El País nos explica que Nolan es facha: la crítica cierra el puño

El periódico que hace unos años publicó los exabruptos de un DJ intentando hacer pupa a Moby Dick (como si yo me empeño en alterar la órbita de Saturno) nos regaló el pasado 7 de septiembre un artículo titulado «¿Una obra maestra o una «castaña de derechas»? Lo que el éxito de Tenet nos dice sobre el momento actual».

Por si el título no lo dice todo, añadiré que, citando a su vez a otros, el autor convierte a Nolan en deudor de ¡Margaret Thatcher! y establece una relación poco menos que esquizofrénica entre la ausencia de iconografía nazi en Dunkerque y una defensa del Brexit (¿…?). El razonamiento es tan impecable que dan ganas de utilizarlo; Ridley Scott nos oculta al alien durante buena parte de la película como homenaje a Ronald Reagan. O así.

Si no leen El País quizá no lo sepan, pero ocultar al malo es nacionalista y de derechas. Si veían El inspector Gadget probablemente sean Vds. fachos

Puede que vivir ajenos a la política sea poco inteligente, pero juzgarlo todo bajo parámetros ideológicos es de patanes.

Si soporta con estoicismo la infinita pereza que da la crítica ideologizada (ya no provoca ni asco, solo pereza), es que efectivamente el papel lo aguanta todo. Porque si la ideología es la puerta de entrada a la estupidez más zombi, cuidadito con la crítica que nos viene, y lo digo por lo siguiente:

Un amigo me llamó la atención sobre El faro, película que cogí con ganas gracias a la anterior obra de Robert Eggers, La bruja, sencilla y certera vuelta de tuerca a las raíces del folklore rodada con un pérfido sentido de la belleza. Pues bien, lo que era bueno en La bruja intenta ser mejor en El faro, y se produce el descalabro. Si en La bruja había una economía de medios y de mensajes que llegaba a su culmen con la referencia a Caperucita y el contenido pero poderoso final, en El faro los Eggers (el hermano Max es coguionista con el propio Robert) intentan meterlo todo. Todo, como si El faro fuera un aleph de referencias para críticos incautos: Ahab, Prometeo, el terror marino de William H. Hodgson, el expresionisto alemán, la retórica carcelaria erótico-festiva, Los Pájaros, Shutter Island, El terror, El viy, el Doppelgänger y por supuesto, como no podía ser menos, el ubicuo, somnífero y desatalentado H. P. Lovecraft.

Otro día les contaré cómo ataqué las obras completas de Lovecraft engañado por su fama de reformulador de la literatura de terror. Terror cósmico, lo llaman, pero quieren decir error cósmico. Valdemar tiene publicada una antología de su cogollito, que diría Proust, (Maestros del horror de Arkham House) y solo se salva Ray Bradbury, claro, que juega en otra liga. No tengo nada en contra de Lovecraft, salvo la terrible decepción de haberlo leído. No es que no dé miedo, eso da igual, tampoco lo dan El monje ni El golem ni Otra vuelta de tuerca ni El Rey de Amarillo y son obras maestras. Es cierto que hay infinidad de obras basadas en los pulpos gigantes lovecraftianos, pero lo terrible es que muchas de ellas son mejores que el original.

Pues bien, decepcionado por el batiburrillo farístico pero temiéndome lo peor precisamente por esa multirreferencia cazagafapasta, la presencia de dos actores semimalditos y una ratio de pantalla de 1,19:1 (no podía ser otra), me interné en el proceloso piélago de la crítica. Bingo. «Obra maestra» era lo menos laudatorio que pude encontrar en el unánime panegírico de los sesudos censores patrios y de ultramar. Eggers los atrae con el neón de las referencias y ellos se achicharran como polillas insensatas. ¿Pero es el oropel de las referencias y la oportunidad de ir de listos lo único que atrae al grueso de la crítica hacia Eggers? Observen la siguiente imagen:

Machismou del hombre sobre la gaviota

Ahora, si son tan amables, lean el segundo fragmento de crítica: «Una comedia negra demente de claustrofobia y machismo». Solo hay dos personajes, ambos masculinos, pero por lo visto la película va sobre el machismo. Confuso, entro en la web del crítico de marras a ver si hay más datos; los hay. «Machismo competitivo», dice el firmante.

