De la ideología y otros virus

Lo único que un ciudadano razonable puede esperar de la política es que no tenga suficientemente poder para arruinarle la vida. Cualquier intento de encontrar gestión eficiente, discurso responsable o vida inteligente sobre el cuero de un escaño lleva indefectiblemente al sonrojo y la frustración.

La única atención que merecen los políticos es aquella destinada a medir y controlar su querencia autoritaria. Siendo que no nos van a dar soluciones, al menos que no nos arruinen la vida.

En este blog se ha sido muy prudente a la hora de juzgar el comportamiento de la clase política durante los últimos meses: la situación era tan grave e inédita que convenía más arrimar el hombro que constatar que el rey está desnudo.

No obstante, conviene retomar la palabra cuando asoma el ademán autoritario, porque por ahí empiezan siempre las debacles colectivas.

El pasado jueves recibimos la buena noticia de que el poder judicial estaba ejerciendo su función de control al ejecutivo enmendándole la plana respecto a derechos fundamentales de los ciudadanos, nada menos. Siempre es buena noticia que los jueces fiscalicen la actividad política. Que vigilen su incompetencia, los investiguen y, llegado el caso, los enchironen. Cuando un político entra en la cárcel, el ciudadano razonable se siente más seguro.

¿Aceptó el Gobierno socialcomunista la decisión? Nada más lejos. Reunidos de urgencia, el ciudadano Sánchez y los 22 preferidos por su dedo y/o sus necesidades tiraron de la principal herramienta intelectual del político español: el «usted no sabe con quién está hablando». Si no es por las buenas será por las malas, pero aquí se hace lo que yo diga.

El abajo firmante piensa que el Gobierno socialcomunista no habría declarado el estado de alarma en una de las regiones a las que teme y cuyo apoyo necesita para seguir pisando moqueta (Cataluña y País Vasco). No solo me refiero al enfrentamiento con el Gobierno de la región madrileña por estar dirigido por la facción contraria (de incompetencia comparable, por cierto): me refiero a que la izquierda española le tiene cierta inquina a Madrid. ¿Exagero? El medio de comunicación oficial del Gobierno socialcomunista, el diario El País, titulaba hace unos meses, en plena hecatombe, «¿Ha resucitado el coronavirus la vieja fobia al madrileño?». Curiosamente no pone «al madrileño y la madrileña». Para hablar de fobias es progresista usar el masculino, al parecer. Más abajo habla de «cierta fama de ombliguista y de derechas». Para el que antaño decía ser «el diario independiente de la mañana», y que en un arranque de sinceridad dejó de decirlo, ser de derechas es razón suficiente para ser odiado. Democracia en estado puro.

Hace falta ser malnacido para hablar de fobia a más de 6 millones de personas. Lo entiendo por parte del cainismo carpetovetónico que nos lastra como nación desde hace siglos, pero del medio de comunicación oficial del Gobierno socialcomunista espera uno un poquito más de cabeza.

Conviene hacer un paréntesis aquí. La Comunidad de Madrid tiene el PIB per cápita más alto de España en los últimos años. Siendo así, lo razonable es que quienes residen en ella tributen (las Comunidades no pagan impuestos, lo hacen sus residentes) más de media que quienes residen en Comunidades menos ricas. Esto es lo solidario y pasa en cualquier país que aplique criterios fiscales redistributivos. Algo similar a lo que ocurre, por ejemplo, en la comunidad catalana. Bien. ¿Conocen algún movimiento madrileño que proclame a los cuatro vientos que España nos roba? Yo no. No será este el sitio donde se plantee la pertinencia de un movimiento independentista madrileño (al que se podría llamar, por ejemplo, A ver cómo os va sin nosotros, guapos), pero sí precisar que una cosa es ser solidario y otra cosa ser imbécil.

Pero es que dice El País que somos de derechas, y he ahí la clave: la demonización del de enfrente. La clave no solo de lo anterior, que es lo de menos, sino de lo que sigue, que es lo de más.

