Sergio C. Yáñez nació en Madrid en 1977. Es licenciado en Ciencias Políticas y Sociología, tiene un máster universitario en Política y Democracia y es doctor en Arquitectura. Asimismo ha realizado un máster en Edición. Es profesor en el Aula Hospitalaria de la Unidad de Hematología y Oncología Pediátrica del Hospital Universitario HM Montepríncipe y enseña Lengua, Literatura y su Didáctica en la Universidad Francisco de Vitoria. También ha colaborado con el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Es el autor de la novela La mano y del libro de relatos Púgil con bombín, ambos publicados por la editorial Alhulia, y participó en la colección de relatos Amores canallas, publicado por la editorial Sial Pigmalión.
Vaya por delante que lo único que hizo la RAE hace unas semanas fue reformular el texto en el que se explica la norma sobre la tilde en el adverbio solo. Lástima: se perdió otra ocasión para erradicarla por completo, incluso en casos de supuesta confusión. Verán:
Si regalamos a Esteban un volante, ¿Esteban juega al bádminton o es piloto de carreras?
Si Lucas pidió todos los platos y, finalmente, vino; ¿pidió la bebida después de la comida o se acercó a nuestra mesa a saludarnos?
Si Obdulia es atleta y su carrera quedó arruinada por un segundo, ¿su declive lo propició una plata o fue por la sexagésima parte de un minuto?
¿Entonces? ¿Qué hacemos, le ponemos tilde a todos los pares de palabras homógrafas? La tilde en sólo no solo no cumple ninguno de los criterios generales de la tilde diacrítica (ni es monosílabo ni ninguna de sus formas es átona), sino que atenta contra el principio de economía y normalización que la RAE aplica desde hace décadas y que está consiguiendo una coherencia total en la acentuación de las palabras: conociendo las sencillas normas de acentuación del español es imposible ignorar cómo se pronuncia una palabra, lo que no tiene parangón en los idiomas de nuestro entorno.
Pero héteme aquí que ciertos académicos, entre los que se encuentran algunos escritores, tratan de enmendarle la plana a los lexicógrafos en el asunto del sólo. Parece ser que el argumento pueril que identifica menos tildes con una relajación ortográfica tiene más de uno y más de dos valedores; entiendo que a los nostálgicos también les parecería mal que la preposición á, el verbo fué o el sustantivo guión la perdieran en 1911, 1959 y 2010 respectivamente.
Sería revelador comprobar la escabrosa ortografía de los manuscritos que algunos de esos escritores depositan sobre la mesa de los correctores ortotipográficos y, por otra parte, sería estupendo que dedicaran su tiempo a aspectos más urgentes y que les conciernen más, como dar una alternativa a los videojueguiles farmear, grindear, streamear, respawnear y otras decenas de palabras que están arruinando el español de niños y adolescentes.
A ver, en parte te entendemos. Los jugadores de fútbol hacen eso, jugar, y ser tan tan bueno y habitar el banquillo con tanta regularidad debe de resultar incómodo. Nadie debería mostrarse desagradecido si decides irte, pero eso no debería llevarnos a conclusiones precipitadas. Sobre todo a ti.
En determinadas circunstancias es difícil ver las cosas con perspectiva, especialmente si uno se siente dolido. Pero alguien tiene que decirte lo que te estás jugando: convertirte en una leyenda indiscutible del Real Madrid. Una leyenda, insisto, del Real Madrid. Para mí y otros como yo (con un gusto refinado, se entiende) ya lo eres, ojo: lo certificaste cuando en la pasada Champions (una de tantas y a la vez una Copa de Europa única), mientras el crono se desangraba y los pseudomadridistas se iban del estadio porque el City nos sacaba dos goles, pronunciaste ante los más jóvenes el resumen más depurado de 120 años de historia, una clase magistral de madridismo: «Se confía hasta el final», sentenciaste con la templanza que solo atesoran los héroes y los hombres honrados. Con solo esa premisa en las alforjas podría un novato triunfar en Chamartín.
Pero hasta en la leyenda hay grados, y si te quedas ganarías el derecho a brindar en el Valhalla con Monjardín, Quesada, Zárraga, Camacho, Chendo y Sanchís; aquellos que nunca defendieron otra camiseta. Algo de lo que ni un tal Santiago Bernabéu puede presumir, porque en 1920 se rebotó con el club de nuestros amores y jugó un partido con el Athletic Club, precursor del Atleti.
Nunca te irías por dinero porque en ese caso ya te habrías ido, y si te vas por orgullo igual te vamos a seguir queriendo, pero si te quedas contaremos a nuestros nietos que vimos jugar a Nacho Fernández, como quien cuenta cómo Sigfrido mató al dragón o quién era Héctor, hijo de Príamo, y les podremos decir no solo que siempre rayabas en la perfección, sino que eras más madridista que la corona del escudo.
En algún momento de los años 70, mientras los miembros del equipo de rugby de cualquier escuela universitaria «salían a correr» (y esa gente corre como salvajes) con una camiseta de la panadería de su pueblo, algún moderno con la necesidad de resultar interesante pensó en que lo que había que hacer era «footing». Hacer footing era muy parecido a salir a correr, pero mucho más sofisticado.
