El hombre que desenchufó Madrid

Decía José Luis Martínez-Almeida que a los madrileños no nos gustaba el enchufe de Colón. No precisó si había hablado con todos, pero él sabía que a los madrileños no nos gustaba el enchufe. Tampoco decía nada de que el proyecto de la Mutua iba a acabar con la gramática de arquitectura suspendida que daba forma a las Torres.

Lo que sí dijo el alcalde (los políticos tienen siempre amnesia selectiva) adolece de una incoherencia sutil pero profunda.

Creo recordar que, allá por el inicio de los 90, cuando las Torres Colón crecieron con el apéndice entre art déco y gothamesco que las coronaba, la opinión generalizada no era muy proclive a la alabanza. Dice Lo País que el propio Lamela las prefería antes de que la ordenanza exhortara a la reforma que vería nacer el enchufe, diseñado por el propio Lamela y con carácter reversible. Y menos mal que los focos para llamar a Batman no se instalaron por falta de viruta.

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Parece que a Jorge Arranz tampoco le disgustaba el remate

Pero los edificios no solo funcionan en el nivel de lo que gusta o no gusta a un amorfo colectivo y ficticio que llamamos «los madrileños», «los españoles» o «los trabajadores por cuenta ajena». Los edificios, como cualquier objeto y sobre todo como cualquier obra de arte, significan más allá de la voluntad de sus autores y de la recepción inicial. El enchufe puede ser un añadido más o menos afortunado, más o menos coherente con el proyecto original, más o menos representativo de una época, pero en mi humilde opinión de madrileño en edad provecta el enchufe era de lo más identitario que teníamos en lo que a arquitectura contemporánea se refiere, sobre todo si consideramos que se erigió en las postrimerías de la movida.

¿Qué hay de incoherente en todo esto? Pues que el mismo político que apoya la desaparición de la clavija verde se refiere a sus conciudadanos como un solo sujeto de opinión, uno al que no le gusta el enchufe, uno que le votó a él. Vamos, que mientras uniformiza los gustos de los millones de madrileños en función de su propia opinión (y de los beneficios económicos de que las torres recrezcan, me temo), se carga una de las señas que sí provee de identidad colectiva a Madrid y los madrileños. Es decir: mientras intenta construir sujeto político en torno a su propia opinión, desmonta las posibilidades de ese sujeto destruyendo uno de los elementos que lo cohesiona. Un político nunca se daría cuenta de esas sutilezas, pero aquí se ha venido a decirlas.

Desmontar un edificio siempre tiene algo de triunfo de la desmemoria, de Alzheimer colectivo

Dicen (cualquiera sabe) que, mientras pasaba en taxi por delante de las Torres, Rem Koolhaas le preguntó al conductor de quién era el proyecto. Pero ya sabemos que Koolhaas no es de fiar: también le gustaban las Torres Gemelas de Nueva York.

El arte de reparar agravios

Hace unos años el arquitecto Santiago de Molina llamaba nuestra atención sobre el kintsugi, el arte de reparar objetos de cerámica pegándolos con resina y cubriendo esta con un acabado tan precioso que el valor del objeto roto aumente en lugar de disminuir. Santiago, que además de profesor es maestro, demuestra que el conocimiento técnico nunca se escindió en realidad de lo humano ni lo humanístico, motivo más que suficiente para que visiten su blog.

Escultura de un kimono reparada por la artista estadounidense Karen LaMonte

El kintsugi está relacionado con la aceptación del paso del tiempo, el cambio y la imperfección, conceptos que las cicatrices resumen perfectamente. A los occidentales con prisa nos gusta porque es exótico y el resultado es estético. Y ya.

Siempre se nos ha dicho que durante una discusión es necesario ser extremadamente cuidadoso con las palabras que se arrojan como dardos, pues si se dirigen hacia zonas sensibles o el veneno es demasiado potente, lo más probable es que causemos daños irreparables. La amistad (ya no hay metáforas como las de antes) es como la porcelana: si se rompe ya no es posible recomponerla por mucho que uno se afane en disimular.

