La gran tragedia

Seguro que un aerogenerador supone una forma más limpia de producir energía que quemar combustibles fósiles. Pero, como dice Marta Villa, un mal no se arregla con otro mal.

El impacto estético de los aerogeneradores es inmediato e indiscutible, pero lo estético es rara vez solo estético.

Permitir que esa verticalidad crispada se adueñe del último refugio que teníamos para la contemplación garcilasiana (más Garcilaso y menos dopamina) y la gozosa horizontalidad que prefigura(ba) el infinito supone la violación del último santuario, la destrucción del único lugar donde no estábamos. Supone romperlo todo.

Con el paisaje se nos van la frontera, el horizonte y la cábala. La posibilidad de vislumbrar lo ignoto. La propia noción de aventura: ya nadie nunca se calará un sombrero de piel ni se ceñirá un látigo a la cintura. Ahí estuvo un ser humano y dejó su huella, y ahí, y ahí también.

La segunda perturbación más nociva de esos trituradores del viento ocurre en el campo; la más nociva ocurre en nosotros. El paisaje era la iglesia de puertas afuera, la religión sin guerras de religión, la obra de Dios y de todos los dioses. Esos molinillos famélicos impiden a la mirada reposar, a la mente recordar, al alma trascender. Nos roban la pregunta sin darnos una respuesta. Con molinos así Quijano, en lugar de enristrar la lanza, habría derramado una lágrima.

P. S.: Que nadie se engañe: esos resquebrajamientos en el cielo solo existen porque son rentables. Cuando el capital se alía ―somete, más bien― a la ideología encuentra excusa y carta blanca; podría convencernos de que la Tierra es plana.

El agarre

La falta de tracción es causa de baja eficiencia, de rendimiento insuficiente, de trabajo desperdiciado. A efectos de los efectos, la falta de tracción es como el efecto Joule.

La filosofía no es protegible ni conveniente, ni deseable ni programática. El ser humano conoce y ama conocer. Lo demás es plan de estudios o programa electoral. Interferencia.

La filosofía no es una asignatura ni una disciplina, ni una carrera ni una erudición. La filosofía es una actividad inherente al ser humano.

La filosofía es peligrosa: filosofar de más comporta el riesgo de solo filosofar. Contemplen el siglo XX: Sartre tiene respuestas para todo, pero jamás se pagaría un café.

¿Se puede aplicar a la ciencia? La epistemología es peligrosa. Reflexionar mucho antes de remangarse implica el riesgo de no remangarse nunca. Newton ignora si su teoría es falsable o parsimoniosa. Newton revoluciona la ciencia y boxea: Newton es un hombre con agarre.

¿Se puede aplicar a la literatura? La reflexión sobre los géneros, las corrientes, lo moderno, el tema o la pertinencia distraen, nos hacen perder agarre. Los congresos, las ferias, las críticas, las biografías, las colas de las firmas y los aires de importancia solo nos hacen perder tracción. Farfolla, farándula, pan para hoy. La literatura solo consta de un momento: después de golpearse el escritor la frente contra el mármol lapidario alguien, solo en su cubil, lee.

El dispensador de dopamina

«Durante el primer cuarto del siglo XXI una adicción desconocida se apoderó de la práctica totalidad de la Humanidad. Como en otras adicciones previas y ya identificadas, sus víctimas se creían a salvo. «Yo controlo», se decían. Como con el opio en la China del XIX o con la cocaína a principios del XX, el enemigo fue sibilino, e incluso estuvo bien visto, hasta que sus efectos catastróficos fueron demasiado notorios.

¿Cómo pudo extenderse con tal velocidad una adicción tan letal en sociedades supuestamente avanzadas?

Las organizaciones ya sabían los beneficios que la adicción genera. La adicción es la fidelización definitiva; no hay mejor cliente que el cliente zombi. Lo sabían las organizaciones ilegales en la Colombia de Escobar y lo sabían las organizaciones legales en la California de Cupertino.

