otros por hacer un buen Gamper (posiblemente ya no recuerden los tiempos en que Riqui Puig era Pelé). Esta renuencia ha de reconfortarnos, porque nace del miedo. Desde que vieron el remate ante el Levante se despiertan cada noche con la misma pesadilla: la certeza reprimida de que que la puso ahí porque la quiso poner ahí, de que ha aprendido lo único que le faltaba. Cuando el domingo levantó la cabeza y pasó a la red, el puñal se clavó un poquito más en el corazón de los cenizos. «Lo del Levante fue verdad», barruntan, y no encuentran en Sport ni en Mundo deportivo (el mundo acaba en Mollerusa) lenitivo para su zozobra.
«Mira, moreno, esta gente es muy cabrona, y en cuanto estés dos partidos sin mojar volverán a maldecirte, pero si desoyes el momento y levantas la mirada, un domingo con el sol en Concha Espina el balón llegará a tus pies y un murmullo como de tendido te hará saber que señorío es morir en el campo y que el mundo empieza y acaba en Chamartín. Te lo digo yo, que soy medio argelino».
En 2000 juré «odio eterno» a Florentino Pérez por echar del Madrí al jugador más asombroso que yo hubiera visto jamás: Fernando Redondo. Unos meses antes Redondo había impartido en París una clase magistral sobre cómo apropiarse del medio campo (es decir, del partido) en una final de Copa de Europa.
Lo insólito de Fernando Redondo no era su capacidad de destruir el juego rival con la intensidad de una piraña y la combatividad de un mariscal prusiano, sino que esas cualidades convivieran con la elegante precisión de un bailarín del Bolshói cuando el balón lo tenía él. Tener a Redondo en el campo era contar con Modrić y Makélélé en el mismo jugador. Que Redondo se lesionara después en el Milan echó tierra sobre la ignominia e incluso (para los más traidores) justificó la decisión de Florentino, provocada en realidad por que Redondo hubiera apoyado a Lorenzo Sanz en las elecciones.
Redondo, shakesperiano en el teatro de los sueños
Florentino entró, por tanto, como un elefante en una cacharrería, demostrando que no comprende la faceta más importante del fútbol (la poética). Es lo que es, un empresario, y tanto respecto a la Superliga como al himno como a retirar la cruz del escudo en ciertos países se comporta exclusivamente como tal.
Parecería entonces que aquí se postula la necesidad de presidentes románticos, que tomen sus decisiones en función del componente épico y que sean tan forofos e irracionales como los que no tenemos responsabilidades en el club.
El señor Skimpole
Uno de los personajes más logrados de Dickens aparece en Casa desolada, a su vez una de las mejores novelas (y por algún algún motivo de las menos conocidas) del genio de la perilla. El señor Skimpole tiene alma de artista y no entiende la importancia del dinero, es un hombre encantador que anima las sobremesas con opiniones originales y comportamientos estrafalarios. La única pega de tan romántico personaje es que también tiene facturas y, como el dinero le resulta ajeno, se muestra indiferente a quién pague esas facturas, con una cierta preferencia por que las paguen los demás (a todos los tontos les da por lo mismo). Esa indiferencia hacia lo económico, aparente idealismo, es típica de quien dispara con pólvora del rey, como los políticos, los adolescentes y los aficionados al fútbol que ni siquiera somos socios.
Cuando yo digo «Hay que traer a Mbappé como sea» (cosa que cada vez tengo menos clara) o «Ramos se merece lo que pida» (Dios me libre de decir tal cosa) lo digo sabiendo que ni el «como sea» ni «lo que pida» van a salir de mi bolsillo.
En ese contexto, lo último que necesita el Madrí y cualquier equipo es que el club esté dirigido por un poeta o un romántico, y lo óptimo —por tanto— es que sus designios los guíe un gestor pragmático que conduzca las negociaciones con la cicatería financiera de un tesorero franciscano.
Desde la perspectiva de un negociador modelo rottweiler, algunas ―muchas― de las percepciones y reclamaciones de unos jugadores y entrenadores concentrados en el yo y la ausencia de realismo han de parecer necesariamente chistes de dudoso gusto: renovaciones a los 35 propias de los 25, peticiones de fichajes carísimos teniendo alternativas caseras, titularidades por decreto o renovaciones al alza con contratos en vigor. El penúltimo episodio que demuestra que los jugadores viven al margen de la realidad ― y de la lógica― son los gestitos de Cristiano y Pogba en la Euro mordiendo la mano que les da de comer. Conviene recordar que CR7 no tiene problemas en aparecer en anuncios de casas de apuestas en línea.