En los últimos meses en este rincón del mundo se ha soportado lo siguiente:

  1. Que se nos diga que las mascarillas son innecesarias.
  2. Que se nos anime a estornudar en el codo y saludar posteriormente con el mismo codo.
  3. Que se nos diga que las mascarillas son necesarias.
  4. Que se pueda caminar solo con un radio de 1 kilómetro, salvo si uno va corriendo. Corriendo, todo lo que dé. Y sin mascarilla. Corriendo o fumando, sin mascarilla. ¿Corriendo y fumando a la vez? No se especificó.
  5. Que se nos avise de que las mascarillas KN95 sean malas, pero nos las regalen en las farmacias. Entiendo que si fueran buenas las cobrarían. Nos las regalan para que las tiremos.
  6. Las fotografías de la presidenta de esta nuestra comunidad en ademán de «estas manos pueden curar».
  7. Que el gobierno socialcomunista reconozca haber mentido respecto al comité de expertos inexistente. Insisto, no se formó un comité de expertos a pesar de la magnitud del desastre. España es pionera en la utilización del inexpertise en la gestión de crisis.
  8. Que, justo después del establecimiento de la distancia social y la limitación de aforos, la bancada de la facción dominante (es decir, de quienes habían establecido esas normas) se llenara hasta la bandera para aplaudir al líder.
  9. Que la facción opositora no se pusiera en ningún momento a disposición incondicional de la facción dominante, aparcando un enconamiento permanente que no tiene su base en la sana dialéctica sino en estúpidas cuestiones ideológicas, sectarias y de cálculo electoral.
  10. Como bonus track, el martilleo de las grandes corporaciones intentando difundir mensajes tipo «saldremos más fuertes», «resiliencia y oportunidad» y otras gilipolleces à la Paulo Coelho.

En resumen: hay un pingüino borracho al volante. La culpa, por tanto, no puede ser del pingüino, sino de quien lo haya puesto ahí. ¿Quieren saber por qué ponemos y mantenemos a pingüinos borrachos al volante?

Los políticos con responsabilidades de gobierno son nuestros servidores, no nuestros jefes. Ostentar el poder debería servir para llenar de humildad a las personas más competentes de la sociedad, no para endiosar a mequetrefes ineptos y fatuos.

¿Por qué permitimos que mequetrefes ineptos y fatuos gobiernen la nave? Porque, al definirse a sí mismos como izquierda o derecha, saben que contarán con el apoyo de quien se autoperciba como de izquierdas o de derechas. Incondicionalmente. Eternamente. Acríticamente.

En España hacemos política y percibimos la política mirándonos en el espejo de las dos catástrofes políticas del siglo pasado: fascismo y comunismo, a través de una generación que lejos de ser capaz de consolidar nuestra democracia llevó al país a una guerra estúpida y salvaje (doble pleonasmo).

Me da igual si unos querían convertirnos en una dictadura comunista o si los otros se levantaron contra la república que habían jurado defender. Por mí pueden irse al cuerno. Constituyen una generación que no estuvo a la altura y que actuó, insisto, tomando como modelo los dos totalitarismos más genocidas que hayan existido. No tengo ningún respeto por ellos.

¿Por qué nos remitimos al mismo lugar de nuestro pasado? Porque fue traumático, sin duda, pero también porque su recuerdo permite a nuestros políticos sentirse a salvo de nuestro juicio: los juzgamos por su carné y no por su gestión. El odio al de enfrente les garantiza adscripciones que su desastroso comportamiento nunca les proporcionaría en una democracia sana.

Es decir: por muy mal que lo hagan, por mucho que roben o mientan o intercambien nuestro futuro por un sillón, situarse a sí mismos en el espectro izquierda-derecha, recordarnos a los españoles que nos odiamos entre nosotros les garantiza el apoyo de millones de votantes. Revisen los suelos electorales de las facciones dominantes y lo discutimos.