Con ese conocimiento, estas últimas diseñaron un dispositivo electrónico portátil capaz de hacer que el cerebro de sus clientes liberara grandes cantidades de un neurotransmisor llamado dopamina, que les proporcionaba unos segundos de placer tan volátil como deseable. Las dosis podían repetirse indefinidamente, lo que llevó a que en los Estados Unidos de 2022, por ejemplo, un adolescente medio pasara 7 horas y 22 minutos al día administrándose dopamina. El 46 % del tiempo que pasaban despiertos.

Respecto a otros modelos de negocio basados en adicciones, como el tabaco o la cocaína, los dispensadores de dopamina presentaban varias ventajas incomparables, que resumiremos en dos: los dispensadores de dopamina eran legales y, sobre todo, los dispensadores de dopamina no mataban a sus clientes. No hace falta tener una visión empresarial muy desarrollada para conocer la ventaja de no matar a los propios clientes.

¿Cómo lograron las corporaciones meter en el bolsillo de cada ciudadano el que era sin duda el peor dispositivo audiovisual de los últimos 50 años? En primer lugar, para hacer los dispensadores más sofisticados y sexis, las corporaciones sustituyeron el término «electrónica» por el de «tecnología», concepto con mucha más pegada a pesar de abarcar un campo mucho más amplio que el de la electrónica. Con el cambio de siglo se desligó la noción de conocimiento (saber escribir a mano, saber construir un violín) de la de tecnología. Solo lo material era tecnológico. Solo lo electrónico era tecnológico.

Esa fantasmagoría, esa veladura ocultaba una mucho más perniciosa. Lo que las corporaciones autodenominadas tecnológicas estaban vendiendo ni siquiera era de naturaleza electrónica, sino química. Estaban vendiendo chutes de dopamina, pero la doble cortina de humo evitaba que lo pareciera.

En segundo lugar, se dieron la mano con algo llamado «redes sociales», lugares inexistentes vacíos de contenido, información o contacto humano, pero con la apariencia de proporcionar a los adictos contenido, información y contacto humano.

¿Cómo terminó la crisis de la dopamina? Los momentos más duros fueron pasando precisamente cuando la farsa tecnológica se fue desvelando, cuando el aparato físico en que consistía el dispensador de dopamina dejó de significar sofisticación tecnológica y comenzó a ser visto como lo que era en realidad: sumisión química. Una vez perdido el sex appeal el negocio se vino abajo como un castillo de naipes y sus víctimas comenzaron a verse como adictos y no como consumidores sofisticados. Súbitamente comprar un dispensador de dopamina a un adolescente comenzó a estar tan mal visto como regalarle un cartón de tabaco o un gramo de cocaína, y la tormenta se fue tan rápido como había llegado».

Sir Gawain y el Caballero Verde: el poema que fascinó a Tolkien y sus dos películas a evitar

Existe en nosotros el ansia de lo medieval. Siempre estuvo ahí, pero durante la última década lo medieval se antoja imprescindible. La imagen de la Edad Media que ha llegado hasta nosotros puede ayudarnos en un puñado de cosas: entre ellas, la gestión del tiempo y la necesidad de fama.

Las cifras dicen que la vida humana es mucho más larga ahora que hace mil años, más o menos el doble. Las cifras mienten. Ustedes, san Agustín, Husserl y yo sabemos que más importante que la duración objetiva de las cosas es la duración subjetiva. Que una tarde mirando el perfil de la montaña dura mil veces más (aprox.) que una tarde mirando el móvil. Esa lentitud, ese desgranar la vida sin prisa tiene otro nombre: serenidad.

Pero es que además se nos impone la necesidad de la fama. Por si el día no fuera ya lo suficientemente corto, la fantasmagoría de cuidar nuestras redes sociales para alcanzar mayor difusión nos permite participar engañosamente del anhelo por excelencia desde la segunda mitad del siglo XX: ser famoso. El artista/artesano medieval desprecia la fama: el sentido último de lo que hace es lo que hace. He ahí una de las recetas de la felicidad.

Esa ansia de lo medieval hace que siempre terminemos por volver a Tolkien y su fantasía legendaria. A Wagner y su fantasía legendaria. A su vez, hace que Wagner y Tolkien miraran a la Edad Media para sus obras maestras. A su vez, hace que los pueblos europeos vuelvan sus ojos a la Edad Media para establecer sus mitos fundacionales. Arturo, Sigfrido, Beowulf, Roldán.