Esa sutura luminosa que propone el kintsugi quizá nos diga algo sobre los cambios sustanciales. Esa iluminación (que en el kintsugi queda encarnada por el valor de los metales preciosos) es necesaria para la crisis del cambio de estado. Está, por ejemplo, en la monumentalidad de los cementerios en cualquier religión o cultura. No es buen negocio subestimar la liturgia, que ha de ser costosa aunque sea en tiempo o devoción. También está en la capacidad de perdonar y el trabajo de la penitencia. El valor de la penitencia no es tanto pagar el pato sino iluminar; la comunión entre ofensor y ofendido. El verdadero sentido del esfuerzo es la comprensión profunda de lo que se persigue. Perdón es una palabra peliaguda porque rebasa nuestras capacidades: el perdón es un don y por tanto implica gratuidad, pero la soldadura de nuestros rompimientos sí exige recorrer un camino trabajoso. Si hay oro en nosotros son el tiempo y la voluntad.

Cuando Roland Joffé y Robert de Niro decidieron hacernos añicos el alma (quizá para repararla después con oro) en ese milagro cinematográfico que es La misión, lo hicieron a conciencia y durante la mayor parte de la película. Pero hay una escena que interesa aquí: habiendo pecado más allá de la comprensión humana y en busca de redención, Rodrigo Mendoza (De Niro) acarrea durante días un atadijo con su armadura por laderas tan escarpadas que habrían espantado al mismo Sísifo. Una vez arriba, en la reducción jesuita, uno de los guaraníes de la tribu que Mendoza había esquilmado para proveerse de esclavos se acerca armado con un cuchillo y, en lugar de rebanarle el pescuezo como era de esperar, le libera de sus ataduras en lo que es la materialización más potente de la superioridad moral, la compasión y el perdón que pueda contemplarse en una pantalla.

Robert De Niro como Rodrigo Mendoza. Qué jóvenes éramos todos…

Aunque demuestre arrepentimiento, al guaraní la tarea a la que se obliga Mendoza no le va a devolver a sus hermanos ni le exhorta a ser piadoso. No es esa su razón de ser: la tarea espantable que se impone el ex traficante de esclavos supone para Mendoza el umbral de una revelación, una catarsis, un renacimiento. Porque lo que Mendoza termina por comprender es que la dificultad no radica en conseguir que lo perdonen: lo que requiere un valor casi sobrehumano es perdonarse a sí mismo, y ese es el tremendo regalo que le hace el indígena a fuer de generoso.

Todo lo que encierra La misión nos aleja del meollo. ¿Qué tienen en común las cicatrices iluminadas del kintsugi y las calamidades autoinfligidas de Mendoza? Que no conviene pasar por encima de las cosas como si no hubieran ocurrido. No sale bien. La consciencia es mejor que el disimulo. Los problemas no se solucionan con sonrisas o palmaditas, y si no tienen solución de nada sirve silbar. No te pongas pelo. No te operes. No sonrías al enemigo. Joey hizo bien al meter a Chandler en una caja, solo faltaba. La vida es una serie de tropiezos dorados. Ama lo que ocurra, no lo ignores: amar es lo contrario de ignorar.

Cómo entrenar a tu dragón 3. La Play

El otro día pude escuchar a una madre desesperada: «¡Todo el día enganchado a la máquina!». No creo que se refiriera al móvil (esa es una adicción con muy buena prensa) así que veo probable que «máquina» quisiera decir Play o algún derivado.

Vaya por delante: los videojuegos son en su mayoría tan endiabladamente divertidos que constituyen un peligro para el tiempo de los adolescentes. Los videojuegos tienen la capacidad de hacer que el tiempo vuele, como el ganchillo o la petanca. No, seamos justos: como el móvil o las apuestas. El componente adictivo de los videojuegos es muy alto. Siendo así, las discusiones entre progenitores y progenie tienen pinta de ser frecuentes y terminan en el mejor de los casos con una negociación y en el peor con un martillazo.