Nunca el individualismo estuvo tan exacerbado en un deporte colectivo. Nunca los jugadores se sintieron tan importantes por sí mismos (egocentrismo que presidentes como Florentino han fomentado, ojo), lo que además de una imperdonable osadía está alejadísimo de los valores básicos del privilegio y la exigencia que significa pertenecer a un equipo.
Jugadores y entrenadores piensan desde el ombligo, mientras que los presidentes están obligados a hacerlo desde nóminas, facturas y traspasos. En su gran mayoría, los jugadores anteponen sus intereses a los del club. Claro que hay gente que merece renovaciones vitalicias, pero tanto la edad como el parné presentan una tozudez aritmética incontestable, incluso si eres uno de los dos mejores jugadores de la historia y te apellidas Di Stéfano: aprender del pasado evita muchos errores, pero yo no estoy muy seguro de que René Ramos sepa quién es Di Stéfano.
Esta diferencia de criterio entre fantasía y realidad ha generado un cierto número de pataletas en las últimas décadas. Por supuesto, Vicente del Bosque se lleva la palma de oro del rencor, confundiendo a la persona (Florentino) con la institución (Real Madrid), pero entre quienes han actuado o hablado de forma desleal con el club se encuentran leyendas como Hierro, Raúl, Casillas, Figo, Valdano (que no es una leyenda y además nos debe una liga) o Ancelotti. Lo que no esperábamos es que ese error lo cometiera Zidane.
No se me malinterprete: en el estatus que tiene Zidane para los madridistas no hay nadie más vivo: puede entrenar el equipo cuando él quiera, los años impares o incluso los días impares. Está por encima del bien y del mal y es nuestro entrenador por defecto incluso cuando no ejerce. Pero eso no le impide haberse equivocado. Él mejor que nadie sabe que el Madrí tiene enfrente a todo el mundo, sobre todo a la prensa, y que hasta los juntaletras que se dicen madridistas disfrutan atacando a cualquier jugador, entrenador o directivo que vista de blanco. Por eso estamos obligados a cerrar filas, y por eso no se debe hacer nada que perjudique la imagen del club.
¿Se acuerdan de la bofetada a Rajoy? Uno puede tener la opinión que quiera sobre él (no muy buena, me temo), pero en ese momento era el presidente del Gobierno de España, y no se puede ofender a la persona sin ofender a la institución. Florentino, dictatorial o no, personalista o no, florentinista o no, es el presidente del Real Madrid y que un exentrenador le haga reproches me parece un error.
Porque cuando tienes un problema con los tuyos o has oído a terceros afirmarlo, coges el teléfono o la puerta y lo aclaras, y si después todavía tienes ganas de desfogarte te vas a una montaña muy alta muy alta y pegas cuatro voces, pero no te vas a esos terceros y lloras en su hombro, porque lo único que los plumillas te han ofrecido siempre ha sido envidia, críticas y veneno, y me da a mí que los responsables del As se han tomado como un triunfo propio leer lo que han leído en su propia portada.
No digo esto en defensa de su Florentineza, que es probablemente el único hombre que me rompió el corazón y que además se equivoca en casi todo lo que el fútbol tiene de sublime, sino del único equipo del mundo a quien se critica por sus triunfos.
El espectáculo atlético fosforito y las gallinas de la Albión: Superliga para todos
El antedicho interés que los futbolistas tienen por cobrar enlaza —no con Zidane, que más que ser elegante da forma a la elegancia— con el penúltimo charco en que se ha metido Flóper, que se equivoca en lo referente a la Superliga y que probablemente se siga equivocando, pero no tanto como parece.
A la NBA le ha costado décadas culminar la metamorfosis que va de la mejor liga del mundo a un espectáculo pseudocircense. Los partidos son correcalles insulsos donde lo más jugoso del baloncesto (la táctica individual y colectiva) brilla por su ausencia. Pero económicamente es un tiro y, por tanto, es el modelo de Florentino. El funcionamiento de la NBA (que de hecho es una sola empresa con 30 franquicias) es incompatible e incomprensible para la mentalidad europea, según la cual que un equipo cambie de ciudad, por ejemplo, es una contradicción en los términos. El fútbol en Europa tiene mucho de reverberación histórica medieval de un continente hiperdividido en que cada terruño defendía lo suyo enfundado en un uniforme característico, lo que implica unos colores y un escudo identitarios.