En los 90, cuando hacer footing había perdido el oropel de lo moderno por razón de antigüedad, los innovadores de turno decidieron decantarse por el jogging. Como sin duda imaginan, hacer jogging es muy parecido a salir a correr, pero a la vez fácilmente distinguible: los que practicaban jogging llevaban auriculares, todavía de cable, y estiraban de forma ostentosa en los semáforos para lucir las Naiki (si hacías jogging decías Naiki) fosforitas.
Diez años más tarde, cansados del jogging, sus practicantes se entregaron al running o, de forma más literal, «le pegaron al running». Como a estas alturas ya habrán adivinado, el running es terriblemente parecido a salir a correr, con la diferencia de que cuando el runner ya se ha bebido litro y medio de Aquarius para reponer electrolitos y ha subido una story con un mapa de su itinerario, los miembros del equipo de rugby de cualquier escuela universitaria española siguen corriendo con la camiseta de la panadería del pueblo y una coquillera de cuero repujado. Siguen corriendo, me refiero, desde el año 73.
Ese anhelo por parecer sofisticado que tan bien conoce Pantomima Full («Sal de tu zona de confort», «Chicos, ya está la quinoa») es inocuo cuando alguien decide salir a correr de forma glamurosa, pero resulta fatal y/o grotesco en otras actividades humanas. Abran LinkedIn y sabrán a qué me refiero, aunque aquí hemos venido a hablar de educación.
Verán. Si no están familiarizados con los congresos, seminarios o jornadas sobre educación, podrían pensar que tienen algún contenido real. Al fin y al cabo, cuando uno va a un restaurante espera comer. Uno podría pensar que en una charla sobre educación se va a hablar sobre educación, por ejemplo, sobre cómo enseñar de forma eficaz el complemento de régimen verbal, o la importancia de la modernidad para los estudiantes de Secundaria, o la posibilidad de apoyarse en el cálculo de operaciones combinadas para enseñar sintaxis. El milagro que supone la mano derecha del David de Miguel Ángel (y la izquierda, ya que estamos y parafraseando a Hugh Grant). La relación de los prerrafaelitas con la literatura medieval y su inmensa utilidad para estimular la imaginación de los adolescentes…
Contenido, en fin. Sustancia, busilis. Solomillo Wellington.
Naranjas de la China. Los congresos educativos versan sobre liderazgo educativo o pedagogía emocional. Tienen por nombre «Seamos creativos» o «Lo que construimos unos en los otros». Blablablá. Uno se llama Innovagogía, se lo prometo. La innovagogía salvará al mundo. Cada vez que contemplo casi con ternura uno de estos intentos por parecer sofisticado pienso en la escasa utilidad de la muerte de Sócrates, azote de farsantes, que conocía y denostaba esta tendencia tan humana (y tan antigua) a parecer moderno arrinconando el verdadero conocimiento.
Todo esto se quedaría en anécdota si no fuera porque está estrechamente relacionado con una realidad mucho menos jocosa: los alumnos de Bachillerato españoles no saben leer. Como suena: los alumnos de Bachillerato no saben leer. Están alfabetizados: saben transformar los signos en sonidos (con dificultad), pero no tienen literacidad: no pueden transformar un texto en conocimiento. Pregunten en la universidad y prepárense a sufrir.
Imagínense entrando en un restaurante donde se les habla de la decoración, los manteles y la comodidad de las sillas. Con una gusa tremenda, contemplan como el camarero les recita un panegírico sobre la langosta europea y les presenta un plato vacío (de la mejor porcelana). Ese mismo vaciamiento ocurre en los colegios, con la aquiescencia de quien no pone el grito en el cielo. Pero no teman, porque estamos empezando a ponerlo, no somos pocos y además somos mejores.
Ellos son más, eso sí, y tienen la ventaja de remar a favor de corriente; el conocimiento sin conocimiento, esta educación de cáscara vacía es lo más coherente con un mundo donde ya existe la producción sin producción (el mercado financiero), la comunicación sin comunicación (las redes sociales) y el cine sin cine (CGI). Cuánta razón tenía McLuhan.
—Que alguien me devuelva a Baker Street.
Está por venir el tiempo en que mandaremos al empoderamiento, la resiliencia y la disrupción allá donde reposan el footing y el jogging, porque el último en parecer sofisticado es el primero en hacer el ridículo.
Se trata, por tanto, de comenzar por algo sencillo, como llamar a las cosas por su nombre. Llamar, por ejemplo, ignorancia a la ignorancia, y al coach cantamañanas. Anunciar el advenimiento de una Nueva Ilustración.
P. S.: La imagen corresponde a Luz de luna, invierno, de Rockwell Kent. Recuerden que existe una edición de Moby Dick (ese libro que a Lo País le resulta innecesario) ilustrada por él.
