1. m. Árbol de la familia de las fagáceas

Dice en Tolkien el lingüista Joseph Wright (con una cara, por cierto, muy parecida a la del actor Derek Jacobi):

«Un niño señala y le enseñan una palabra: árbol. Más tarde el niño aprende a distinguir ese árbol del resto. Luego aprende su nombre, juega bajo el árbol, danza alrededor de él. Se coloca bajo sus ramas buscando sombra o resguardo. Besa bajo él, duerme debajo de él. Se casa debajo de él. Pasa por delante del árbol camino de la guerra y de nuevo, de vuelta a casa, pasa ante él cojeando. Se dice que un rey se escondió en ese árbol; un espíritu tal vez habite dentro de su corteza. Sus hojas peculiares se ven talladas en las tumbas y monumentos de sus señores. De su madera tal vez estén hechos los galeones que salvaron a sus antepasados de invasiones.

Y todo esto, lo general y lo específico, lo universal y lo personal, todo esto lo sabe, lo siente, lo invoca de alguna manera, aunque vagamente, con pronunciar una sencilla palabra: roble».

Escuchar una palabra hace que nuestra imaginación se convierta en una gota de tinta que toca la superficie del agua: nos deshilachamos en ideas que se cruzan y enroscan como los girones del humo de un cigarro. ¿Hasta dónde crecen estas volutas? Lo ignoramos, pero observen:

En un roble hunde Odín su espada Gramr para comprobar quién es capaz de sacarla. Será Sigmundr quien lo logre, y con ella ―aunque vuelta a forjar― su hijo Sigurdr (Sigfrido) matará al dragón Fafnir y se bañará en su sangre para lograr la inmortalidad. Una hoja de tilo, posándose sobre su espalda, impedirá que la sangre de dragón toque todo su cuerpo y lo hará vulnerable en ese punto fatídico.

Hay un hilo invisible que viaja desde Gram y Sigmund hasta Excálibur y Arturo. Otro conecta la hoja de tilo que impide la invulnerabilidad de Sigfrido con la mano de Tetis, que hace lo propio con su hijo Aquiles. La espada reforjada nos suena a Aragorn y Narsil/Andúril. Si el dragón Fafnir mora en el Brezal de Gnita y pierde el que será el oro del Rhin a manos de Sigfrido, el dragón Smaug proviene del Brezal Marchito y pierde el tesoro a manos de Thorin. Thorin Escudo de Roble. Un brezal, por cierto, no es un robledal, pero existe la miel de roble y brezo.

Todos esos hilos invisibles a los que la palabra presta cuerpo son anteriores a nosotros, casi independientes de nosotros, y gracias a ellos conocemos el mundo al que pertenecemos, pues llegan hasta donde ni Heródoto ni ningún historiador llegaron.

Trama y urdimbre

Texto es la evolución del latín textus, que significa trama y tejido. Ahora les ruego que observen esta joya:

Se trata de Cansada estoy de las sombras, dijo la dama de Shalott, del pintor prerrafaelita John William Waterhouse. Por estos lares ya se habló de su Eco y Narciso. Miren el telar que tiene delante: como ya saben, los hilos verticales del telar constituyen la urdimbre; los horizontales, la trama. El tejido como metáfora del texto, (el rapsoda, el bardo o el novelista construyendo la trama sobre una urdimbre dada, sobre esa maraña de relaciones de la que hablábamos antes) es la mejor metáfora de nuestra cultura, es decir, de nuestra vida-no-individual.

Un hombre, al menos, conoció el peso del símbolo (pues de la palabra como símbolo es, al fin y al cabo, de lo que estamos hablando). Se llamó Bonifacio y ahora lo consideramos santo. Pues bien: encargado de evangelizar a los pueblos germánicos, san Bonifacio se encontró con el Roble de Thor, ante el que se habían realizado en el pasado sacrificios humanos. Ni corto ni perezoso, el delegado papal taló el roble y, ante la aparente inoperancia de Thor (hijo de Odín, por cierto) respecto de darle un martillazo al improvisado leñador, cosa que los circunstantes pensaban que iba a ocurrir, sugirió un abeto cercano como sustituto adecuado para la fe cristiana. Ese es el origen de nuestro árbol de Navidad.

P. S.: Joseph Wright no supo leer hasta los 15 años, lo que no le impidió aprender más tarde latín, francés, alemán, sánscrito, sajón antiguo, inglés antiguo y medio, gótico, galés, lituano, ruso y nórdico antiguo, entre otras lenguas. De muchas de ellas escribió además gramáticas introductorias. Luego, que si el cerebro pierde plasticidad.