Tres cositas:

En primer lugar, quien piense que la competitividad es cosa de hombres es que no ha conocido mujer alguna. Los hombres parecemos competitivos porque a las primeras de cambio sacamos las plumas y ponemos cara de enfadados, pero la competitividad femenil es mucho más sutil y a la vez apabullante. Las mujeres no conciben la posibilidad de perder. Las mujeres no ganan: son la victoria.

En segundo lugar, en el caso de que, dando por falso lo anterior, la competitividad fuera cosa de hombres, ¿por qué se la relaciona con el machismo?, ¿es machista todo lo masculino? Quiero pensar que eso no es feminismo sino hembrismo, pero cada vez lo veo menos claro.

En tercer lugar, observen el término inglés para machismo: machismo. En efecto, lo han vuelto a hacer. Después de su éxito gripe española (la gripe no apareció aquí, sino en Kansas, pero España era un país neutral en 1918 e informó libremente sobre la pandemia), los anglosajones se quitan de en medio españolizando el machismo. ¿Un término que denota xenofobia en un medio de centro izquierda? Sorpresón: los votantes de Trump no son los únicos xenófobos en la tierra del libre y el hogar del valiente. Pero no se preocupen, seguro que alguna de las 5 sedes del Instituto Cervantes en EE. UU. protesta airadamente contra el uso de los términos gripe española y/o machismo. Menudos somos a la hora de defender lo nuestro.

Perdonen este paréntesis triple, pero es útil para entender el éxito de Eggers en los medios: buceando en ellos he concluido que La bruja era un alegato por el empoderamiento (perdón) de la mujer y El faro una denuncia del machismo. Si bailar con un macho cabrío no empodera (perdón) es que yo ya no sé.

Decía la crítica de Tenet que abre esta entrada que el cine de Nolan le va diciendo al espectador lo listo que es a medida que la película avanza. Lo dice un artículo que a la primera de cambio, con o sin excusa, te cita a Alain Resnais (Hiroshima mon Amour) o a Apichatpong Weerasethakul (este no sé quién es pero tiene cara de simpático). No cuela: si defienden a Eggers y critican a Nolan es porque creen que uno dirige según los parámetros de la corrección política y el otro está preparando la vuelta del NSDAP, cosas ambas improbables: Nolan lo ha negado y Eggers ya ha dicho que dirige sin agenda política, aunque luego comente sus películas bajo la perspectiva que más le beneficie en taquilla (y hace muy bien).

La ideología lo inunda todo. La hueca (pero aparentemente incuestionable) ideología de tintes neomarxistas que nos está diciendo cómo hablar, cuándo arrodillarnos, dónde está el límite de lo verbalizable y a quiénes odiar lo inunda todo, pero especialmente el arte. Los ideólogos predominantes conocen el poder del arte sobre el comportamiento humano, y hace años que han puesto sus ojos (inquisidores, no inquisitivos) sobre los escritores y directores que no se declaran rendidos ante la corrección política, el pensamiento único y la doble moral. La muerte de Harold Bloom, partidario de una crítica exenta de consideraciones exógenas al propio arte, no podía haber ocurrido en peor momento. O quizá el asunto haya estado siempre entre nosotros. Vean:

«No existen libros morales o inmorales.

Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.

[…]

El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo».

Efectivamente, se trata del prefacio a El Retrato de Dorian Gray que Oscar Wilde incluyó en sucesivas ediciones ante las críticas negativas de la primera. ¿Quiénes eran los críticos que habían reaccionado enfurecidos ante la delicada, perversa y magistral novela de Wilde? ¿Activistas de izquierda a la manera actual? No, más bien conservadores bienpensantes hipócritas y pequeñoburgueses que se rasgaban las vestiduras ante una obra «afeminada, homoerótica y nauseabunda».