«Durante el primer cuarto del siglo XXI una adicción desconocida se apoderó de la práctica totalidad de la Humanidad. Como en otras adicciones previas y ya identificadas, sus víctimas se creían a salvo. «Yo controlo», se decían. Como con el opio en la China del XIX o con la cocaína a principios del XX, el enemigo fue sibilino, e incluso estuvo bien visto, hasta que sus efectos catastróficos fueron demasiado notorios.
¿Cómo pudo extenderse con tal velocidad una adicción tan letal en sociedades supuestamente avanzadas?
Las organizaciones ya sabían los beneficios que la adicción genera. La adicción es la fidelización definitiva; no hay mejor cliente que el cliente zombi. Lo sabían las organizaciones ilegales en la Colombia de Escobar y lo sabían las organizaciones legales en la California de Cupertino.
Con ese conocimiento, estas últimas diseñaron un dispositivo electrónico portátil capaz de hacer que el cerebro de sus clientes liberara grandes cantidades de un neurotransmisor llamado dopamina, que les proporcionaba unos segundos de placer tan volátil como deseable. Las dosis podían repetirse indefinidamente, lo que llevó a que en los Estados Unidos de 2022, por ejemplo, un adolescente medio pasara 7 horas y 22 minutos al día administrándose dopamina. El 46 % del tiempo que pasaban despiertos.
Respecto a otros modelos de negocio basados en adicciones, como el tabaco o la cocaína, los dispensadores de dopamina presentaban varias ventajas incomparables, que resumiremos en dos: los dispensadores de dopamina eran legales y, sobre todo, los dispensadores de dopamina no mataban a sus clientes. No hace falta tener una visión empresarial muy desarrollada para conocer la ventaja de no matar a los propios clientes.
¿Cómo lograron las corporaciones meter en el bolsillo de cada ciudadano el que era sin duda el peor dispositivo audiovisual de los últimos 50 años? En primer lugar, para hacer los dispensadores más sofisticados y sexis, las corporaciones sustituyeron el término «electrónica» por el de «tecnología», concepto con mucha más pegada a pesar de abarcar un campo mucho más amplio que el de la electrónica. Con el cambio de siglo se desligó la noción de conocimiento (saber escribir a mano, saber construir un violín) de la de tecnología. Solo lo material era tecnológico. Solo lo electrónico era tecnológico.
Esa fantasmagoría, esa veladura ocultaba una mucho más perniciosa. Lo que las corporaciones autodenominadas tecnológicas estaban vendiendo ni siquiera era de naturaleza electrónica, sino química. Estaban vendiendo chutes de dopamina, pero la doble cortina de humo evitaba que lo pareciera.
En segundo lugar, se dieron la mano con algo llamado «redes sociales», lugares inexistentes vacíos de contenido, información o contacto humano, pero con la apariencia de proporcionar a los adictos contenido, información y contacto humano.
¿Cómo terminó la crisis de la dopamina? Los momentos más duros fueron pasando precisamente cuando la farsa tecnológica se fue desvelando, cuando el aparato físico en que consistía el dispensador de dopamina dejó de significar sofisticación tecnológica y comenzó a ser visto como lo que era en realidad: sumisión química. Una vez perdido el sex appeal el negocio se vino abajo como un castillo de naipes y sus víctimas comenzaron a verse como adictos y no como consumidores sofisticados. Súbitamente comprar un dispensador de dopamina a un adolescente comenzó a estar tan mal visto como regalarle un cartón de tabaco o un gramo de cocaína, y la tormenta se fue tan rápido como había llegado».
Siempre está la oportunidad de ser precisos: no dice «un mal juego» porque no lo es. Elden Ring es un buen juego, uno muy bueno. Pero el tipo que lo ha hecho, Hidetaka Miyazaki, es el mismo que firmó Dark Souls y Bloodborne. Y un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Esa es la primera razón.
Porque existen Dark Souls y Bloodborne
El amor tiene algo de excluyente. Los Soulsborne son una joya, y nadie que haya caído en sus redes vuelve a mirar igual a los demás videojuegos. Así es el amor.
Nunca olvidaremos la primera vez que llegamos a Anor Londo, o el primer paseo por Yharnam (siempre nos quedará Yharnam). El secreto de esos momentos comparte algo con la lectura de Bastian en el desván o la vuelta a Bolsón Cerrado: nunca nadie podrá hacernos creer que no estuvimos allí en piel y hueso.
Como videojuegos, tanto Dark Souls como Bloodborne tienen mil virtudes, pero lo que los sitúa a otro nivel, como a las buenas novelas, es su capacidad de sacarnos por unas horas de la realidad y hacernos vivir otra vida.
Jugamos por el crujido de la madera, por el viento entre los árboles. Por momentos perfectamente afinados que cumplen su objetivo. Por una música que suele casi siempre anunciar catástrofes, pero que a veces nos proporciona un remanso de paz en los pocos lugares donde sentirse a salvo. Por una historia que nadie nos cuenta y que solo atisbamos, pero que sabemos que está ahí, que proporciona un marco, un fondo denso, que garantiza nada menos que la credibilidad del mundo.