Esa búsqueda a veces produce hallazgos de importancia vital (Los Nibelungos, de Fritz Lang). Otras no dan la talla, en cambio, o aciertan el tiro pero no exprimen del todo el busilis medieval. Pues bien; existe una pequeña joya para la que no estábamos preparados: Sir Gawain y el caballero Verde, un poema inglés del siglo XIV sobre la llegada a Camelot de un extraño caballero vestido de verde y los desvelos que le provocará a sir Gawain, sobrino y paladín del rey Arturo.

Fue precisamente Tolkien quien la rescató, hasta el punto de editarla (y es esa edición la considerada canon), pero como no vamos a mejorar las palabras de Luis Alberto de Cuenca al respeto, dejemos que hable él mismo:

«Movimiento, color, viveza en los detalles: son las características fundamentales del autor de Gawain, que demuestra un ingenio y una agudeza poco comunes, además de un finísimo sentido del humor.

[…]

Todo tiene el calor y la vida de la experiencia y la complicidad. Los paisajes, la atmósfera, los sonidos. Todo se inscribe en el relato con una enorme libertad que racionaliza el prodigio y da un rostro a la maravilla».

Ningún relato de origen o ambientación medieval que servidor haya leído satisface tanto las espectativas como Sir Gawain y el Caballero Verde. Es relato de chimenea, de abandono del mundo y sus desdichas y zambullida en la única felicidad verdadera, la que proporciona la literatura.

Alguien más ha debido de fijarse en los últimos tiempo en el relato anónimo, pues en 2021 el estadounidense David Lowery escribió, produjo y dirigió El caballero verde, una cinta rodada según el método postmoderno de resultar críptico para aparentar ser profundo. Un bodrio, en otras palabras, y para más inri todo lo contrario de la gozosa sencillez del relato original. Ni la Vikander se salva.

Mención aparte merece la versión homónima de 1984, de esa época en que Sean Connery aparecía en cuanto proyecto disparatado se le pusiera a tiro. Observen:

Sí, lleva acebo en la cabeza. Es Sean Connery y puede ponerse lo que quiera

La película está protagonizada por un Miles O’Keeffe disfrazado de He-Man a quien resulta muy difícil perdonar, y aunque es un disparate en sí misma yo volvería a intentar verla sin dormirme antes que revisitar el pretencioso pestiño de Lowery.

Alianza acaba de reimprimir Sir Gawain (2021), y hay una edición escolar de Siruela de la que no puedo responder. Pero si este invierno les asalta la nostalgia del cuerno de caza y la mística de lo artúrico no lo duden: el genio que pergeñó nada menos que «el mejor texto artúrico inglés» no va a decepcionarlos.

P. S.: La joya que abre esta entrada es El último sueño de Arturo en Avalon, de Edward Burne-Jones.

Esos momentos de los que nadie habla

A juzgar por lo horteras que nos han vuelto las redes, parece que todo el mundo estaba atento cuando Risto anunció aquello de que convenía convertirse en un producto. Hay que resultar agradable para ser comprable. En palabras de Mecano, hay que ser un anuncio de Signal.

Lo malo es que de tanto sonreír hemos terminado por vivir en el vídeo de Black Hole Sun, de Soundgarden; sonrisas inquietantes para ocultar una vida miserable.

Una de las pegas de ese plan es el de ocultarnos a nosotros mismos y a los demás momentos llenos de grandeza que, por no ser agradables a la vista o el oído, dejamos fuera del radar.

Uno de esos momentos es de una fuerza liberadora incontenible, pero está llamativamente ausente de los textos que yo conozco: el momento en que uno se da cuenta de que es / se está comportando como un gilipollas.

Hace falta cierta grandeza para eso, claro, aunque la sensación de grandeza quede eclipsada inmediatamente por la certeza de ser imbécil.

La estupidez no tiene por qué ser un estado permanente del espíritu, claro: para participar del descubrimiento que lo cambia todo solo es necesario comprender que, en determinada situación, uno se está comportando como un cretino. En los casos más leves, por tanto, se trata de algo reversible.