Sigamos con las malas noticias: se calcula que el 60 % de jugadores de Grand Theft Auto V, un juego que a la violencia une la zafiedad y el sexismo, son menores de edad. Ante esto tenemos dos opciones:

Opción A. Hacer como hasta ahora

Es decir, meter a todos los videojuegos en el mismo saco (cosa que por algún motivo no hacemos con las películas ni los libros, pero sí con los juegos) y detestarlos en bloque. Esta ha sido siempre una táctica bastante utilizada ante lo que no se comprende: hacer como si no existiera. Lo que no se me alcanza de esa política es por qué permitirles jugar entonces… quizá para evitar conflictos. Los videojuegos son esencialmente perniciosos pero les compramos la Play porque sus amigos la tienen y cualquiera los aguanta si no. No solo les permitimos hacer algo que consideramos nocivo sino que además nos desentendemos.

¿Las consecuencias de esto? Que niños de 12 años jueguen a GTA. Que millones de niños de 12 años jueguen a GTA. No exagero: el jueguito ha vendido más de 120 millones de copias. Hace unas semanas la tienda de Epic lo regaló y la página colapsó a causa de la demanda.

Opción B. Aprovechar la oportunidad

¿Tiene esto solución? Claro: discriminar. Los libros no tienen código PEGI (clasificación por edades) y nadie en su sano juicio le regalaría a su hijo púber American Psycho o la biografía de Charles Manson. GTA V tiene una etiqueta en rojo en su portada con un enorme 18, pero nadie parece verla.

Veamos el asunto desde una perspectiva más amplia: una de las alternativas que se le proponen al gamer impenitente es la de leer. Otro paréntesis que despeje mi postura: leer es más enriquecedor, gratificante, significativo y cool que los videojuegos de aquí a Nueva Caledonia. Pero es que leer es más enriquecedor, gratificante, significativo y cool que el 98 % de todo lo que hacemos. Los libros son mejores que las personas los políticos.

El quid de la cuestión es, entonces, que jueguen menos y lean más. ¿Cómo?

Nuestra insistencia en la lectura es tal que, yo que ellos, sospecharía. De hecho, que insistamos tanto en la lectura es insultante para la propia lectura. Hemos hecho lo mismo que con la educación: conseguir que lo vean como algo muy pesado que deben hacer para conseguir aptitudes útiles. Si juntan los mensajes que les envíamos entre profesorado, padres y Administración (tres agentes, por cierto, de los que no suelen dimanar grandes cantidades de diversión), nuestras pequeñas bestezuelas entienden algo parecido a esto: «aunque leer sea un coñazo, deberías hacerlo para conseguir una serie de beneficios algo indefinidos que llegan al cabo de años».

Le damos demasiada importancia al medio, que es quizá lo de menos. El carácter sacro de la literatura no viene dado por que esté impresa en negro sobre blanco (aunque esto suponga a su vez una liturgia) sino por la importancia que ha tenido siempre en nuestra cultura una buena historia. La pulsión de enhebrar una buena historia está en el origen de cualquier sociedad o, mejor, brinda los elementos necesarios para que un grupo se transforme en sociedad. ¿Qué queda de Occidente (si es que queda algo a estas alturas) sin el viaje del héroe (de todas esas historias en que reverbera el periplo de Odiseo, pero también de Gilgamesh), sin el Génesis, sin El cantar de Roldán, sin el ciclo artúrico, sin Bovary (aunque la buena es Bouvard y Pécuchet, recuerden), sin la ida de olla de Alonso, sin Raskólnikov, sin los dos Zaratustras, sin el anillo único y sin lo mal que envejece Anakin Skywalker?