Los Soulsborne son tan buenos que cualquier juego que se empieza después tiene algo de frustración. De ojalá fuera tan bueno. Incluido Sekiro. Incluido Elden Ring.
Dark Souls nos envía directamente a Willow, Legend, El Cristal Oscuro, Marcabrú, Tolkien, Gormenghast (el ático de Fuchsia es puro Miyazaki), Doneval y el ciclo artúrico. Por su parte Bloodborne edifica ante nuestros ojos las locuras de Robert Chambers; los fantasmas de M. R. James; Drácula; el horror cósmico de Lovecraft y William H. Hodgson; el aire viciado de El sótano de la peste, de Stevenson. Poe. Dickens.
Sé que parece que exagero. Acompáñenme; nos vamos a Londres.
La anterior es la réplica de una bomba de agua situada muy cerca de su emplazamiento original, en la calle Broadwick de la capital inglesa. No es una bomba cualquiera; gracias a ella el anestesista y epidemiólogo John Snow demostró que el cólera que hacía estragos en Londres a mediados del XIX se contagiaba a través del agua y no del aire como se pensaba hasta entonces (por supuesto, la comunidad científica recibió el descubrimiento entre chanzas y cuchufletas, pero esto es arena de otro costal). Ahora vamos a Yharnam.
A la derecha. Sí, es la misma. Y no, no todas las bombas del XIX eran iguales. Sigamos investigando. ¿Se han fijado en la placa que se puede ver en la primera foto? Veámosla de cerca.
«determinó que el cólera es una enfermedad transmitida por el agua». Water borne. En Bloodborne la locura se transmite a través de la sangre. Blood borne.
No esperen ese grado de detalle en la ambientación de Elden Ring. Ni ese grado ni ningún grado. A cambio podemos viajar a lomos de un caballo con cara de teleñeco, lo que nos lleva al siguiente problema.
Por el mundo abierto
Le teníamos al mundo abierto más miedo que a un nublao, y teníamos razón. En los juegos anteriores jugar era sufrir. Cada paso escondía la certeza de la muerte. Jugar cansaba. Jugar era afrontar las propias limitaciones. Solo mejorando podía superarse cada zona. No había escapatoria hasta que, gracias a un maravilloso diseño de niveles, se activaba un ascensor, se abría una puerta o se descolgaba una escalera. Ese sufrimiento, ese jugar en permanente tensión, ese cansancio era una componente esencial para vivir en primera persona el viaje del héroe. Todo estaba peligrosamente preparado, todo estaba al servicio del objetivo último: pasarlo bien pasándolo mal.
En cambio, Elden Ring no solo permite darle la espalda a las dificultades insalvables yendo a otro lugar del mapa sino que entre cenizas e invocaciones es posible darle esquinazo a la dificultad, la superación y el tesón. Sí, Elden Ring es más fácil, mucho más fácil, y por ello la satisfacción de superar cada escollo es mucho menor.
Esa voluntad de hacer el juego más comercial tiene su impacto en la dirección de arte: más allá de que el juego sea verde y beis, como las películas de hace 20 años, la música es menos opresiva, las armaduras son más barrocas y los castillos ya no dan miedo. Con lo romántico que era sentirse miserable.
Por el mundo abierto (II)
Sí, me repito, pero veámoslo ahora desde el otro lado. Es muy difícil explicárselo a alguien que no los haya jugado, pero tanto Dark Souls como Bloodborne consiguen que repetir una y otra vez la misma tarea hasta que deja de parecer imposible primero y comienza a convertirse en un objetivo realista después (y es un proceso que puede durar messes) se convierta en una experiencia que trasciende los videojuegos. Los Soulsborne no son muy difíciles en un sentido cuantitativo, es decir, alcanzado una puntuación muy alta en una cierta escala de la dificultad. Es que son desesperantes. Prácticamente imposibles de terminar sin una atención plena o la ayuda de otros jugadores: a menudo es imposible encontrar el camino. No es un Soulsborne si no hace llorar a un adulto emocionalmente estable. Elden Ring es un juego difícil, no crean. Pero no haría gimotear ni a Roger Federer.
Por la poesía
Porque estamos hablando de amor. Los cuatro Soulsborne (tres Dark Souls más Bloodborne) son para el abajo firmante los mejores juegos de la historia. Y no lo son solo por todo lo anterior. En la balanza pesa mucho más que a veces, al recorrer por enésima vez un corredor que nos está amargando la vida, la armadura empieza a pesar y se comprende lo que es enfrentarse a la muerte por obligación, como los héroes de verdad.
A veces, tras acabar con un jefe tan difícil que se había convertido en un trabajo a tiempo parcial, de repente se hace el silencio y solo se escucha nuestra respiración bajo el yelmo. Y se comprende el sentido del amanecer que despunta en el horizonte (Praise the Sun!) y se echa de menos a los amigos que cayeron, o que matamos por error…
A veces, cuando se espera el golpe fatal, aparece un reducto de paz, y la música se serena y nos anima a pensar que quizá veamos un día más. Pero también que es el momento de seguir el camino.
