El presidente emo

Ha nacido la emopolítica.

En 1944 George Orwell comenzó a escribir una obra ambientada en 1984 que describe una de las maneras en que el mundo puede irse al carajo. Por cuestiones de simetría este es, por tanto, el mejor año para hablar de ella.

Hay muchos motivos por los que 1984 constituye una genialidad inmortal, pero uno de los más inasibles y brillantes es la decisión tomada por el escritor según la cual en su distopía aborrecible sería el ministerio del Amor el que se encargara de la seguridad, es decir, de la denuncia, tortura y eventual desaparición de los desafectos al régimen.

Esta utilización de lo emocional ―los profesores tenemos emotividad hasta en la sopa, aunque curiosamente en menor medida en colegios donde los alumnos están gravemente enfermos― para manipular a las masas, esta justificación de la barbarie y la violación del Estado de Derecho a través de una sensiblería impuesta es algo que en 2024 se estudia en las facultades de Politología, pero que en 1944 resultaba tan insospechado que solo un genio como Orwell podía haberlo aventurado.

El Narciso enamorado que nos hemos buscado como líder y los gimoteos del que no es McNamara al leer las transidas líneas del Narciso enamorado han puesto a sus huestes apuntando hacia el poder judicial, la oposición, la prensa y todo aquel que no atienda a las razones del corazón.

El mismísimo Patxi a-ti-qué-más-te-da López, que habitualmente gasta la indolencia del matón de vía estrecha, ha acusado al PP de «burlarse del amor». Insisto; Patxi López ha acusado al partido más votado de España de «burlarse del amor». Burlarse del amor no, Juan, eso no. La vida política española es mucho más paródica que Loles León.

La cosa daría para disfrute si no nos fuera la democracia en ello. Porque tanto el Narciso enamorado como el que no es McNamara como a-ti-qué-más-te-da saben perfectamente que a estas alturas millones de españoles creen que en política es más importante el amor (así, a granel) que gozar de un Estado social y democrático de Derecho.

Viendo en peligro a Amor ―y esto se parece cada vez más a un soneto del Siglo de Oro― hordas de quinceañeros abrazados a sus carpetas forradas con fotos de Narciso enamorado han salido a la calle real y a la virtual a reclamar el fin de la independencia del poder judicial, es decir, el fin del Estado de Derecho, y eso es precisamente lo que querían el Narciso enamorado, el que no es McNamara y a-ti-qué-más-te-da.

Podemos y debemos, por tanto, desternillarnos de la sensiblería hiperbólica con que nos ha salido el comunismo patrio, porque uno nunca sabe cuántas carcajadas le quedan, pero más nos vale que sea una risa nerviosa, como de tragedia inminente, no vaya a ser que nos despistemos y el Gran Hermano proceda a nuestra reeducación antes de que nos percatemos.

P. S.: Díganme si Orwell no se ventila a Nostradamus; el lema del ministerio del Amor es «La guerra es paz. La libertad es esclavitud. La ignorancia es fuerza». Escalofriante.

La gran tragedia

Seguro que un aerogenerador supone una forma más limpia de producir energía que quemar combustibles fósiles. Pero, como dice Marta Villa, un mal no se arregla con otro mal.

El impacto estético de los aerogeneradores es inmediato e indiscutible, pero lo estético es rara vez solo estético.

Permitir que esa verticalidad crispada se adueñe del último refugio que teníamos para la contemplación garcilasiana (más Garcilaso y menos dopamina) y la gozosa horizontalidad que prefigura(ba) el infinito supone la violación del último santuario, la destrucción del único lugar donde no estábamos. Supone romperlo todo.

Con el paisaje se nos van la frontera, el horizonte y la cábala. La posibilidad de vislumbrar lo ignoto. La propia noción de aventura: ya nadie nunca se calará un sombrero de piel ni se ceñirá un látigo a la cintura. Ahí estuvo un ser humano y dejó su huella, y ahí, y ahí también.

La segunda perturbación más nociva de esos trituradores del viento ocurre en el campo; la más nociva ocurre en nosotros. El paisaje era la iglesia de puertas afuera, la religión sin guerras de religión, la obra de Dios y de todos los dioses. Esos molinillos famélicos impiden a la mirada reposar, a la mente recordar, al alma trascender. Nos roban la pregunta sin darnos una respuesta. Con molinos así Quijano, en lugar de enristrar la lanza, habría derramado una lágrima.