Estas son las razones del carácter sacro de la literatura, pero también, y entender esto es la clave de todo, las razones de su atractivo animal. Todas las historias antedichas triunfaron porque a la gente le divertían, no porque las estudiaran filólogos con antiparras. Este atractivo queda descrito perfectamente en la carta de amor que los creadores de Sherlock (Steven Moffat y Mark Gatiss; es maravilloso y muy meta que Mycroft sea guionista de la serie) les escriben a Holmes y Watson al final de la serie por boca de Mary: algo así como «cuando la vida se pone cabrona, es un alivio imprescindible poder confiar en que hay dos hombres buenos intentando arreglar el mundo desde su guarida de Baker Street». Borges lo dijo de otra forma: «Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una / de las buenas constumbres que nos quedan. La muerte / y la siesta son otras. También es nuestra suerte / convalecer en un jardín o mirar la luna».

Las buenas historias son refugio, consuelo y bendición. Solo un alma gélida resiste la tentación de conocer cómo termina una buena historia.

Y resulta que los videojuegos son un puente maravilloso entre lo estrictamente lúdico y la insondable maravilla que es la literatura. Estamos dejando pasar una oportunidad.

Los referentes visuales de varias generaciones a la hora de evocar épocas pasadas no provienen de los museos sino del cine. En esa parte de mi cerebro de la que no hablo con mis amigotes, Napoleón siempre tuvo un extraño parecido con Marlon Brando (Desirée, 1954), y Cleopatra con Liz Taylor (Cleopatra, 1963). Lo mismo ocurre con batallas, costumbres y vestidos. Pues bien, la imagen que la generación Z tiene de Cleopatra es mayoritariamente esta:

Cleopatra en Assassin’s Creed: Origins. Espantoso el doblaje de Clara Lago, por cierto

Da igual si nos gusta o no. Los videojuegos llegaron para quedarse y llevan décadas proporcionando referentes visuales a millones de jóvenes. Y no solo visuales. Los videojuegos son un medio de comunicación muy locuaz y nuestros jóvenes tormentos no están sordos.

Veíamos con nuestros padres las historias que luego leíamos; es un poco burdo protestar por que la juventud no lea si antes no les hemos enseñado quién es Robin Hood, Ivanhoe ni Rick Deckard. Es la presencia de historias en una sociedad (y la familia es una sociedad) la que activa el ansia de lectura. Si antes eran las peripecias de Sam Spade (El halcón maltés, 1941, qué buena es) o Daniel Dravot (El hombre que pudo reinar, 1975, ídem), y siguen siendo, ahora se han incorporado Geralt de Rivia (The Witcher, 2007, 2011 y 2015) y Arthur Morgan (Red Dead Redemption 2, 2018).

Las buenas historias son lo que une a los buenos videojuegos con la literatura (y con el cine, ya que estamos), y quizá si nos preocupáramos por qué juegos practican nuestros vástagos y nos uniéramos a ellos, y descubriéramos con ellos sus mundos, el paso al medio escrito sería más fácil y más frecuente.

Hay algo de carpetovetónico en la aversión al medio videojueguil. Si me apuran, hay algo de puritanismo y de ludismo. Solo nos falta quemar las consolas. Hay videojuegos que no pintan nada en la educación de los adolescentes: no les permitan jugarlos. Pero también hay obras maravillosas (otro día iremos al detalle) que no se deberían perder. Hagan de ellos un punto de encuentro y verán cómo terminan hablando de esta o aquella película; de este o aquel libro.

Preguntas que ahorran tiempo. Sobre la última temporada de Juego de tronos

Las primeras impresiones están sobrevaloradas. Con frecuencia un tipo que a primera vista parece gilipollas se convierte en un gilipollas, sí, pero entrañable. La tarea de descifrar la verdadera naturaleza humana es larga y está llena de baches. Por eso son tan importantes las preguntas que ahorran tiempo. Hasta este año la más eficaz solo era aplicable a los madridistas, lo que es una pega estadística: «¿Pero tú eres de Mourinho?». Ante una respuesta afirmativa, uno sabía que se encontraba frente a un ser humano incorrecto y desacomplejado que anteponía la lealtad al bienquedismo, lo que es mucho en los tiempos que corren. Mou es un detector de tibios.