Puede que me haya quedado sordo o ciego, pero no he visto nada de eso en Elden Ring. La música no me ha estremecido y, por mucho que he buscado, no he visto a los caballeros de la mesa redonda ni me ha maravillado ninguno de sus dragones.
No me malinterpreten, insisto, Elden Ring está pulido, enfoca el mundo abierto con acierto y tiene combates espectaculares. Es solo… que no es lo que podía haber sido. Que está hecho para gustar a todos, y al parecer lo ha hecho, pero por eso mismo no creo que haya atravesado el corazón de nadie.
Tengo la total certeza de que Poe, de estar vivo, se pasaría las horas jugando a Bloodborne. Tengo muchas más dudas con Elden Ring, con sus minijefes repetidos y su inmersión a medio gas. Con su música desganada. Con la sensación de sí-pero-no, de quizá-ahora-llegue-lo-bueno. De qué ganas tengo de volver a Anor Londo. De que, afortunadamente, siempre nos quedará Yharnam.
Existe en nosotros el ansia de lo medieval. Siempre estuvo ahí, pero durante la última década lo medieval se antoja imprescindible. La imagen de la Edad Media que ha llegado hasta nosotros puede ayudarnos en un puñado de cosas: entre ellas, la gestión del tiempo y la necesidad de fama.
Las cifras dicen que la vida humana es mucho más larga ahora que hace mil años, más o menos el doble. Las cifras mienten. Ustedes, san Agustín, Husserl y yo sabemos que más importante que la duración objetiva de las cosas es la duración subjetiva. Que una tarde mirando el perfil de la montaña dura mil veces más (aprox.) que una tarde mirando el móvil. Esa lentitud, ese desgranar la vida sin prisa tiene otro nombre: serenidad.
Pero es que además se nos impone la necesidad de la fama. Por si el día no fuera ya lo suficientemente corto, la fantasmagoría de cuidar nuestras redes sociales para alcanzar mayor difusión nos permite participar engañosamente del anhelo por excelencia desde la segunda mitad del siglo XX: ser famoso. El artista/artesano medieval desprecia la fama: el sentido último de lo que hace es lo que hace. He ahí una de las recetas de la felicidad.
Esa ansia de lo medieval hace que siempre terminemos por volver a Tolkien y su fantasía legendaria. A Wagner y su fantasía legendaria. A su vez, hace que Wagner y Tolkien miraran a la Edad Media para sus obras maestras. A su vez, hace que los pueblos europeos vuelvan sus ojos a la Edad Media para establecer sus mitos fundacionales. Arturo, Sigfrido, Beowulf, Roldán.
Esa búsqueda a veces produce hallazgos de importancia vital (Los Nibelungos, de Fritz Lang). Otras no dan la talla, en cambio, o aciertan el tiro pero no exprimen del todo el busilis medieval. Pues bien; existe una pequeña joya para la que no estábamos preparados: Sir Gawain y el caballero Verde, un poema inglés del siglo XIV sobre la llegada a Camelot de un extraño caballero vestido de verde y los desvelos que le provocará a sir Gawain, sobrino y paladín del rey Arturo.
Fue precisamente Tolkien quien la rescató, hasta el punto de editarla (y es esa edición la considerada canon), pero como no vamos a mejorar las palabras de Luis Alberto de Cuenca al respeto, dejemos que hable él mismo:
«Movimiento, color, viveza en los detalles: son las características fundamentales del autor de Gawain, que demuestra un ingenio y una agudeza poco comunes, además de un finísimo sentido del humor.
[…]
Todo tiene el calor y la vida de la experiencia y la complicidad. Los paisajes, la atmósfera, los sonidos. Todo se inscribe en el relato con una enorme libertad que racionaliza el prodigio y da un rostro a la maravilla».
Ningún relato de origen o ambientación medieval que servidor haya leído satisface tanto las espectativas como Sir Gawain y el Caballero Verde. Es relato de chimenea, de abandono del mundo y sus desdichas y zambullida en la única felicidad verdadera, la que proporciona la literatura.
Alguien más ha debido de fijarse en los últimos tiempo en el relato anónimo, pues en 2021 el estadounidense David Lowery escribió, produjo y dirigió El caballero verde, una cinta rodada según el método postmoderno de resultar críptico para aparentar ser profundo. Un bodrio, en otras palabras, y para más inri todo lo contrario de la gozosa sencillez del relato original. Ni la Vikander se salva.
Mención aparte merece la versión homónima de 1984, de esa época en que Sean Connery aparecía en cuanto proyecto disparatado se le pusiera a tiro. Observen:
Sí, lleva acebo en la cabeza. Es Sean Connery y puede ponerse lo que quiera
La película está protagonizada por un Miles O’Keeffe disfrazado de He-Man a quien resulta muy difícil perdonar, y aunque es un disparate en sí misma yo volvería a intentar verla sin dormirme antes que revisitar el pretencioso pestiño de Lowery.