Al principio uno queda algo colapsado, naturalmente, pues llevamos años entrenándonos para aceptarnos y comprendernos y hasta consentirnos un poquito. Pero una vez superada esa primera oleada de sonrojo, esa comprensible tentación de soslayar el hallazgo, se produce una iluminación que, si bien es la iluminación de un idiota, proporciona una liberación total, un alivio inmenso que lo libera a uno del juicio permanente de los demás y del espejo.

La certeza de la propia inanidad es algo muy parecido a la sabiduría.

Ignoro si ese momento puede ser palanca de una mejora personal, y no interesa ahora. La mejora personal pertenece al campo del coaching, y aquí se ha venido a decir la verdad.

¿Cuál es el secreto de esa fractura de la percepción que lleva a un desvelamiento intelectual, a una contemplación abismal? Tengo para mí que tiene que ver con algo de lo que habla aquí Ferenc Copà: las cosas que ignoramos que ignoramos. La clave de ese ponerse de puntillas espiritual tiene que ver sin duda con una doble revelación, lo que es una doble conquista. Ignorábamos que ignorábamos ser estúpidos. Ignorábamos la posibilidad de ser estúpidos e ignorábamos serlo en efecto. Ignorábamos la potencia y el acto, y lo comprendemos todo de golpe. Y además tenemos la valentía y la fortaleza suficientes para aceptarlo. Ya no hace falta echarle la culpa de todo a los demás. Ya no hace falta nada, en realidad, porque lo tenemos todo.

Anímense. Osen. Más allá del espinar es donde crece la hierba buena.

Los que nunca se fueron

«Estás esperando para rajar ahora, ¿eh?» fueron las palabras que Luka Modrić grabó ayer en el mármol de la historia a base de oportunidad, ironía y casticismo. No es que a Lukita le haga falta grabar nada en la historia, pues todo su ser es historia del fútbol, pero sí convendría agradecerle a él y a los que son como él algo que por su propia naturaleza tiende a pasar desapercibido: estar siempre ahí.

Para afirmar que Toni Kroos, Marcelo Vieira, Dani Carvajal, Carlos Casemiro, Karim Benzema, Nacho Fernández o el propio Luka son leyendas no hay que ser una lumbrera, pero se hace urgente ―en un país remiso al agradecimiento― hacerlo por un motivo primordial: ellos no lo dicen de sí mismos. En eso y en todo pertenencen a la estirpe de Álvaro Arbeloa y Xabi Alonso.

El fútbol es un deporte de equipo, pero no todos sus jugadores lo son. Es muy fácil detectar a los que no: protestan cuando son sustituidos, celebran a regañadientes los goles de sus compañeros y convierten sus renovaciones en tragedias griegas. Un jugador de equipo, por ejemplo, jamás anunciaría su marcha en medio de la celebración de un título. Eso simplemente no se hace, y el motivo es tan imposible de explicar a un jugador egoísta como evidente para un jugador solidario. No me malinterpreten: en lo deportivo, lo que Cristiano Ronaldo aportó al Madrí es descomunal. Cristiano tiene una mentalidad competitiva que roza el trastorno y que es necesaria para alcanzar ciertas metas. Pero solo pudo hacerlo desde el equipo, y siempre dio la sensación de estar haciéndolo solo.

Un dato: desde que se fue Cristiano Ronaldo del Madrí, y sin contar los penaltis, Karim Benzema lleva más goles que él. Esto plantea un triángulo interesante. ¿Por qué es no justo contar los penaltis? Porque de forma solidaria, y dado que Ramos no ha fallado ninguno desde hace 3 años, Benzema acepta renunciar al Pichichi por el bien del equipo. ¿Imaginan a CR haciendo lo propio? Yo no tengo tanta imaginación. El debate, por otra parte, pierde interés toda vez que el colectivo arbitral ha decidido no pitar más penaltis a favor del Madrí.