Ya llegamos. Este último año se ha ido definiendo la que es a día de hoy la pregunta más útil que conozco: «¿Qué te parece última temporada de Juego de tronos?». Lo digo en sentido positivo, entiéndanme; no se trata tanto de vilipendiar a quien la vitupera como de loar a quien la encomia. La serie es muy buena y la última temporada es muy buena. No tanto como las seis primeras, pero muy buena. Les animo a confiar en quien valora la octava en contra de la opinión mayoritaria.

¿Por qué no tan buena? Como en el caso de la séptima, por las prisas y porque pierde el sustrato literario de George R. R. Martin: lo mejor de la serie siempre ha tenido que ver con los diálogos shakesperianos y los personajes densos, poliédricos y cabrones (es decir, humanos) que la serie fusilaba de los libros. La literatura es mejor que el cine.

No se trata de vilipendiar pero sí de ser sincero, y en mi opinión aquellos espectadores que no valoran la última tanda de capítulos deberían preocuparse más por ellos mismos que por firmar tonterías en change.org. Somos muy de despreciar el trabajo de profesionales habilísimos y devotos en función de análisis pueriles e ignorantes (el ejemplo pluscuamperfecto de esto es Scariolo: un tipo que dedica 24 horas al día a pensar baloncesto era hasta anteayer sistemáticamente criticado por quienes durante los partidos piden «intencionada»).

¿Por qué es tan buena la última temporada?

(Si Vd. no la ha visto está a tiempo de dejar de leer esta entrada aquí).

Vamos al turrón. No me voy a hacer fuerte en la mitiquérrima reunión de la chimenea previa a la sobrecogedora batalla de Winterfell. No me remitiré solo a Brienne de Tarth escribiendo en el Libro Blanco de la Guardia Real, escena tolkieniana mediante la cual la historia cristaliza en leyenda, ni al discurso de Tyrion defendiendo a través de la candidatura de Brandon Stark la memoria que engendra sentido de comunidad, discurso algo obvio pero certero. El último capítulo tiene que recoger y lo hace: solo tiene sentido a la luz de lo pasado y otorga a lo pasado visos de posteridad: esa insistencia en la memoria nos confirma que no estábamos locos.

Es contundente (aunque quizá haya caído en saco roto) la parafernalia totalitaria de las tropas de Daenerys al tomar King’s Landing por lo que connota: la inevitable tendencia de los libertadores a convertirse en los siguientes dictadores. La historia de Daenerys cuenta su conversión en su propio hermano. El problema no es este o aquel caudillo: el problema es el poder. Por eso Drogon practica la metalurgia con el Trono de Hierro. Les recuerdo que Khal Drogo (en cuyo honor fue nombrado el último dragón) ya había practicado la metalurgia con la cabeza de Viserys Targaryen.

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Fidel Castro camino de La Habana en 1958

Pero la gran escena, la que quedará en la memoria  —puto enano— de aquellos que están atentos a las cosas que parecen pequeñas es la del protagonista de la serie, Tyrion Lannister, colocando las sillas del Consejo Privado. De forma más precisa, ya que estamos, cómo mira a Bronn al maltratar la suya. No es la mejor escena de la serie porque la aparición de su padre desollando un venado en la primera temporada es lo más apabullante que servidor ha visto en serie alguna.

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La primera aparición de Tywin Lannister en la serie. No se veía un debut así desde Ronaldo (el bueno) contra el Alavés en 2002

No es la mejor escena pero es la que llena de luz su final: un tipo al que su familia ha odiado desde su nacimiento, que conoce la mezquindad inherente al ser humano, con más razones que nadie para entregarse a la orgía de violencia y traición que lo rodea, intentando volver a empezar, poniendo otra vez su confianza en las cosas de los hombres y cuidando cada detalle para que las cosas salgan bien esta vez. No somos responables del mundo, pero sí de lo que hacen nuestras manos y de lo que dice nuestra boca. Always be Tyrion.

Pero quizá, con todo, las razones objetivas para defender su final no sean tan importantes como las ganitas que este provoca de volver a verla, de leer los libros y de esperar las secuelas, precuelas y lo que se tercie. Yo ya estoy en el lío y se lo recomiendo vivamente; es sintomático que cada frase gloriosa de los primeros capítulos esté transcrita literalmente de los libros: toda la pinta de que Canción de hielo y fuego sea lo mejor que le ha pasado a la literatura fantástica desde El Señor de los Anillos.