Alianza acaba de reimprimir Sir Gawain (2021), y hay una edición escolar de Siruela de la que no puedo responder. Pero si este invierno les asalta la nostalgia del cuerno de caza y la mística de lo artúrico no lo duden: el genio que pergeñó nada menos que «el mejor texto artúrico inglés» no va a decepcionarlos.
P. S.: La joya que abre esta entrada es El último sueño de Arturo en Avalon, de Edward Burne-Jones.
… que de mis enemigos ya me libro yo. Nada es más peligroso que un falso amigo, y no solo al aprender idiomas.
No sé si han visto últimamente alguna serie del oligopolio audiovisual que nos aqueja. Yo estoy aguantando como un titán la soporífera Los anillos de poder, por ejemplo. Pero da igual, vean la que vean lo más probable es que el reparto se parezca más o menos a esto:
cosa que en una serie histórica me parece confuso pero en una fantástica podría ser razonable, pues se elige entre los actores disponibles y nuestras sociedades ya no serán nunca de un solo color. Tampoco me parece mal el teatro kabuki ni el noh, donde los hombres hacen de mujeres (me temo que la cultura woke detesta estas últimas opciones, pero por eso yo soy liberal y ellos no). Que actores no caucásicos interpreten papeles caucásicos no me molestaba en Mucho ruido y pocas nueces y no me molesta ahora.
A no ser que…
Andaba yo pensando en estos términos el otro día (supongo que viendo la citada serie; hay que ponerse a verla siempre pensando en algo para no dormirse) cuando elucubré lo siguiente, porque ya saben que servidor es bastante malpensado.
J. R. R. Tolkien era un escritor blanquito y anglosajón que para proveer a Inglaterra de mitos fundacionales tiró de tradición germánica, más o menos como hizo Wagner en El anillo del nibelungo. No solo lo consiguió sino que nos proporcionó la que es, sin discusión, la obra fantástica más acabada de la literatura del XX (y se lo dice alguien que se está leyendo la trilogía de Gormenghast, de Mervyn Peake, a la que Bloom sí metió en su canon como no hizo con Tolkien). El Señor de los Anillos es culturalmente centroeuropea y por tanto occidental. Es, por muchos motivos que resulta imposible desgranar aquí, pero que atañen a su adscripción medieval, la caracterización de sus criaturas y su profundísimo lore, profundamente occidental.
Dicen los totalitarios, entre los que se encuentra la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, que hay que poner en las películas personas de diferentes razas porque si no eres racista. Pero yo digo lo siguiente:
¿No hay una suerte de imperialismo cultural en coger las leyendas europeas e imponerlas desde una posición económica de dominio y dándole al asunto la apariencia racial de que esas leyendas son de todos?
¿Quiere Amazon demostrar su multiculturalismo? Excelente. Que coja el Ramayana indio y le meta 10 temporadas, y que empotre a actores blancos en papeles no protagonistas, si no queda demasiado ridículo.
¿O por qué no coge Netflix la versión de la epopeya Mwindo, de los banyanga congoleños, transcrita por Kahombo Mateene y Daniel Byebuick y hacen una miniserie? ¿No tiene algo de neocolonialismo maquillar las sagas germánicas (germánicas, precisamente, lo que tiene su aquel) de multiculturalismo antes que rescatar y dar voz a las sagas de los demás?
Conviene ir por el mundo con los ojos bien abiertos, sobre todo ante iluminados y vendedores de crecepelo. Con determinada gente el único texto importante se escribe solo entre líneas.
P. S.: Tengo por ver el último capítulo de Los anillos de poder. Si mantiene las cotas de aburrimiento de los anteriores, lo que tendría cierto mérito, igual dedicamos una entrada a por qué cuando tu única preocupación es no pronunciarte ni decantarte ni ofender a nadie acabas por resultar soporífero.
Uno de los lugares comunes de las instituciones y los medios de comunicación al tratar la cuestión de los niños y adolescentes enfermos es el de convertirlos en superhéroes. Seguramente con buena voluntad y la intención de ayudarlos, la «lucha contra una cruel enfermedad», es decir, seguir un tratamiento contra el cáncer, se disfraza de fantasía y se le vende al niño como un acto de magia, una batalla que se ganará con superpoderes.
Pero la buena voluntad no convierte un error en un acierto. ¿Por qué es un error?
Porque el objetivo es normalizar
Desde el mismo instante en que a un niño o adolescente se le diagnostica de cáncer, un equipo de oncólogas, enfermeras, auxiliares, voluntarios, fisioterapeutas y profesores, entre otros, se ponen a trabajar hombro con hombro con un objetivo común: curar la enfermedad.
Pero ese «curar la enfermedad» no puede ser ya sacar el cáncer de su vida sin preocuparse de nada más: se trata también de eliminar sus secuelas hasta donde sea posible.
No estaríamos haciendo bien nuestro trabajo si durante el tratamiento de un tumor convertimos al niño en alguien especial. No tiene ningún sentido sustituir un problema por otro, por mucho que este sea menor que aquel.