P. S.: Que nadie se engañe: esos resquebrajamientos en el cielo solo existen porque son rentables. Cuando el capital se alía ―somete, más bien― a la ideología encuentra excusa y carta blanca; podría convencernos de que la Tierra es plana.

¿La izquierda era esto?

¿La superioridad moral de la izquierda era gastar el dinero de todos (pero sobre todo el de los pobres) en pagar un sueldo millonario a un cómico que se gana la vida preguntando a la gente cuánto dinero tiene y otros detalles aún más edificantes?

¿La revolución democrática de la izquierda consistía en pagar sueldo de futbolista (pero a estos les pagan clubes privados) a un palmero de Narciso?

Quizá usted, joven amigo, está en busca de su primer trabajo o ejerciéndolo. Quizá con buena voluntad o falta de experiencia considere que el socialismo es realmente una vía hacia la igualdad. Barrunta, no obstante, que algún motivo habrá para que tanto comunista de juventud se transforme en liberal reclacitrante con el paso de los años.

Y he aquí que le da a usted, joven lector, por calcular qué fracción de su sueldo ―mayor la fracción cuanto más exiguo el sueldo― irá a parar íntegramente al bolsillo del pachacho millonario del régimen, es decir, con toda propiedad, al bufón de la corte.

Lo que es peor, cae en la cuenta de que durante un ratito cada año usted permanece en su puesto de trabajo, usted aguanta a su jefe o carga sacos terreros exclusivamente para hacer más rico al vocero del tirano, al gracioso que hace años se ganaba la fama afeando a los trabajadores liberales (mucho menos ricos que él ahora) que fueran trabajadores liberales.

Cabe entonces la posibilidad de que comience a entender a Escohotado, Losantos, Moa, Albiac, Díez, Dragó, Leguina, Redondo y todos aquellos exmarxistas que sospechan desde hace tiempo que el socialismo español huele a muerto, o más bien a prostíbulo. No son palabras bonitas. Tampoco lo eran cuando la «escritora» Maruja Torres llamaba «hijos de puta» a los votantes del PP. O cuando la que probablemente ha sido la ministra menos formada de Occidente ha llamado al novio de Ayuso el «novio de la muerte».

Hemos perdido el miedo, porque o lo perdemos ahora o nos pasaremos el resto de nuestra vida preguntándonos cómo pudimos convertirnos en Venezuela o Corea del Norte nosotros, que estuvimos a punto de volver a ser un país de ciudadanos.

¿Y si España sobrevive?

No se preocupen; no se trata de un rapto de optimismo sino de una mera hipótesis.

¿Qué ocurriría si las instituciones que nos dio la transición demostraran ser lo suficientemente fuertes como para soportar las embestidas de este Narciso alucinado y su reata de palmeros?

¿No sería ese el primer momento real de legítimo orgullo desde la propia aprobación de la Constitución en el 78? Imaginen: significaría que vivimos en una democracia razonablemente fuerte y mínimamente asentada. Sería un momento de insólita serenidad (antes de que Putin nos invada, quiero decir), pero también de orgullo y confianza en la que siempre ha sido en el fondo la madre del cordero: el ordenamiento jurídico y los hombres y mujeres que velan por su cumplimiento.

No conviene llevarles la contraria

No se precipiten: a este perdonavidas no lo vamos a echar de la Moncloa jamás. Hará todo lo que esté en su mano ―ya ha empezado a hacerlo― para subvertir las reglas e instalarse definitivamente en el poder. La única solución ante un trastorno de este calibre es construir un palacio gemelo del Palacio de la Moncloa al lado del Palacio de la Moncloa e instalarlo allí hasta que Nerón y Fernando VII lo llamen a su lado. El dinero gastado en actores que hagan de ministros y perpetúen la ficción de que la dictadura ha triunfado será dinero bien invertido. No veo otra.