P. P. S.: De roble está hecho el bastón del protagonista de El invitado de Drácula, el relato con el que Bram Stoker estuvo a punto de abrir su obra maestra. Aprovechen, ahora que va habiendo que cerrar las ventanas por las noches.

Sir Gawain y el Caballero Verde: el poema que fascinó a Tolkien y sus dos películas a evitar

Existe en nosotros el ansia de lo medieval. Siempre estuvo ahí, pero durante la última década lo medieval se antoja imprescindible. La imagen de la Edad Media que ha llegado hasta nosotros puede ayudarnos en un puñado de cosas: entre ellas, la gestión del tiempo y la necesidad de fama.

Las cifras dicen que la vida humana es mucho más larga ahora que hace mil años, más o menos el doble. Las cifras mienten. Ustedes, san Agustín, Husserl y yo sabemos que más importante que la duración objetiva de las cosas es la duración subjetiva. Que una tarde mirando el perfil de la montaña dura mil veces más (aprox.) que una tarde mirando el móvil. Esa lentitud, ese desgranar la vida sin prisa tiene otro nombre: serenidad.

Pero es que además se nos impone la necesidad de la fama. Por si el día no fuera ya lo suficientemente corto, la fantasmagoría de cuidar nuestras redes sociales para alcanzar mayor difusión nos permite participar engañosamente del anhelo por excelencia desde la segunda mitad del siglo XX: ser famoso. El artista/artesano medieval desprecia la fama: el sentido último de lo que hace es lo que hace. He ahí una de las recetas de la felicidad.

Esa ansia de lo medieval hace que siempre terminemos por volver a Tolkien y su fantasía legendaria. A Wagner y su fantasía legendaria. A su vez, hace que Wagner y Tolkien miraran a la Edad Media para sus obras maestras. A su vez, hace que los pueblos europeos vuelvan sus ojos a la Edad Media para establecer sus mitos fundacionales. Arturo, Sigfrido, Beowulf, Roldán.

Esa búsqueda a veces produce hallazgos de importancia vital (Los Nibelungos, de Fritz Lang). Otras no dan la talla, en cambio, o aciertan el tiro pero no exprimen del todo el busilis medieval. Pues bien; existe una pequeña joya para la que no estábamos preparados: Sir Gawain y el caballero Verde, un poema inglés del siglo XIV sobre la llegada a Camelot de un extraño caballero vestido de verde y los desvelos que le provocará a sir Gawain, sobrino y paladín del rey Arturo.

Fue precisamente Tolkien quien la rescató, hasta el punto de editarla (y es esa edición la considerada canon), pero como no vamos a mejorar las palabras de Luis Alberto de Cuenca al respeto, dejemos que hable él mismo:

«Movimiento, color, viveza en los detalles: son las características fundamentales del autor de Gawain, que demuestra un ingenio y una agudeza poco comunes, además de un finísimo sentido del humor.

[…]

Todo tiene el calor y la vida de la experiencia y la complicidad. Los paisajes, la atmósfera, los sonidos. Todo se inscribe en el relato con una enorme libertad que racionaliza el prodigio y da un rostro a la maravilla».

Ningún relato de origen o ambientación medieval que servidor haya leído satisface tanto las espectativas como Sir Gawain y el Caballero Verde. Es relato de chimenea, de abandono del mundo y sus desdichas y zambullida en la única felicidad verdadera, la que proporciona la literatura.

Alguien más ha debido de fijarse en los últimos tiempo en el relato anónimo, pues en 2021 el estadounidense David Lowery escribió, produjo y dirigió El caballero verde, una cinta rodada según el método postmoderno de resultar críptico para aparentar ser profundo. Un bodrio, en otras palabras, y para más inri todo lo contrario de la gozosa sencillez del relato original. Ni la Vikander se salva.

Mención aparte merece la versión homónima de 1984, de esa época en que Sean Connery aparecía en cuanto proyecto disparatado se le pusiera a tiro. Observen:

Sí, lleva acebo en la cabeza. Es Sean Connery y puede ponerse lo que quiera

La película está protagonizada por un Miles O’Keeffe disfrazado de He-Man a quien resulta muy difícil perdonar, y aunque es un disparate en sí misma yo volvería a intentar verla sin dormirme antes que revisitar el pretencioso pestiño de Lowery.

Alianza acaba de reimprimir Sir Gawain (2021), y hay una edición escolar de Siruela de la que no puedo responder. Pero si este invierno les asalta la nostalgia del cuerno de caza y la mística de lo artúrico no lo duden: el genio que pergeñó nada menos que «el mejor texto artúrico inglés» no va a decepcionarlos.