¿Que no?
En 1882, los chicos de un colegio de clase media del barrio londinense de Tottenham, a punto de crear un club de fútbol, y habiendo barajado el de Northumberland Rovers, se decantaron por utilizar el apodo de Sir Henry Percy, caballero que vivió en el siglo XIV y que aparece en la primera parte de Enrique IV, a quien llamaban Hotspur (espuela caliente) porque por lo visto era de espuela fácil a la hora de cargar.
El fútbol en Europa no solo tiene reminiscencias históricas sino que su puesta en escena provoca el embeleso del lugar ameno, del prado idílico donde la tragedia real tiene prohibido el paso. El fútbol es un trasunto incruento de la guerra, un paréntesis donde la miseria no puede alcanzarnos.
Me pierdo en consideraciones indemostrables. Para poder competir con los equipos hipervitaminados y tras dos temporadas especialmente magras a causa de la pandemia, Florentino aceleró las negociaciones para crear una competición que en su opinión rendiría beneficios más pingües. Pero se equivocaba en varias cosas:
La Copa de Europa es de todos, o ha de parecerlo. Un equipo de la tercera división húngara ha de poder ganar la competición al cabo de cuatro años. No va a ocurrir, pero ha de ser posible. Ser hincha de un equipo grande es un mero accidente: cualquier aficionado debe tener el sueño de ganar la Copa de Europa. Es como la lotería: ¿vale la pena pagar cinco euros para que no te toque nada? No, pero la posibilidad de que te toque y la ilusión que genera esa posibilidad sí los valen.
Cuando Florentino dice que los niños no se interesan por el fútbol porque están todo el día viendo Twitch o Youtube, parece ignorar que lo que ha perdido interés para la juventud es el mundo real: estamos educando niños zombis que solo viven a través de una pantalla. No es falta de interés por el fútbol: es falta de interés.
Una competición en la que solo haya partidos grandes no agranda la competición sino que empequeñece los partidos: visitar Old Traford o San Siro tiene que ser una ocasión solemne que ocurra de cuando en vez: lo cotidiano pierde brillo, el plato favorito ha de comerse esporádicamente.
A diferencia de la homogénea, prefabricada y plasticosa NBA, la Copa de Europa es necesariamente orgánica, transnacional y exótica. No solo es fantástico visitar Odense o Praga sino que en la 94-95 el equipo danés nos dejó fuera de la Uefa, así que menos lobos.
Por último y quizá lo más importante, si el deporte deja de ser meritocrático apaga y vámonos. Si Florentino quiere construir un club cerrado donde se gane por turnos, está en su derecho, pero nunca dejará de ser un Teresa Herrera con ínfulas. Para estar arriba hay que darlo todo cada año, de ahí en inmenso valor de la Champions. Que el Nottingham Forest esté en la segunda inglesa con sus dos Copas de Europa le da paradójicamente prestigio a la competición: a nadie se le garantiza nada.
Ahora bien, que Florentino no solo haya calculado mal sino que no haya sabido venderlo no exculpa a los grandes retratados de todo esto: los nueve equipos que intentaron tirar la piedra y esconder la mano (entre los que destacan los 6 ingleses, que en un solo día demostraron lo fiable de sus convicciones y palabra) y el ineducado, amenazante y federativo Aleksander Čeferin. Čeferin es cinturón negro tercer dan de karate y, lo que da más miedo, formó parte del ejército nacional de Yugoslavia. En el tema de los tiros y las patadas, por tanto, el tipo no tiene rival. Ahora bien, querido Aleksander, déjame decirte una cosita: si el duelo se dirime a pluma y corbata, a Floren no le duras un asalto. Y ahora, si quieres, le pitas otro penalti a Inglaterra.
P. S.: Y no les quepa duda de una cosa: como a Florentino se le ponga la Superliga entre ceja y ceja, habrá Superliga. Con los equipos ingleses jugando a la pata coja y con publicidad de ACS en la camisetas.