De ratas y barcos

No obstante lo anterior, nos hemos ganado un perverso placer, el que nos depararía el panorama político si todo saliere bien: contemplar cómo los palmeros-de-presentación-de-libro, los palmeros-diputados, los palmeros-indultados, los palmeros-Lo-País y todos los demás tipos de palmeros, perciben que esta inclinación del barco ya pasa de castaño oscuro y es mejor lanzarse por la borda en pos de la vida de náufrago que irse a pique con el invento.

Seremos malos, malísimos, pero disfrutaremos como críos escuchando a los otrora serviles lamelibranquios su retahíla de excusas: «yo no sabía»… «quién nos lo iba a decir»… «un hombre tan atractivo»…

Ya queda menos. No desesperen. Las cuadernas ya han comenzado a crujir.

¿Qué te ha hecho a ti la Gestapo?

Preguntada por Évole (se ve que le tocaba jugar en casa) sobre el sano desprecio que Ayuso siente por el comunismo, la excelente cantante y más deficitaria intelectual Ana Belén se preguntaba cándida «¿Qué le ha hecho a Ayuso el comunismo?». A primera vista el argumento implícito es tan estúpido que no merece la pena detenerse, pero estamos ante otro caso en que la estupidez oculta la maldad.

Las connotaciones de lo dicho interesan más que lo dicho en personas profundamente ideologizadas o que presumen de estarlo, y en el caso que nos ocupa a mí la frasecita me recordaba a algo. ¿A qué?

Por esas mismas fechas el dimitido entrenador del segundo equipo de Cataluña, después de volver al trigo con la conspiración judeomasónica según la cual el Madrí gana porque el segundo equipo de Cataluña no le pagaba suficiente dinero al vicepresidente de los árbitros, contestaba a un Ancelotti atónito con un «Esto no va contigo». El «esto no va contigo» a mí me recuerda al sicario que recomienda al vecino de un represaliado que cierre la puerta mientras se llevan al futuro cadáver. El mismo eco lejano de amenaza: los comunistas no nos han hecho nada… todavía.

Y entonces apareció en mi mente el mamporrero del grupo socialista y su «¿A ti qué más te da?». ¿No perciben en la chulería que le brinda a Patxi la impunidad el mismo tufillo amenazante? Puede verbalizarse de otras formas si conviene: es el tú-no-te-metas de patio de colegio, un cuidado-con-quién-vas, un ese-Steinman-no-te-conviene.

Para que el mal triunfe solo hace falta que los buenos no hagan nada, que permitan que el prójimo sufra solo porque se trata del prójimo y no de uno mismo.

Lo explica mucho mejor Martin Niemöller, el pastor luterano alemán que comenzó simpatizando con los nazis y terminó en un campo de concentración cuando le dio por pensar con la cabeza:

«Primero vinieron por los socialistas, y guardé silencio porque no era socialista.

Luego vinieron por los sindicalistas, y no hablé porque no era sindicalista.

Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque no era judío.

Luego vinieron por mí, y para entonces ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre».

Tener un gobierno con ministros comunistas no es una amenaza lejana: que los hubiera en el Gobierno que salió de las elecciones francesas del 45 fue uno de los factores que decidió a los yanquis por implementar el Plan Marshall a partir del 48.

Las dictaduras no siempre dimanan de golpes de Estado: a veces se instalan paulatinamente y desde las urnas. En España ya se ha violentado el Estado de Derecho a través de la violación de la separación de poderes y la impunidad de algunos está más que consolidada. Se dispara a fundadores de partidos políticos en el portal de su casa y se jalea el asesinato de guardias civiles. Lo mismo a nosotros el socialcomunismo sí ha empezado a hacernos algo.

El superávit de estímulos

Llevamos décadas apuntándoles a judo, natación, macramé, inglés y telequinesis. Que para algo la semana tiene cinco días.

Tienen once asignaturas, para cuyo seguimiento han de estar pendientes del correo electrónico, Classroom, Teams, Moodle, EducaMadrid y la oficina de palomas mensajeras de la diputación provincial de Teruel.

En su habitación tienen (encendidos a la vez) el dispensador de dopamina, la consola, la consola portátil, el ordenador, el ordenador portátil, el televisor, la tableta, el reloj con lucecitas y una preocupante ausencia de libros.