P. S.: La joya que abre esta entrada es El último sueño de Arturo en Avalon, de Edward Burne-Jones.

Dios me libre de mis amigos…

… que de mis enemigos ya me libro yo. Nada es más peligroso que un falso amigo, y no solo al aprender idiomas.

No sé si han visto últimamente alguna serie del oligopolio audiovisual que nos aqueja. Yo estoy aguantando como un titán la soporífera Los anillos de poder, por ejemplo. Pero da igual, vean la que vean lo más probable es que el reparto se parezca más o menos a esto:

cosa que en una serie histórica me parece confuso pero en una fantástica podría ser razonable, pues se elige entre los actores disponibles y nuestras sociedades ya no serán nunca de un solo color. Tampoco me parece mal el teatro kabuki ni el noh, donde los hombres hacen de mujeres (me temo que la cultura woke detesta estas últimas opciones, pero por eso yo soy liberal y ellos no). Que actores no caucásicos interpreten papeles caucásicos no me molestaba en Mucho ruido y pocas nueces y no me molesta ahora.

A no ser que…

Andaba yo pensando en estos términos el otro día (supongo que viendo la citada serie; hay que ponerse a verla siempre pensando en algo para no dormirse) cuando elucubré lo siguiente, porque ya saben que servidor es bastante malpensado.

J. R. R. Tolkien era un escritor blanquito y anglosajón que para proveer a Inglaterra de mitos fundacionales tiró de tradición germánica, más o menos como hizo Wagner en El anillo del nibelungo. No solo lo consiguió sino que nos proporcionó la que es, sin discusión, la obra fantástica más acabada de la literatura del XX (y se lo dice alguien que se está leyendo la trilogía de Gormenghast, de Mervyn Peake, a la que Bloom sí metió en su canon como no hizo con Tolkien). El Señor de los Anillos es culturalmente centroeuropea y por tanto occidental. Es, por muchos motivos que resulta imposible desgranar aquí, pero que atañen a su adscripción medieval, la caracterización de sus criaturas y su profundísimo lore, profundamente occidental.

Dicen los totalitarios, entre los que se encuentra la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, que hay que poner en las películas personas de diferentes razas porque si no eres racista. Pero yo digo lo siguiente:

¿No hay una suerte de imperialismo cultural en coger las leyendas europeas e imponerlas desde una posición económica de dominio y dándole al asunto la apariencia racial de que esas leyendas son de todos?

¿Quiere Amazon demostrar su multiculturalismo? Excelente. Que coja el Ramayana indio y le meta 10 temporadas, y que empotre a actores blancos en papeles no protagonistas, si no queda demasiado ridículo.

¿O por qué no coge Netflix la versión de la epopeya Mwindo, de los banyanga congoleños, transcrita por Kahombo Mateene y Daniel Byebuick y hacen una miniserie? ¿No tiene algo de neocolonialismo maquillar las sagas germánicas (germánicas, precisamente, lo que tiene su aquel) de multiculturalismo antes que rescatar y dar voz a las sagas de los demás?

Conviene ir por el mundo con los ojos bien abiertos, sobre todo ante iluminados y vendedores de crecepelo. Con determinada gente el único texto importante se escribe solo entre líneas.

P. S.: Tengo por ver el último capítulo de Los anillos de poder. Si mantiene las cotas de aburrimiento de los anteriores, lo que tendría cierto mérito, igual dedicamos una entrada a por qué cuando tu única preocupación es no pronunciarte ni decantarte ni ofender a nadie acabas por resultar soporífero.

Las palabras son mágicas

Pensar en marxismo y capitalismo como contrarios es un lugar común difícil de soslayar y mucho más difícil de contrarrestar (la Guerra Fría y su cine hicieron mucho por consolidarlo), pero solo cuestionando lo que se da por supuesto se puede tomar verdadera perspectiva.

Una de las mejores razones para considerarlos primos hermanos es la sustancia que palpita en el seno de ambos: materialismo contante y sonante. No sé si sonante, pero de que sea contante se encarga una de las salmodias de la modernidad cientificista: no solo todo es reducible a números sino que hacerlo permite explicar, prever y corregir. Por eso hace décadas que disciplinas que nunca serán científicas ni falta que les hace (la educación, la politología o la psicología, entre otras) pugnan por serlo: si no te refugias en la demostración estadística corres el riesgo de decir algo original que atente contra el pensamiento único. Citas y estadísticas están corroyendo el pensamiento y la academia.

