… que para mí no tengo. Parece cada vez más acusada la tendencia de los políticos a meterse en ámbitos de nuestra vida que deberían ser intrínsecamente intocables y doblemente intocables para ellos: los relacionados con la ética. El Estado no debe decirme bajo ningún concepto qué pensar; debe limitarse a desarrollar en mí una conciencia crítica, y eso solo porque por estos lares existe de momento una educación pública. Leer, sumar y pensar por mí mismo. Lo demás es injerencia.
De dicha injerencia, la que más ascopena produce es la de los Ayuntamientos. Corporaciones cuyo objetivo principal es la prestación de servicios tan prosaicos como necesarios (recogida de residuos o seguridad, entre otros) tratando de explicarnos qué forma de pensar es buena y cuál es inaceptable. Pero ¿habéis visto cómo tenéis la calle? No sabéis recoger las hojas en otoño pero os voy a confiar las respuestas a los asuntos más procelosos de mi existencia. Sí, hombre.
Doblemente intocable para los políticos porque los políticos son a un comportamiento ejemplar lo que el Nou Camp a los buenos modales. Seres cuyo comportamiento cotidiano incluye puñaladas por la espalda, perjurio, inhibición de responsabilidades, hurto, agrafía, disimulo, contradicción y absentismo laboral; seres cuyo fin último parece ser el de dificultarnos la existencia y es sin ningún género de dudas el de enfrentarnos; seres con la estatura moral de una hiena sintiéndose legitimados para regir nuestra conciencia: eso no es ya improcedente sino un insulto a nuestra inteligencia (lo de que insulten mi inteligencia me recuerda mucho a que un tipo con avión privado me diga que recicle, pero eso no toca hoy).
Es evidente que este rapto de indigación dimana del comportamiento que unos y otros están teniendo en una de las cámaras del Parlamento durante estos días y que si Dios quiere (¿o esa expresión solo se puede utilizar cuando lo que ocurre nos conviene?) culminará hoy con la investidura de un magnífico candidato al premio Fernando VII.

Y cuidado, porque no me refiero solo a lo que mi sesgo ideológico sugiere: de los independentistas espero que quieran independizarse y de los comunistas que quieran eliminar las garantías que proporciona una democracia liberal. Lo dice el nombre. Del PSOE (no me digan que no creen que Sánchez piensa que las dos primeras iniciales son en su honor), uno ya no sabe ni qué esperar porque lo mismo te afea la trayectoria que te besa de tornillo. También me refiero a los indignadísimos. A los que votaron en contra cuando UPyD propuso ilegalizar a los partidos proetarras (qué mala es la hemeroteca) y hoy se deshacen en insultos cuando esos partidos que gozan de tribuna porque ellos se la dieron van y la utilizan.
La primera vez
Lo que me lleva a mi objetivo: cuando uno da el primer paso en la dirección equivocada, el resto va sobre ruedas. ¿Se acuerdan de lo que cantó Mecano: «La primera vez apenas me gustó / Fue por la nariz / Por no decir que no»? Pues eso. Hoy es el momento de recordar que, para defender la doctrina Parot, Rajoy mandó a Europa al mismo prenda que había mandado Zapatero, que viene a ser como pedirle a Guardiola que entrene a España. De que el PPSOE (hoy más que nunca, no se dejen engañar) lleva años cambiando el apoyo nacionalista por pasta, por esa pasta que según Carmen Calvo «no es de nadie», vamos, lo que en mi casa se llama comprar.
Porque cuando se permite a un gachó que trocee la Constitución en sede parlamentaria (lo que significa, le pese a quien le pese, que los representantes del pueblo no creen que el poder resida en el pueblo), el daño ya está hecho. Cuando se escuchó a gente presuntamente razonable decir respecto a la negociación con los asesinos que «Bueno, si así dejan de matar» o defender que el Gobierno se sentara con ellos «porque todos lo han hecho» deberíamos habernos parado a pensar si nuestra exigencia moral depende de quién sea el candidato a investir.
Tan cierto es que la política es el arte de lo posible como que ciertos límites de dignidad no deberían ser traspasados nunca. A Rosa Díez se le podrán achacar muchos defectos, pero no el de modificar su discurso en función de las oportunidades. Siempre he pensado que la práctica desaparición de UPyD es una metáfora perfecta de nuestra integridad: el que probablemente fuera el partido político menos sujeto a los vaivenes de la conveniencia estaba destinado a durar poco en un país como este.
Menos rasgarse las vestiduras en los días grandes y más estar atentos a las pequeñas infamias, que son las que de manera inequívoca definen un carácter.