Me niego a tomar una de aquellas dos vías ni a que el futuro se rija por ellas. Puestos a buscar ejemplos en el pasado, prefiero a Quevedo, santa Teresa o Cisneros. O Unamuno, ejemplo como Erasmo del destino de quien no se posiciona ni responde más que ante su propia honradez intelectual: ser denostado por ambos bandos. ¿Se han dado cuenta de que en España los partidos desaparecen por el centro? UCD. UPyD. Ciudadanos. Todos al hoyo. Rajoy entraba en una especie de colapso furioso al enfrentarse a Rosa Díez, la misma Rosa Díez a quien nuestro vicepresidente comunista impidió a gritos que hablara en la Facultad de Políticas de la Universidad Complutense, en uno de los hechos más repugnantes de las últimas décadas. Muera la inteligencia. ¿Cuál fue el pecado de Rosa Díez? Desalinearse. El sistema de partidos tolera mucho mejor los extremos que la sensatez.

«¡Disidente!»
Pocos han entendido tan bien la ideología como los Monty Python

Hace mucho tiempo que dejo de escuchar en cuanto percibo que mi interlocutor muestra los síntomas de engorilamiento de la política de bandos: no concedo ninguna importancia intelectual a quien tiene el cerebro alquilado. La ideología es el parásito violento del cerebro vacante. La mente ideologizada sustenta al político catastrófico.

Mientras sigamos contestando a un «muy mal Ayuso» con un «pues anda que Sánchez», o viceversa, seguiremos preparando el camino a los Sánchez y Ayuso del futuro. No podemos seguir justificando las mentiras de unos con las de los otros, ni la incompetencia propia con la ajena. Conviene salir de la ficción ideológica y, como en toda mejora o aspiración razonable, conviene empezar por uno mismo.

¿Por qué se presentan los mismos?

Imaginemos que me tiro dos meses intentando convencerles, amables lectores, de que me elijan para llevar a cabo un determinado trabajo. Digamos, por ejemplo, que el encargo consistirá en renovar las farolas de su ciudad. Para lograr ser elegido no escatimo en gastos (gastos que pagan ustedes, por otra parte) ni en pesadez: pinto las ciudades con mis colores y voceo mis bondades a través de cuantas alcachofas ponen a mi disposición.

Me eligen, claro, pues ustedes son personas con buen criterio pero, llegado el momento, y ante lo hercúleo de la tarea (elegir un modelo de farola) entono con Bartleby un lacónico «preferiría no hacerlo». No me niego en el acto, claro, sino que me paso otros dos meses mareando la perdiz. Que no sé, que no puedo, que no quiero. Que sí, que no. Que caiga un chaparrón.

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El caso es que seguiríamos sin farolas. A oscuras, sin un triste farol para buscar hombres honestos con Diógenes. Así que se volvería a plantear la necesidad de encontrar a alguien que se hiciera cargo del asunto de las farolas. ¿Y qué hago yo entonces? ¡Volverme a postular para el cargo! ¡Volver a utilizar su dinero (el suyo, el de ustedes) para hacerme de nuevo publicidad! ¿Qué pensarían ustedes de mí? Sinvergüenza sería lo más suave que pasaría por sus mentes.

Pues eso va a ocurrir próximamente en sus pantallas. Los 350 inútiles (a las pruebas me remito) que no han logrado llevar a cabo la función para la que se postularon vuelven a presentarse en su mayoría. Ni siquiera tenían que ponerse todos de acuerdo. Solo 176 en primera votación y una triste mayoría simple en segunda.

Hay una pequeña diferencia respecto al tema de las farolas. Ustedes nunca volverían a elegirme, por golfo, pero todo parece indicar que ellos sí volverán a pillar poltrona.

 

Obreras y zánganos

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Las leyes educativas en España han sido un éxito. No sé si hay quien lo dude, pero por si acaso me explico.

Al sistema le gustan los ciudadanos confusos; Kafka lo sabía. El Estado prefiere ciudadanos calladitos; preguntadle a Solzhenitsyn. A las élites, en general, los libros les parecen objetos peligrosos; leed a Bradbury. A los partidos les priva el control (Orwell), y controlar a idiotas es mucho más fácil.