Pero hablábamos del materialismo que todo lo contamina. Esa preocupación permanente por los números encuentra su adalid contable en el dinero, noción mucho más esquiva de lo que parece, pero que aspira a resumir por su polivalencia y su contabilidad (posibilidad de ser contado) el conjunto de las actividades humanas. Capitalismo y marxismo coinciden en verte como lo que tienes, con un número sobre la cabeza como los jefes finales de los videojuegos o las cifras de tiempo marcadas en la muñeca de los personajes de In Time.

Una sociedad así termina por hacer famoso a cualquier petimetre que haya acumulado guita. Quien ostente una cifra jugosa se convierte automáticamente en personaje envidiable. Cuéntenle a un adolescente que llegar a ser un youtuber vacuo y millonario no es la meta de toda vida humana y verán qué cara de sorna les propina.

Una de las fantasmagorías que la preeminencia de lo numérico instala en nuestras conciencias es la ubicuidad del juego de suma cero. Una sociedad que lo cuenta todo es necesariamente una sociedad egoísta porque cree que la ganancia propia es pérdida ajena y viceversa. Por eso miramos con suspicacia al orgulloso propietario del Aston Martin de al lado: «Qué se creerá», pensamos, como si fuera culpa suya que nosotros no tengamos uno.

Y, sin embargo, más allá de ciertas necesidades materiales básicas, nada que en la vida sea mollar responde a la lógica aritmética ni es un juego de suma cero. Nada sustantivo está sujeto a escasez ni es fungible.

Las palabras tienen la capacidad de hacer que exista lo que no existía, de traer la paz o la guerra, la desgracia o la felicidad. Pueden hacer que un corazón rebose.

Väinämöinen es un personaje central de la mitología finlandesa. Su voz es grave y profunda: su canto poderoso da forma y ordena la naturaleza. Ni el sol se le resiste:

El justo y viejo Väinämöinen
 abrió la boca para hablar,
dijo las siguientes palabras:
[...]
«A partir del presente día
álzate todas las mañanas;
danos a todos la salud, 
trae la caza a nuestro alcance,
la presa cerca de la mano, 
atrae al pez a nuestro anzuelo».
Väinämöinen luchando contra Louhi según el pintor finlandés Akseli Gallen-Kallela.
¿Les recuerda a alguien?

En La Música de los Ainur nos cuenta Tolkien el origen de Todo. Ilúvatar, el Único, crea a los Ainur, los Sagrados, y les ordena cantar una Gran Música:

Entonces las voces de los Ainur [...] empezaron a convertir el tema de Ilúvatar en una gran música; [...] y al fin la música y el eco de la música desbordaron volcándose en el Vacío, y ya no hubo vacío. 

«Y ya no hubo vacío». En el libro de todos los libros se nos cuenta:

Y dijo Dios: 
Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche.

Dios no piensa el mundo. Dios dice el mundo, y después pone nombre a las cosas creadas. Tener un nombre es condición para existir. Según el Corán:

Él enseñó a Adán el nombre de todas las cosas. Entonces se las mostró a los ángeles y les dijo: Decidme los nombres de estas cosas si sois verdaderos.

Y los ángeles no supieron los nombres, pero Adán sí, y por eso Dios hace a los ángeles arrodillarse ante Adán.

Todo lo anterior no prueba que las palabras sean mágicas, solo lo anuncia. La prueba viene ahora; coja un papel, o un teléfono, y marque el número de esa persona. De su madre, o de su padre, o de sus abuelos si es usted un tipo con suerte. De ese ser al que últimamente le brillan los ojos más de lo habitual. Dígale aquello que nunca viene a cuento decir: «Estaré contigo contra viento y marea», o «Te echo de menos», o tan solo «Aquí estoy». «No tengas miedo».

Luego me dicen si las palabras son mágicas o no, si son capaces de hacer que haya donde no había. Si siguen las leyes de lo material. Si merece la pena decirlas.

Dice Borges (un demiurgo en sí mismo) que «pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una de las buenas costumbres que nos quedan». Conan Doyle es una de las personas que más felicidad ha proporcionado al resto de los mortales. Lo hizo con una receta antigua: poniendo una palabra detrás de otra.

Dijo Lavoisier que la materia no se crea ni se destruye. Puede que la materia no, pero la materia de la que están hechos los sueños sí. Esa es nuestra trascendencia, y por eso la ciencia y la política siempre terminan por quedarse cortitas, atónitas, colapsadas.

P. S.: Abracadabra aparece por primera vez en un poema de Quintus Serenus Sammonicus; más allá su origen es desconocido. La teoría que más nos gusta es que proviene del hebreo y significa voy creando según hablo.