 

P. S.: El artista más importante de los videojuegos —Hidetaka Miyazaki— está trabajando con un tal George R. R. Martin en la que sin duda será la obra audiovisual más importante de las próximas décadas: Elden Ring. Que el absurdo estigma que pesa sobre el medio no les haga perdérselo.

No digo que los videojuegos sean cultura

Solo digo que Metal Gear Solid V empieza con The Man Who Sold The World de Bowie sobre una cita de Emil Cioran:

No es la nación la que habitamos, sino la lengua…
No te equivoques; nuestra lengua materna es nuestra verdadera patria.

Casi nada. Digo que (sin salir de MGSV) hay referencias a Pinocho, de Collodi, y a Los perros de la guerra, de Forsyth, y a Nietzsche, y a Orwell y hasta a Mazinger Z. Que el helicóptero se llama Pequod (tengo pendiente la entrada sobre Moby Dick, por cierto) y que, sobre todo, hay un tremendo homenaje a una de las páginas clave de la historia de la literatura: la escena de la cabeza de cerdo de El señor de las moscas, de William Golding.

También digo que Valiant Hearts: The Great War, una joya 2D ambientada en la Primera Guerra Mundial, tiene un argumento que ya ya y una dirección artística époustouflante. Y un final de nudo en garganta.

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Shadow of the Colossus. Y solo es Play 2, pero ojo porque habrá revisión en PS4

Solo digo Ico y Shadow of the Colossus. Journey. Bloodborne (gótico como una canción de Joy Division). The Last of Us y la música de Santaolalla, que es medio juego.

Digo que, ahora que el cine está de capa caída, hay millones de personas que entienden la lógica, el lenguaje y la narrativa del videojuego mejor que los cinematográficos. Que lo mismo estás tardando en darle una oportunidad, a no ser que seas de los de vestidura rasgable como aquel escritor español que afirmó sin empacho que «entrar en Sherlock a través de las películas de Guy Ritchie es como empezar a leer cuentos clásicos gracias a sus versiones porno»). La España carpetovetónica.

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El mejor juego de la historia con permiso del Tetris

PS: me mandaron leer El señor de las moscas con 16 años, en el colegio, e hice caso omiso, pero gracias a eso lo tenía en casa y lo leí con 25. Y flipé. Lo cual no demuestra nada acerca sobre la bondad o maldad de las lecturas obligatorias, solo que el mundo es un sumatorio de azares.

Cinco películas entusiásticas

Un ser humano me pidió una lista de películas y aquí van. Como ese ser humano es puro entusiasmo, sobre el entusiasmo son las películas. La lista es de cinco, para que el homenaje sea a seis películas.

5. The Paper (Detrás de la noticia, 1994)

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Como Luna nueva, con Cary Grant, Detrás de la noticia es una película que te hace desear ser periodista cuando nunca habías tenido la menor inclinación. Si dedicas tu vida a hacer algo que te tiene al borde del colapso y aniquila tu vida social y familiar a cambio de un sueldo mísero, pero necesitas esa mierda como el oxígeno, es que eres un cabrón muy afortunado.

4. Sing Street (2016)

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Que un ser que no conoces de nada te recuerde por qué merece la pena hacer cada insignificante detalle de tu vida poniendo todo el alma es lo que denominamos cine. Si las palabras take on me te hacen pensar instantáneamente en un cómic dibujado a lápiz es absolutamente imprescindible que la veas.

3. The Winslow Boy (El caso Winslow, 1999)

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No conozco ninguna película que consiga ser tan sutil siendo tan consistente ni tan elegante siendo tan trascendental y ponga en el empeño tan poco artificio. No sé si alguna película es perfecta, pero a esta le cambias una mirada, una preposición o un mohín y te la cargas. Es un castillo de naipes hecho de castillos de naipes.