Ese «alguien especial» presenta principalmente dos peligros: ser un protegido, es decir, alguien que se curó gracias a la providencia, o bien tener una cuenta pendiente con la vida, o sea, convertirse en un tirano porque la vida lo puso frente a una situación injusta y terrible a una edad impropia (como si la vida fuera justa en términos generales).
La cuestión, entonces, es normalizar. Hacer que el cáncer se convierta en parte de la vida del niño, que intercepte la menor cantidad posible de proyectos y en ningún caso el desarrollo de sus potencialidades. El cáncer no debe impedir que el niño o el adolescente se conviertan en la mejor versión posible de sí mismos. La experiencia no solo nos dice que es posible sino que un correcto desempeño de los profesionales de una Unidad de Oncopediatría lo convierte en habitual.
Porque el cáncer no es un supervillano
Los medios envían mensajes tan machacones que leer esto parece extraño, pero lo cierto es que el cáncer no tiene voluntad, ni es un castigo (ni una bendición, cuidado), ni mucho menos una prueba del destino. Detrás del cáncer no hay una presencia malvada, y quien ha pasado por una experiencia potencialmente traumática sabe que afrontar esa prueba sabiendo que ha sido causada por la maldad es totalmente diferente a hacerlo rodeado de otros seres humanos que nos tienden la mano, que se nos entregan simplemente por amor.
Todos compartimos el deseo y la tarea de que el cáncer deje de existir, pero eso no lo convierte en una materialización del mal. Esa visión convierte el asunto en una pelea entre dos bandos, y en esta tarea solo hay un bando. O, mejor, en esta tarea no hay bandos.
Porque cabe la posibilidad de que lo estemos haciendo por nosotros y no por ellos
Nadie quiere ser un bicho raro: estar enfermo es normal, tener superpoderes no lo es (y además es mentira). Es más que posible que en las raíces de este engaño, porque para los más pequeños puede convertirse literalmente en un engaño, esté la satisfacción de una necesidad nuestra y no suya: la de apelar a la magia para hacer de la enfermedad grave algo extraordinario «que no me puede pasar a mí». Cuanto más insistamos en esta lógica de ellos y nosotros, en ese muro entre la enfermedad real y la retocada hipocresía de las redes sociales, más capacidad de noquear tendrá el diagnóstico y más aislados se sentirán después, en un mundo de superhéroes sin poderes, de palmaditas en la espalda, de gente que cambia la voz y les habla de manera extraña.
Un niño con un tumor no se convierte en un tumor; sigue siendo un niño. Y los niños toman un bocadillo a media mañana y aprenden a multiplicar y se ríen con cierta frecuencia, porque están un poco locos, y su risa es nuestra gasolina. Pero también se les reprende cuando no trabajan, porque son niños y no «pobrecitos», y deben aprender a hacer las cosas igual o mejor que los adultos, y dentro de unos años tendrán la misión y el privilegio de cuidar a otros seres; a nosotros, por ejemplo.
Porque no hay un ellos y un nosotros: estar enfermo es una cuestión de tiempo, y ayudarnos entre todos a entenderlo eliminará una barrera que nos impide ver lo fundamental: que el ser humano es lo suficientemente extraordinario en sí mismo como para necesitar supercosas, y que su dignidad y su maravilla no dependen de nuestra arrogancia disfrazada de compasión.
Así que ya sabe, si mañana se cruza con un niño enfermo y tiene la voluntad de ayudar, haga algo extraordinario: dígale cuánto ha crecido y pregúntele qué tal las Mates.
Se nos conmina a ser políticamente correctos. Si se trata de publicar, ya sea en el ámbito académico o literario, se nos obliga a ser políticamente correctos. Veamos cuál es la estirpe de lo políticamente correcto, no vaya a ser que cuando pase esta ola nos contemplemos a nosotros mismos con vergüenza.
Uno de los everests de estudiar Políticas es comprender que la política solo es el arte (las artes, habría que decir, y malas) de llegar al gobierno y mantenerse en él. Ni la gestión ni la impartición de justicia ni la preocupación por los congéneres. Eres político si y solo si buscas el camino hacia la poltrona y la forma de no volver de ella.
Entre 1915 y 1916 los Jóvenes Turcos asesinaron a más de un millón de armenios entre purgas y deportaciones. Teniendo en cuenta que los Jóvenes Turcos (oficialmente Comité de Unión y Progreso, CUP) se mantuvieron en el poder hasta 1918 (y eso porque estaban en el bando perdedor de la Primera Guerra Mundial), puede decirse que el genocidio armenio resultó favorable a sus ambiciones, es decir, que el genocidio armenio fue políticamente correcto.
A los otomanos los vencieron los rusos. Un poco después, en la década de los 20, los bolcheviques decidieron eliminar a los cosacos. Así, como entidad. No fueron el único pueblo perseguido por los comunistas, obviamente, pero ya se ha hablado aquí del Holodomor. Puede decirse que las deportaciones, genocidios y limpiezas étnicas realizados por los comunistas ayudaron a mantenerlos en el poder. Fueron, por tanto, políticamente correctos, como políticamente correcto había sido el asesinato de Trotsky. Como lo sería el fusilamiento de Beria. Quien estuvo, por cierto, políticamente correcto al perpetrar la masacre de Katyn en 1940.