Por la noche, antes de acostarse, pasamos ante ellos seiscientas series y doscientas películas sin elegir ninguna, antes de terminar por poner cualquier basura televisiva de fácil consumo.

Acuden a más fiestas de cumpleaños que toda la familia Kardashian; les hacemos celebrar la comunión sin Comunión, la confirmación agnóstica y el Día del Agua.

Los apuntamos al campamento de verano, la semana blanca, la semana de color, el campus de baloncesto y la escuela de supervivencia de la familia Robinsón.

Un escalofriante porcentaje duerme una semana en casa de cada progenitor. A otros, en cambio, se lo vamos diciendo sobre la marcha. No saben en qué casa tienen el libro de Mates.

Y entonces, después de haber introducido en sus vidas toda esa miseria, tenemos la santa vergüenza de acusarlos de no saber concentrarse en una sola tarea, les ponemos en la frente una etiqueta con la palabra «trastorno» y los empastillamos.

A veces comprendo perfectamente al pavo que suelta el virus en 12 monos.

Por favor

¿Lo han notado? Está desapareciendo. Hoy me ha ocurrido dos veces: primero en un correo se me ordena: «Envíame el comentario». Unas horas después en otro se me conmina: «Cuando te responda házmelo saber». A sus órdenes, pienso yo.

Hace un tiempo yo también caí en criticar lo que podríamos llamar la manera inglesa: resultar terriblemente educado aunque por dentro uno esté sintiendo el mayor de los desprecios. Ese «How interesting!» que en realidad es un bostezo. Hoy, en cambio, cada vez envidio más la manera inglesa. Yo no me pongo en la calle con la esperanza de caerle bien al personal ni la menor necesidad de que el prójimo me resulte entrañable: yo lo que quiero es que todos seamos escrupulosamente educados. En igualdad de condiciones (tomemos por ejemplo el caso nada improbable en que le caiga a mi interlocutor como un cólico miserere) prefiero que me muestren la cortesía estricta que facilita el trato antes que el compadreo sin distancia de quien lleva treinta monedas de oro en el bolsillo.

Siendo así, ¿qué decir entonces de quien se permite el lujo de prescindir del por favor o el gracias, como si estuvieran hablando con Google o con su gato?

Tengo para mí que estos lisiados de la urbanidad son los mismos que luego van dando lecciones morales y emitiendo certificados de buenrollismo, pero a mí me hace replantearme mi posición contraria a la pena de muerte en mucha mayor medida un maleducado que cien asesinos en serie.

La literalidad

Está cundiendo la literalidad. Pantallas y conversaciones se llenan de personas queriendo decir lo que están diciendo.

Decir lo que parece que se está diciendo es un drama. Un criterio para eliminar personas, libros y películas (no físicamente, me temo) es el de comprobar que esa persona, libro o película es literal.

En El caso Winslow (ustedes sigan sin verla, que así les luce el bigote), cuando la familia protagonista ha mantenido ya un pleito que arruinaría las arcas de una familia normal, los huecos en las paredes de la casa donde una vez hubo cuadros nos dan una clave económica que sería engorrosa de explicar de otra forma: tienen el suficiente dinero como para patrocinar un contencioso al más alto nivel, pero efectivamente ese dinero se está agotando, lo que explica el deterioro de las relaciones familiares que tienen lugar entre esas paredes.

En la mejor película de Martin Scorsese, La edad de la inocencia, una mirada entre Larry Lefferts y Sillerton Jackson en la penúltima escena nos da la clave (en sentido arquitectónico) de toda la obra: Nueva York estaba en el ajo de lo que Newland consideraba una aventura supraterrena a la europea con la que se pensaba al margen y a la vez por encima de su medio. Richard E. Grant se pasa la película acribillando la reputación de todos a base de miradas, pero esta nos explica el broche que se nos viene: hasta May conocía un romance que ahora se antoja absurdo. Todos lo toleraban y lo van a dejar de tolerar, no solo porque está a punto de convertirse en un escándalo, sino porque, y aquí está la genialidad de la película, darle la espalda al supuesto amor verdadero no es solo lo mejor para la familia sino también para el propio Newland. Como todo romántico, el protagonista se ha estado comportando como un niño egoísta, y a ese niño ha llegado el momento de decirle «hasta aquí». Todo eso dice Scorsese con la mirada de Grant.