El Estado nos quiere muditos. De nueve a ocho, sufragando alegremente sus poltronas y acudiendo a las urnas para elegir entre lo disponible, que no es mucho. (Ellos sí) saben que la pluma es más poderosa que la espada, y que cuando la gente se pone a pensar surgen los problemas por doquier. Así que hay que arrancar el problema de raíz: desde el colegio. Se trata de diseñar planes educativos que destierren la Filosofía y el resto de humanidades, formar abejas obreras que mantengan a los zánganos sin protestar. Preguntadle a un adolescente si sabe quién es Hitchcock (no ya Bergman, ojo), o que lea un artículo cualquiera de la prensa y os lo cuente. Preguntadle en qué año tuvo lugar la Revolución Francesa. O en qué siglo. Es más: preguntádselo a su profesor si es jovencito. Lo mismo hay sorpresas.

Trasciende que nuestro nivel educativo es bajo, pero esa es la más peligrosa de las medias verdades. La realidad es que nuestros cachorros ya no saben leer. Como suena. Ni sumar. Ni hablar con cierta corrección. Ni cuál es la capital de Alemania. Serán unas magníficas obreras y los zánganos sonreirán como hienas, pensando en cuánto le deben a la LOGSE, la LOE o la LOMCE entre otras joyas. Leyes nacidas para formar «trabajadores eficientes y consumidores responsables», no «ciudadanos», ni «personas», ni «seres humanos».

La distopía ya está aquí, pero no importa porque nadie sabrá qué nombre ponerle.

Política para ilusos

Percibo a mi alrededor cierto desencanto producido por los políticos. Cierta desilusión. Es decir, que hubo encanto e ilusión. ¿Cuándo? ¿Por qué? Los políticos llevan miles de años comportándose igual, así que si nos engañan la culpa es nuestra. Hay una serie de malentendidos que deberíamos subsanar:

1. Los políticos quieren que la gente sea feliz. ¿De dónde ha salido eso? Si fuera así se habrían hecho misioneros, o miembros de una ONG. Los políticos no buscan la felicidad de los demás. Buscan el poder. Solo buscan el bien común si perciben que eso aumentará su capital político, lo que es más fácil que ocurra si se trata de una democracia representativa. Eso es todo.

2. A los políticos les preocupa nuestra libertad. Por favor. El político es aquel amigo que decidía a qué se jugaba en el patio, aunque el balón no fuera suyo. El político dedica una gran cantidad de esfuerzo a lograr un estatus que le permita decidir cómo tenemos que comportarnos los demás. A grandes rasgos un político es, sobre todo, un gran entrometido. Llamamos Estado a la herramienta que utiliza para meterse en nuestra vida, por eso son tan peligrosos los partidos que quieren aumentar el tamaño de este. Es como si un caballo le pide al jinete que use una fusta más grande.

3. El político ideal tendrá un comportamiento irreprochable. ¿Y por qué no el zapatero? Hay que tener objetivos realistas: que los políticos sepan leer, por ejemplo.

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4. Los políticos tienen ideología. Otro error. La ideología es una carga demasiado pesada para llegar con ella a la cima. O la dejan atrás o se quedan atrás con ella.

5. Mi educación es responsabilidad de los políticos. Prefieres pensar eso y estás en tu derecho, pero la educación es responsabilidad de padres, alumnos y profesores. Conseguir el dinero para que sea gratuita es de nuevo un problema de gestión, no de responsabilidad.

6. Merecemos políticos mejores. Los políticos no son un premio, ni un castigo (aunque lo parezcan). No los pone ahí el destino ni son un espejo en que mirarnos. Ni siquiera deberían ser una excusa.

Así funciona la política desde que en una cueva un grupo de personas tuvo que decidir si encender o no el fuego. Probablemente desde antes. Entenderlo nos hará inmunes al desencanto y más resistentes frente a la actividad perniciosa de estos extraños seres.