Esto de los jugadores enamorados de sí mismos viene a cuento del peligro que Sergio Ramos comienza a constituir para la imagen del club: Ramos está a media horterada de que recibamos la noticia de su traspaso con alivio. Con «horterada» no me refiero a cuestiones estéticas, que también, sino a la ausencia total de pudor que Rafa Castro señalaba con acierto el otro día. Si Karim decidió recoger el testigo de Cristiano en cuanto a producción ofensiva, Ramos parece haberlo hecho en cuanto a ostentación ególatra. Ese individualismo es incompatible con el deporte de equipo, y conduce a situaciones como el partido de vuelta contra el Ajax, donde un capitán autoexpulsado veía desde el palco como nos eliminaban mientras varias cámaras lo grababan para su alipórico, excesivo y horterísima documental.

Que tampoco se me malinterprete aquí: Ramos es puro espíritu madridista, y debemos a su arreón cervical lisboeta el giro de la historia vikinga reciente. Precisamente por eso se le pide desde aquí más decoro y menos anillo; más equipo y menos documental, porque Ramos es de los nuestros y a los tuyos les hablas sin tapujos. Porque cualquiera diría que el córner de Lisboa también lo sacó él.

Pero hablábamos de los otros, de los que siempre están. Del hermano mayor de la parábola del hijo pródigo. De los amigos que si te ven en peligro se cogen un avión. Porque cuando les decimos a los postadolescentes aquello de que «al final solo te quedan dos o tres amigos» deberíamos aclararles que sí, que son menos los que se quedan, pero que conviene decirles que gracias por quedarse y que es un honor caminar a su lado, y que aunque no se den aires ni se arroguen méritos, nosotros sí se los damos. Porque estuvieron a nuestro lado, incluso, cuando no lo merecimos. Porque practican el arte olvidado de la lealtad.

Antonio Kroos, uno di noi

P. S.: Ayer un jugador del club cuya afición tira cabezas de animales al campo lesionó para lo que resta de temporada a Lucas Vázquez (sin ver ni siquiera tarjeta, claro). Como él es muy de tirar la pierna y esconder la mano, les voy a dar una pista:

¡Cucú!

¿Imaginan que hubiera sido al revés? El aparato político-militar del club mencionado habría saltado furioso a denunciar la agresión a los valores de la República de Narnia. Pero como el agraviado va de blanco, todo en orden.

P. P. S.: El panegírico de Zidane está en el horno, pero se publicará después de una derrota (si es que ocurre), cuando las ratas vuelvan a saltar del barco y la ignorancia exija que se le plante cara. Piensen, de momento, en lo que ocurrió con el último contrato de Zidane como jugador y la que está liando el hermano de René.

Quizá Vd. sea anticapitalista y no lo sepa

Hace más de un año, Netflix dejó de publicitarse en los medios del grupo Vocento porque su periódico ABC había aceptado publicidad de la organización HazteOir.org, es decir, Netflix vetó a ABC porque ABC no había censurado a HazteOir.org por criterios ideológicos. Todo en orden, solo faltaría; Netflix es libre de colocar su publicidad donde quiera y de estar lo ideologizada que desee: es una empresa privada y por tanto no está sujeta a criterios de neutralidad (sobre todo si tiende a la izquierda, me temo).

Lo revelador es lo que vino después por parte de la izquierda tuitera, es decir, de la que no tiene la edad suficiente para votar: aplausos con las orejas a Netflix porque ya se sabe que ABC es derechoso y la cantinela habitual.

Dos datos: Vocento facturó en 2019 casi 400 millones de euros. Durante el mismo periodo, Netflix facturó algo más de 18 000 millones de euros. Ted Sarandos, consejero delegado de la distribuidora de contenidos audiovisuales, tuvo un sueldo durante ese año de 18 millones de dólares y 13,5 más en opciones. Yo no puedo menos que celebrar que el señor Sarandos llegue holgado a fin de mes, y puedo afirmar simultáneamente que Netflix es el epítome del modo de producción capitalista.

Si sintetizamos lo anterior, se puede concluir que el epítome del capitalismo toma una decisión teñida de supuesta ideología de izquierda (y que además le sale gratis) y obtiene el aplauso de la izquierda. A mí, como maniobra de marketing el movimiento me parece brillante, pero lo que interesa aquí es que la izquierda haya renunciado a dar la batalla económica sin darse cuenta. Ser anticapitalista ya no es una cuestión de izquierda o derecha ahora que la izquierda se ha hecho capitalista o, al menos, traga con las maneras capitalistas siempre que sus agentes aparenten aceptar las premisas de un pensamiento único que ahora ya no es económico sino de género, racial y medioambiental.