Como ven, la crítica victoriana era de sentido opuesto a la Stasi actual, pero sus llamadas a la censura, su miopía y el peligro que encarnan para la creación libre son exactamente iguales.

Una buena película o un buen libro representan y explican toda la vida, y en esa capacidad inaprensible radica su naturaleza milagrosa y trascendente. Una obra adicta al régimen de turno, una obra de tesis que quiera convencernos de la pertinencia del programa ideológico dominante, además de cobarde será necesariamente parcial, incompleta y carente.

La crítica que nos aflige prefiere el segundo grupo, claro, porque la libertad de pensamiento y la verdad que informan el arte han dado siempre muchísimo miedo a los imbéciles.

El Nobel de Dylan

Ante las intolerables presiones recibidas para que me pronuncie al respecto del tema del día, voy a intentar hacerlo de la forma más polémica posible, echando al fuego toda la leña a mi alcance.

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Bob Dylan con cara de merecerse el Nobel

Los argumentos en contra y su refutación

Aunque expondré mi teoría al final de la entrada, me voy a molestar en rebatir los argumentos que se están utilizando contra la concesión. Sintetizados quizá en esta entrevista al sin par Luis Alberto de Cuenca, me quedo con estos (no cito a De Cuenca sino lo que se me ha hecho llegar):

  1. «Escribir para imbricar la letra con la música es muy distinto a escribir poesía». Tendrá más mérito si se hace bien, entiendo. Y si se trata de libertad compositiva, no creo que escribir una poesía que tenga prefijados de antemano número de versos, extensión, rima y distribución del acento prosódico sea más laxo que las constricciones impuestas por escribir letras.
  2. «Las letras de las canciones no son literatura». Esta disquisición daría para una tesis, pero la desmonta el propio Luis Alberto poniéndole nota a las letras publicadas sin música: «un aprobado raspado». Es decir, que no es que no sean poesía, sino que como poesías son malas. En cuanto a si las letras de Dylan son literatura, vuelvo a remitirte al final, paciente lector.
  3. «Esto desacredita al Nobel». El Nobel lleva desacreditado, como mínimo, desde que se quedó sin Borges (por no mencionar que a Sartre, por ejemplo, sí se lo concedieron).
  4. «Bob Dylan no tiene la calidad suficiente». Este sí lo respeto y podría hasta estar de acuerdo si lo comparamos, por ejemplo, con Murakami (que no lo tiene). Sería muy interesante saber qué piensa el melómano japonés, por cierto.
  5. «Literatura es lo que yo diga». (Este no lo transcribo de forma muy literal, pero sí resume bastante bien lo que piensan algunos detractores). Pues resulta que no, que la literatura en Occidente no es opinable y desciende, sobre todo, de unos recitadores musicales (Aoidoi y Citharaedi, pero también Rhapsodoi y Homeridai, más cercanos  a Homero) que declamaban ―acompañados de instrumentos― textos que llamaban sospechosamente cantos, lo cual me lleva a afirmar lo siguiente:

No es solo que lo que Bob Dylan hace sea literatura, es que se parece más a la pulsión primigenia que alumbró la literatura que muchos de los bodrios que nos intentan colar últimamente. Estoy dispuesto a aceptar que lo que Dylan escribe no es literatura siempre que concluyamos que no es literatura ninguna otra recitación musical: que no es literatura la Ilíada, por ejemplo, ni la Odisea, ni el Cantar de Roldán, ni el Cantar de mio Cid.  Si Dylan no es el trasunto de un goliardo, que venga Dios y lo vea.

Y no estoy comparando, obviamente, a Dylan con Homero (o con los recitadores musicales a quienes llamamos Homero). Solo me estoy refiriendo, porque compete a este blog, a qué cosa sea la literatura, y defiendo que tiene mucho más que ver con la capacidad de contar una historia que con la utilización virtuosa de la sinéresis en un dístico elegíaco. Llamadme loco.

 

P. S.: Adelanto que llevo solo treinta páginas de Moby-Dick en la maravillosa edición de Valdemar y me tiene completamente fascinado.