Ese Katyn es un bosque ruso, y no debe confundirse con Kathyn, una aldea bielorrusa que los nazis masacraron en 1943. Durante el siglo XX añades o cambias una letra y te encuentras una masacre. Los nazis se encarnizaron especialmente con los bielorrusos (dos millones de muertos). Los fascistas alemanes eran políticamente muy correctos: lograron una adhesión casi monolítica en apenas seis años. Culpar a los judíos de todos los males y tratar de exterminarlos también les dio réditos políticos. Como el supremacismo, el racismo y la cosificación del otro. Todo fue correcto desde el punto de vista político.
Sus aliados japoneses habían sido políticamente correctos en 1937, asesinando en Nankín a 300 000 chinos. Menos mal que los estadounidenses finiquitaron la corrección política japonesa con su propia corrección política: las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki de 6 y 9 de agosto de 1945. Desde el punto de vista político, fueron correctas. Impecables. Más de 350 000 muertos.
No solo las masacres son políticamente correctas, no crean. Algunas ideas también. El nacionalismo (soy mejor que tú por haber nacido aquí) es políticamente correcto. La mentira que me mantiene en el cargo es políticamente correcta. Indultar a los amigos es políticamente correcto. También intentar mangonear a los jueces (afortunadamente los jueces no son fáciles de mangonear). Fomentar el odio entre los ciudadanos que no piensan igual es políticamente correcto. Mantener pasarelas entre la poltrona y el consejo de una eléctrica es correctísimo.
Así que les pido que me hagan un favor: si perciben que en este blog comienza a haber signos de corrección política avísenme por tierra, mar o aire, porque lo que es correcto políticamente es un error desde cualquier otro punto de vista.
P. S.: La imagen acompaña el artículo «The American Soviet Mentality», de Izabella Tabarovsky, en la revista Tablet.
Todos tenemos o hemos tenido un amigo penoso. Dos, si son pequeños. Un ser que imagina que todas las calamidades le pasan a él. Que lo imagina y encima nos lo cuenta, que es donde está la gracia. Quedar con él es (era; aléjense de los penosos) una apuesta interna por comprobar qué calamidad lo aqueja, qué nuevo drama asola su precaria existencia.
En el mundo no hay tío más penoso que el entrenador del Barcelona Spotify. El otro día, según terminaba el amistoso contra el City, Javi Hernández abrazaba a José Guardiola y acto seguido ya estaba extendiendo los brazos denunciando una penuria o una dificultad. Parecía que se había acercado a su hermano mayor a pedirle cinco duros para un paquete de Bang Bang a la vuelta de misa. «Es que ya no venden los cigarrillos de uno en uno», se lamentaba. Guardiola sonreía, como diciendo «en un amistoso no, hombre, relájate un ratito». Luego en la rueda de prensa Hernández le tiró la de Bernardo Silva y el otro no sabía dónde meterse. «A mí qué me cuentas». Es verdad que el Pep es el padre fundador de la hermandad de la queja perpetua, pero en comparación con su discípulo más aventajado semeja un cascabel, un marinero de permiso, Júpiter tonante.
El deporte y el nacionalismo son terrenos donde se da el penoso, como en Calanda se da el melocotón o en Bilbao el condicional. Por eso en la intersección entre el nacionalismo y el fútbol, donde habitan Hernández y Guardiola, la capacidad de queja alcanza cotas de nieve. Hay que decir que ahora José sonríe más, quizá porque las reclamaciones independentistas de Escocia le son ajenas ahora que el catalán forma parte del Imperio, pero no olvidemos que fue el primer ser humano en protestar por el acierto de un árbitro. Hernández, émulo, le aguanta el tipo protagonizando una pequeña gesta: protestar por las medidas de un campo (La Cerámica) que tiene exactamente las mismas dimensiones que el Camp Nou Spotify.
Estamos en agosto y Hernández ya se ha quejado del tiempo efectivo, de la fecha de cierre del mercado y de las expectativas: «las expectativas generadas también se han pasado un poco, le hace al jugador estar más rígido».
Hablando de rigidez, servidor solo ha visto a Hernández relajado en Colón gritando «¡Viva España!» en 2010. Hay que ver la felicidad que reporta abandonarse a la pulsión centralista. Que, por otra parte, no sé cómo puede ser antiespañol un tipo que tiene aspecto lo mismo de haber luchado en Numancia contra Escipión que de limpiarte la mesa en un bar de Jaén para que juegues al dominó.
P. S.: Que el deporte alumbra tristes lo atestiguan Lopetegui (te da una arenga Lopetegui y te vas a casa a comer Häagen-Dazs abrazado al cojín), Morata, que habla para dentro, y Asensio, que si buscara las causas de su ostracismo en su interior y no en no sé qué perversa confabulación lo mismo era aprovechable. Pero sin duda el título de quejoso hiperbólico es para Lewis Hamilton: «He sido acosado toda mi vida». Mira, como los independentistas.