En España el término anticapitalista se utiliza para denominar a un grupúsculo radical dentro de un partido radical (hasta que se escindió en febrero del 20 por estar en desacuerdo con el gobierno de coalición), es decir, gente peligrosísima que no se lava y come niños. Esto es una nueva victoria del capitalismo: sus anti- son percibidos como el extremo del extremo, cuando en realidad ser moderadamente anticapitalista (en lo que significa de verdad) podría ser algo tremendamente sano. El quid está en el paréntesis, en lo que significa de verdad. Ser anticapitalista no tiene nada que ver con el comunismo, como numerosos ejemplos conservadores atestiguan; ningún sentido tiene salir del cazo para caer en el fuego.

Como ya se ha escrito en este blog, capitalismo no significa propiedad privada ni economía de mercado. Ningún problema presenta la primera y la segunda es muy funcional sometida a cierto control. Capitalismo tampoco significa liberalismo, por mucho que se lo intente asimilar a neoliberalismo.

El capitalismo es (o al menos así se va a entender a efectos de esta entrada) una ideología que sitúa la acumulación de riqueza como objetivo último de la actividad humana. Y esto ya no suena tan bonito.

Cuando el capitalismo se quita la careta descubrimos que ni siquiera necesita a la democracia liberal. Te la han colado, Benjamín

Alguien escribió que prefería ser leído por una persona siete veces que por siete personas una sola vez; he ahí un pensamiento anticapitalista, pero profundamente coherente con la pulsión de escribir. Ya lo dijo Bukowski: «si lo haces por el dinero, no lo hagas».

Anticapitalista es comprar más caro a países que respetan los derechos de los trabajadores. Es anticapitalista perseguir la virtud en la ejecución de cualquier tarea en lugar de la eficiencia. El mandato capitalista corre por nuestras venas con tanta violencia que tomamos por loco a quien lo cuestiona. Y, en realidad, cuestionar la filosofía de la acumulación es nuestra única esperanza: solo de esa forma podremos explicarles a los mocosos que todavía no están atados a la pantalla que el número de seguidores y de me gusta carece de importancia, y que la única razón para hacer algo es hacerlo bien.

En un programa televisivo de cocina y viajes visitaron Osaka, donde comer por la calle no está mal visto como en el resto de Japón, y por tanto el presentador pudo comer a pie de acera un pedacito de Wagyu no muy económico. El tipo (inglés) terminaba el programa atónito por que los cocineros de esa meca gastronómica vivieran ajenos a la acumulación de likes que nos ha reblandecido el cerebro a los demás (lo de reblandecer el cerebro es mío, no del inglés) y ajenos asimismo a la posibilidad de enriquecerse gracias a su ciencia y la calidad del producto. Entre indignado y reconfortado, el tipo decía que aquella gente dedicaba sus mejores energías y desvelos únicamente a ser los mejores en lo suyo. Se extrañaba, el gachó.

En un mundo en el que estrellas rutilantes con más pasta que un torero se van a miles de kilómetros de sus hijos para ganar un milloncejo más, cualquier actividad que no redunde en forrarse el riñón es extrañada o denostada, pero la carrera de Gilito es la del espía sordo, pues nunca se vio que acumular viruta brinde paz sino ojeras, y cuando por fin adquirimos un yate comprobamos indefectiblemente que al yate dubaití que atraca enfrente le sale de una compuerta bondiana un yate mayor que el nuestro.

El capitalismo no tiene mucho que ver con un momento en la historia ni una doctrina política. El capitalismo es anterior a ellas y posiblemente dure más. Tiene más que ver con la naturaleza humana que con Leviatán, y por eso siempre acaba triunfando, incluso ante Leviatán. Desde China a Galapagar se demuestra que el Estado no lo puede combatir: como tantas cosas importantes, se combate desde el conocimiento y la responsabilidad individual. No es solo una razón más para ser liberal sino que es uno de los mayores enemigos de la libertad: aunque se había disfrazado de su adalid, descubrió hace tiempo lo bien que le sientan las dictaduras.