La mujer que fagocitó The Crown y la muerte del cine

Que la literalidad es letal para el arte lo prueba la destrucción de la mejor serie de los últimos años: todo iba sobre ruedas mientras los Windsor fueron un Mac Guffin. ¿A quién le iba a interesar una serie sobre la familia real británica? La serie nunca trató de lo que parecía tratar: la visita de los astronautas a Buckingham fue una excusa para hablar de la búsqueda del sentido, el ocaso de Alicia de Battenberg trataba en realidad sobre la fe.

Pero entonces llegó ella, la mujer que fagocitaba todo lo que miraba oblicuamente. Desde la primera aparición de lady Diana Spencer la serie se convirtió en un biopic, en una tediosa sucesión de noticias antiguas.

Pero si el biopic anuncia el tedio del documental (el documental es tedioso pero nutricio), la que nos ha colado la difunta industria cinematográfica estadounidense durante las últimas décadas es de traca. Como si la literalidad imperante no fuera suficiente, un subgénero ha venido a mejorar la fórmula: las películas de gente con mallas (dice Jason Statham que no le apetece ponerse un disfraz con capa y mallas).

Hartos de decir lo que parecen querer decir (¿se puede opinar ya que películas como No es país para viejos son solo un bodrio vacuo?), los yanquis han sublimado el culto a la nada: han aprendido a decir menos de lo que parecen querer decir. Han aprendido a no decir nada y que la gente pague por verlo.

La maravilla del cine de superhéroes no es que los seres humanos se dejen sus dineros en ver cine mediocre: la maravilla es que salgan a la calle, con el peligro que eso conlleva, y paguen gustosamente la entrada para ver una película que no existe.

Dice también Statham: «Puedo coger a mi abuela y ponerle una capa. Ellos la colocan en un croma, y tienen a varios dobles entrando y llevando a cabo toda la acción. Cualquiera lo puede hacer». La nada de Marvel trasciende la literalidad en dos sentidos: no significan nada, ni siquiera lo obvio, pero es que además no existen. El croma es quizá la mejor metáfora de lo que le estamos haciendo a la cultura: llevamos años mirando una tela verde, una perfecta e hipnótica superficie de nada.

P. S.: En la imagen, una carta cifrada por Carlos V en 1546.

Gormenghast y Retratos imaginarios

Si España no estuviera culturalmente muerta (ver últimos Planeta y Tusquets), lo que Ático de los Libros ha hecho con Titus Groan y Ediciones 98 con Retratos imaginarios hace solo un mes debería ocupar algún sitio en algún lugar, porque es una noticia estupenda.

Dos casos distintos

Titus Groan es la primera parte de la trilogía de Gormenghast, del autor británico Mervyn Peake. Es trilogía porque el bueno de Mervyn se murió, pero tanto la obra como el genio de Peake daban e iban a dar para mucho más.

Gormenghast pertenece a un género de novela en el que solo está Gormenghast. Gótica sin ser lúgubre, paródica sin ser cómica, fantástica sin tener un solo elemento mágico o sobrenatural, medieval y victoriana a un tiempo, frisando el realismo mágico sin impostar su cotidianeidad… Aquí ya se ha dicho que Harold Bloom la incluyó en su canon como no hizo con El Señor de los Anillos, novela con la que por cierto se la compara y con la que no tiene nada que ver. La obra cumbre de Tolkien está enraizada en la cultura germánica y se proyecta hacia el presente: Gormenghast solo lo está estéticamente. Por lo demás, es solo Gormenghast.

En español, hasta ahora solo cabía buscar la edición de Minotauro de 2003 a precios estrafalarios. Se podía y puede acudir a la versión inglesa, claro, en una edición sensacional con dibujos del autor (era además dibujante y poeta), pero hay que hacerlo con precaución; el libro no es de una acción frenética y el inglés, a no ser que ser que sea usted bilingüe, siempre ralentiza las cosas.

