La literalidad

Está cundiendo la literalidad. Pantallas y conversaciones se llenan de personas queriendo decir lo que están diciendo.

Decir lo que parece que se está diciendo es un drama. Un criterio para eliminar personas, libros y películas (no físicamente, me temo) es el de comprobar que esa persona, libro o película es literal.

En El caso Winslow (ustedes sigan sin verla, que así les luce el bigote), cuando la familia protagonista ha mantenido ya un pleito que arruinaría las arcas de una familia normal, los huecos en las paredes de la casa donde una vez hubo cuadros nos dan una clave económica que sería engorrosa de explicar de otra forma: tienen el suficiente dinero como para patrocinar un contencioso al más alto nivel, pero efectivamente ese dinero se está agotando, lo que explica el deterioro de las relaciones familiares que tienen lugar entre esas paredes.

En la mejor película de Martin Scorsese, La edad de la inocencia, una mirada entre Larry Lefferts y Sillerton Jackson en la penúltima escena nos da la clave (en sentido arquitectónico) de toda la obra: Nueva York estaba en el ajo de lo que Newland consideraba una aventura supraterrena a la europea con la que se pensaba al margen y a la vez por encima de su medio. Richard E. Grant se pasa la película acribillando la reputación de todos a base de miradas, pero esta nos explica el broche que se nos viene: hasta May conocía un romance que ahora se antoja absurdo. Todos lo toleraban y lo van a dejar de tolerar, no solo porque está a punto de convertirse en un escándalo, sino porque, y aquí está la genialidad de la película, darle la espalda al supuesto amor verdadero no es solo lo mejor para la familia sino también para el propio Newland. Como todo romántico, el protagonista se ha estado comportando como un niño egoísta, y a ese niño ha llegado el momento de decirle «hasta aquí». Todo eso dice Scorsese con la mirada de Grant.

La mujer que fagocitó The Crown y la muerte del cine

Que la literalidad es letal para el arte lo prueba la destrucción de la mejor serie de los últimos años: todo iba sobre ruedas mientras los Windsor fueron un Mac Guffin. ¿A quién le iba a interesar una serie sobre la familia real británica? La serie nunca trató de lo que parecía tratar: la visita de los astronautas a Buckingham fue una excusa para hablar de la búsqueda del sentido, el ocaso de Alicia de Battenberg trataba en realidad sobre la fe.

Pero entonces llegó ella, la mujer que fagocitaba todo lo que miraba oblicuamente. Desde la primera aparición de lady Diana Spencer la serie se convirtió en un biopic, en una tediosa sucesión de noticias antiguas.

Pero si el biopic anuncia el tedio del documental (el documental es tedioso pero nutricio), la que nos ha colado la difunta industria cinematográfica estadounidense durante las últimas décadas es de traca. Como si la literalidad imperante no fuera suficiente, un subgénero ha venido a mejorar la fórmula: las películas de gente con mallas (dice Jason Statham que no le apetece ponerse un disfraz con capa y mallas).

Hartos de decir lo que parecen querer decir (¿se puede opinar ya que películas como No es país para viejos son solo un bodrio vacuo?), los yanquis han sublimado el culto a la nada: han aprendido a decir menos de lo que parecen querer decir. Han aprendido a no decir nada y que la gente pague por verlo.

La maravilla del cine de superhéroes no es que los seres humanos se dejen sus dineros en ver cine mediocre: la maravilla es que salgan a la calle, con el peligro que eso conlleva, y paguen gustosamente la entrada para ver una película que no existe.

Dice también Statham: «Puedo coger a mi abuela y ponerle una capa. Ellos la colocan en un croma, y tienen a varios dobles entrando y llevando a cabo toda la acción. Cualquiera lo puede hacer». La nada de Marvel trasciende la literalidad en dos sentidos: no significan nada, ni siquiera lo obvio, pero es que además no existen. El croma es quizá la mejor metáfora de lo que le estamos haciendo a la cultura: llevamos años mirando una tela verde, una perfecta e hipnótica superficie de nada.

P. S.: En la imagen, una carta cifrada por Carlos V en 1546.

Cinco películas entusiásticas

Un ser humano me pidió una lista de películas y aquí van. Como ese ser humano es puro entusiasmo, sobre el entusiasmo son las películas. La lista es de cinco, para que el homenaje sea a seis películas.

5. The Paper (Detrás de la noticia, 1994)

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Como Luna nueva, con Cary Grant, Detrás de la noticia es una película que te hace desear ser periodista cuando nunca habías tenido la menor inclinación. Si dedicas tu vida a hacer algo que te tiene al borde del colapso y aniquila tu vida social y familiar a cambio de un sueldo mísero, pero necesitas esa mierda como el oxígeno, es que eres un cabrón muy afortunado.

4. Sing Street (2016)

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Que un ser que no conoces de nada te recuerde por qué merece la pena hacer cada insignificante detalle de tu vida poniendo todo el alma es lo que denominamos cine. Si las palabras take on me te hacen pensar instantáneamente en un cómic dibujado a lápiz es absolutamente imprescindible que la veas.

3. The Winslow Boy (El caso Winslow, 1999)

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No conozco ninguna película que consiga ser tan sutil siendo tan consistente ni tan elegante siendo tan trascendental y ponga en el empeño tan poco artificio. No sé si alguna película es perfecta, pero a esta le cambias una mirada, una preposición o un mohín y te la cargas. Es un castillo de naipes hecho de castillos de naipes.

2. The Untouchables (Los intocables de Eliot Ness, 1987)

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¿La cena más mítica de la historia?

Todo en esta película es mítico. Como en la anterior, se podría pensar que su relación con el entusiasmo es espuria, pero eso es solo porque nos centramos en «1. m. Exaltación y fogosidad del ánimo, excitado por algo que lo admire o cautive» y obviamos «2. m. Adhesión fervorosa que mueve a favorecer una causa o empeño». Por si fuera poco ver a Connery y De Niro at their best, además sale Chicago como para mudarse.

1. Dead Poets Society (El club de los poetas muertos, 1989)

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«Carpeeeee… carpe dieeeeem»

Esta no es una película sobre el entusiasmo. Esta película es el entusiasmo. Es posible que, teniendo en cuenta cómo estaba el mundo y la educación en los 80, a algunos de nosotros solo un disparo tan resonante como este pudiera salvarnos de convertirnos en ejecutivos agresivos. Peter Weir consiguió que Robin Williams no llevara a Keating al terreno del histrión, que no es poco, pero da igual; es una de esas películas privilegiadas que a nadie importa si son buenas o muy buenas: yo, es ver a Ethan Hawke poner un pie en la mesa y se me desmelena el lacrimal.

Ah, y sí, por favor, arrancad esa maldita hoja del libro de Literatura.