El fin del principio

Las cosas se comprenden a su debido momento. Todo tiene un sentido. La herencia que dejamos en el mundo es infinita.

Tras la superficie sorda de lo real late la verdad. La vida es una rama de buena madera oculta tras una piel de terciopelo. La vida puede golpear o ser acariciada, pero no sabe mentir.

De todas las labores que pueden acometerse sobre la tierra solo una tiene verdadera dignidad: enseñar a buscar la belleza allá donde se encuentre.

La vida no termina. La vida se entrega. 

Estamos en los demás. La verdadera trascendencia son los otros. No existe la soledad. No existe el frío. No existe la muerte.

Algunas cosas no empiezan hasta que terminan. Solo existen los otros. Hace falta toda una vida para explicar el amor.

 

 

Viva Camacho

Que conste que soy el primero en fomentar el cachondeo whatsappero en cuanto José Antonio Camacho nos brinda una de sus perlas, ya sea el optimista «No hay que ser catastróficos hasta que se produzca la catástrofe» o el clásico instantáneo «Dos goles no es uno», epigrama este solo al alcance de un Míchel o un Jorge D’Alessandro (el del penalti al palo corto).

Vaya por delante que José Antonio Camacho tiene más fútbol en cualquiera de sus calandracas que la sarta de pedantes estadísticos que pueblan las retransmisiones de la tele patria y cuyo contacto más cercano con el pasto fue a través del precario interfaz del PC Fútbol.

camacho
El macho Camacho, protoespartano

Pero lo que me ha parecido el summum de la desfachatez es que los periodistas de aquí (que diría Forges) se hayan permitido afear al bizarro ciezano su forma de hablar. En primer lugar, Camacho habla de fútbol porque lleva medio siglo dedicando su vida al fútbol. O porque tiene nueve Ligas. O porque sus compañeros del Madrid le remontaron al Anderlecht tres goles, entre otros motivos, por miedo a ese intrépido peleador que todo lo veía ganable.

En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, Camacho no está obligado a dar lustre a la lengua común, como no se espera que lo haga el futbolista medio.

En tercer lugar, los que sí están obligados a hacerlo —y no lo hacen— son esos periodistas que se están permitiendo el lujo de cuestionar la dicción del carismático lateral izquierdo. Los mismos juntaletras (no se está diciendo aquí que todos los periodistas sean juntaletras, si se me permite aclarar la obviedad) que inventaron el «cuanto menos», el «han habido», el «fijaros que» o «la líbido» son los que se mofan del refrescante repertorio lingüístico del murciano.

Vivo con la ilusión de que el propio José Antonio haya leído alguna de las críticas farisaicas y que, autocitándose con su carpetovetónica ronquera, haya mandado a los escribas deslenguados adonde Aspas mandó el Mundial. «A tomar por culo».

Yo quiero los problemas del cine español

Los profesionales del cine español hablan de su sempiterno problema, pero yo no veo problema alguno. Por miedo a sus diatribas, los administradores del dinero público tratan la industria cinematográfica como si fuera estatal. De alguna manera se ha instalado la idea de que el cine es de todos (como el dinero público) y que hay que apoyarlo y televisar sus galas y convertir en cuestión de Estado quién las presenta. Y pagarles las entradas que la gente no compra. Que no compramos. Y resulta que no, que el cine no es estatal. El arte contemporáneo, por mucho que caiga en la pedantería y la pose, no reclama algo parecido. Ni los zapateros. Ni los recolectores de frambuesas. Pero el cine sí.

Yo no entiendo muy bien las subvenciones al cine ni al sector del automóvil ni a la banca en un país en el que existen pensiones de 300 euros, pero no se hablará aquí de los 77 kilos que el cine recibió en 2016 porque ese es un terreno que fácilmente se despeña hacia la demagogia.

Lo que me gustaría pedir es una pequeñísima parte del problema del cine español cuando publique mi próximo libro. Una minigala en horario subóptimo, una minisubvención… no sé, un algo. Pero sobre todo que el Estado se plantee como propio mi asunto privado. Que lo vea como un objetivo de todos.