Walter Pater

En esa parte de mi cerebro de la que no hablo con mis amigotes está la verdad: que yo no he vuelto a leer en estos 25 años un libro como Mario el epicúreo. No es el extraordinario conocimiento de Pater de la vida romana del siglo II después de Cristo ni su originalidad como novela sin apenas personajes, sin apenas acción y casi fuera del tiempo y del espacio. Es su morosa delectación, su savia puramente espiritual y filosófica, su pulquérrimo sentido de la estética.

Pues bien; tampoco había vuelto a encontrar otra obra de ficción de Pater en español hasta que el pasado mes de octubre me tropecé con Retratos imaginarios, cuatro relatos cortos en los que el historiador del arte inglés nos lleva a tiempos de Watteau (el único personaje real), la Champaña medieval, la Holanda del XVII y la Alemania inmediatamente anterior al neoclasicismo. El librito no es Mario, claro, pero el tercero de sus relatos es una obra maestra. Otro libro para leer con pausa, otro libro que volverá a abrir para nosotros un sentido de la cadencia que perdimos hace décadas con este frenético caminar hacia ningún sitio.

P. S.: Ático de los libros ha vuelto a traducir Titus Groan (Rosa González y el tolkieniano Luis Doménech), mientras que Ediciones 98 conserva la traducción de 1942 de José Farrán y Mayoral. Demasiadas comas.

Dar las cosas por sentadas

Por esto éramos tan pesados con el asunto de educar a personas para crear ciudadanos. En lo individual, a mí como si el prójimo no quiere aprender a hablar y pasa su vida gruñendo (que alguno hay, no crean).

Pero el caso es que vivimos en sociedad, y la calidad de nuestra vida depende de la educación de los demás. Porque los demás terminan por votar, y la experiencia demuestra que votar a un tirano entra dentro de las posibilidades del español medio.

Y es que lo primero que dimos por supuesto fue la educación: hagamos lo que hagamos, habrá una serie de conocimientos comunes a todos. Pues no. Todos los gobiernos de la democracia han permitido que se recorriera el siniestro camino de la ignorancia: hoy ningún adolescente lee el periódico y la mayoría no lo entendería si lo hiciera.

Y es que resulta que para defender el Estado de Derecho hay que saber lo que es un Estado de Derecho. Pero ahora mismo es tarde para eso.

¿Qué hacer?

Las cosas se solucionan desde la raíz, pero estamos en una situación de emergencia que reclama que seamos prácticos. ¿Qué hacer, entonces?

Podemos agrupar a los que siguen apoyando al tirano en tres grupos: ignorantes (menores de 30 años y cuñados en general), paniaguados (como Miguel Rellán) y marxistas (como Yolanda Díaz). En realidad podemos meter a Tenacillas en los tres grupos, pero así queda más claro.

Con los dos últimos grupos no hay nada que hacer. Unos están demasiado apesebrados como para levantar la cabeza del comedero y los segundos están podridos de odio.

Nos quedan entonces los ignorantes. Aquellos que no saben lo que significó el siglo XVIII en política y/o que piensan que Montesquieu es el nombre de un mosquetero. Y ahí tenemos una labor que hacer, una labor didáctica que puede hacerse con calma pero, me temo, también con prisa.

Porque igual que hay Leguinas y Redondos, hay en su entorno de usted personas buenas y equivocadas, personas que si comprenden que sin Estado de Derecho ni separación de poderes esto es básicamente la Edad Media, la Alemania nazi o la URSS estalinista probablemente experimenten la furia del converso y se transformen a su vez en focos de razón. No olviden que no hace tanto (2016) el PSOE, antes de pudrirse por completo, intentó poner coto al tirano.

Así que la próxima vez que en animada reunión familiar o social alguien rebuzne, en lugar de rasgarse las vestiduras y entrar al trapo, compruebe primero si el rebuznante es recuperable y, de ser así, comience una historia con palabras muy sencillitas sobre unos tipos muy leídos que decidieron que las monarquías absolutistas quizá no fueran una buena idea porque…

P. S.: Sobre la ausencia de educación: el paradigma de la demonización de la memoria es desde hace décadas la lista de reyes godos. ¿Para qué aprenderse la lista de reyes godos?, preguntaban los neopedagogos. Para proveer al imaginario colectivo de un pasado común, de una memoria de comunidad.

P. S.: Eduquemos, pero sin abandonar la calle. Tenemos razón, y posiblemente seamos más.