2. The Untouchables (Los intocables de Eliot Ness, 1987)

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¿La cena más mítica de la historia?

Todo en esta película es mítico. Como en la anterior, se podría pensar que su relación con el entusiasmo es espuria, pero eso es solo porque nos centramos en «1. m. Exaltación y fogosidad del ánimo, excitado por algo que lo admire o cautive» y obviamos «2. m. Adhesión fervorosa que mueve a favorecer una causa o empeño». Por si fuera poco ver a Connery y De Niro at their best, además sale Chicago como para mudarse.

1. Dead Poets Society (El club de los poetas muertos, 1989)

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«Carpeeeee… carpe dieeeeem»

Esta no es una película sobre el entusiasmo. Esta película es el entusiasmo. Es posible que, teniendo en cuenta cómo estaba el mundo y la educación en los 80, a algunos de nosotros solo un disparo tan resonante como este pudiera salvarnos de convertirnos en ejecutivos agresivos. Peter Weir consiguió que Robin Williams no llevara a Keating al terreno del histrión, que no es poco, pero da igual; es una de esas películas privilegiadas que a nadie importa si son buenas o muy buenas: yo, es ver a Ethan Hawke poner un pie en la mesa y se me desmelena el lacrimal.

Ah, y sí, por favor, arrancad esa maldita hoja del libro de Literatura.

ARCO y la seriedad del escritor

No digo que todo lo que se expone en ARCO responda a la intención de reírse del público, ni que todos los escritores que ponen cara de interesantes en las solapas de sus libros sean aburridos. Lo que digo es que, si tienes la intención de reírte del público, lo mejor que puedes hacer es aparentar gravedad. Si eres incapaz de escribir una buena historia, le plantas a tu libro una foto tuya como mirando más allá, al lugar donde los mortales no llegan (los mortales críticos, se entiende).

No hay problema en que el rey vaya desnudo siempre que ponga cara de máxima dignidad. Siempre que nos haga dudar de lo que vemos. Siempre que pensemos que la culpa es nuestra, por ser un poco cortitos.

Por ejemplo. Acabo de ver a un tío en pelotas (de nombre Emilio Rojas) dentro de unos palés apilados coloreados y agujereados ad hoc para acoger el cuerpo del pollo. No sé para vosotros, pero para mí es un claro ejemplo de crítica de la explotación por parte de la industria occidental de los recursos expoliados a los indígenas americanos y la burla nominalista de la producción tardocapitalista, además de la denuncia implícita de la mercantilización de la dignidad del artista cosificado. El que no vea eso está muerto en vida. Habrá quien diga que el sujeto no llegaba a ARCO y tiró por la calle de en medio con lo primero que encontró en su taller, pero eso no son más que obtusas simplificaciones.

Obsérvese el ingenioso mecanismo:

Emilio Rojas

Pues lo mismo pasa con los libros. A falta de que otro día hagamos una recopilación fotográfica de fruncimientos de ceño de escritores (con el aditamento opcional de pipa y/o gabardina), y haciendo la salvedad de que los buenos también ponen para la foto cara de estar pensando muy fuerte en algo, está claro que lo mejor que pueden hacer los menos buenos es rodearse de cierta aura filosófica.

Un escritor aburrido, en sí, no tiene gran mérito. Pero imaginemos que, entrevistado por un becario gafapasta, dicho escritor se declara partidario de la metaficción autorreferencial con recursos intertextuales de tintes estructuralistas. Automáticamente, la historia deja de ser aburrida para ser profunda, y si no nos interesa es porque la almendra no nos da de sí, porque un escritor con esa cara de esfuerzo mental no puede haber perpetrado simplemente un bodrio, sino necesariamente una abstrusa alegoría sociopolítica.

En algún momento los escritores dejaron de ser contadores de historias (a Stevenson los aborígenes del Pacífico Sur llamaban Tusitala, el que cuenta historias) para intentar ser algo mucho más pesado, a medio camino entre la Filosofía y el circunloquio. Escritores muy serios para lectores muy aburridos.