De un hombre pobre (relato circular)

En el amanecer de mi vida conviví con un mendigo. Fueron tiempos remotos que ahora recuerdo ante la luz de un hogar muy parecido. Pasábamos los días enredados en la bruma narcótica de una dulce inactividad. No logro reconocer de qué vivíamos ni qué personas frecuentaban nuestro trato. El menesteroso, que me había acogido sin preguntarme siquiera mi nombre, pasaba largos ratos sentado en un rincón, con los ojos abiertos y la mirada fija en algún punto de este o del otro mundo. A veces me miraba y sonreía, y yo le devolvía la sonrisa con dichosa gratitud.

Con el tiempo conocí otros lugares y frecuenté otras personas. Un amor (en la mañana de mi vida) me convenció de que la contemplación no me daría la felicidad más sabrosa y plena, la que reposa latente en la primavera del hombre. Recogí mis escasas pertenencias ―las mismas con las que había llegado allí― y abandoné al mendigo. No recuerdo haber percibido ni un solo reproche en su mirada, que permanecía misteriosa y afable con el pasar del tiempo.

En el mediodía de mi vida recurrí a la ciencia: un sabio reputado me hizo un sitio en su casa y me convirtió en un miembro de su familia. Según calculaba, él podría enseñarme todo lo que me sería necesario para convertirme en un hombre rico y renombrado. Sin dinero ―razonaba yo― nunca podría encontrar el amor. Movido por esta perspectiva, estudiaba sin descanso los libros de los hombres. Más de una vez me sorprendieron los primeros rayos del sol ante los viejos manuscritos del hombre sabio. Un día, cuando me creí suficientemente ilustrado en las cosas de la ciencia, abandoné al hombre docto, prometiéndole volver, y busqué el amparo de un famoso comerciante de la seda.

En la tarde de mi vida me puse al servicio del traficante de la seda y presté toda mi atención a cuidar con disimulada codicia a los clientes, arreglar con esmero las cuentas y amenazar solapadamente a los mercaderes que nos proporcionaban las mercancías. Pronto conocí todos los secretos del negocio, y yo mismo me convertí en un próspero negociante cuyo nombre no era extraño en los rincones de la provincia. Desde esta envidiable posición, sin embargo, tuve la ocasión de conocer el verdadero carácter del comerciante de la seda: tras su apariencia bonancible siempre había una mueca de codicia y trataba a sus empleados, e incluso a sus mujeres e hijos, con una cierta distancia provocada, sin duda, por una visceral desconfianza. Cuando me percaté de que también de mi compañía esperaba obtener un rédito, abandoné su casa y me dirigí hacia el hogar del hombre sabio.

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El sabio (que conocía todos los secretos de los cielos y los mares, de las montañas más remotas y de las simas más insondables) me acogió en el anochecer de mi vida con ostentoso júbilo y celebró durante tres días mi regreso. Yo, a cambio y como había proyectado desde un principio, le ofrecí parte de mi fortuna para que fundara una universidad o una biblioteca o cualquier otra institución que contribuyese a acrecer su ciencia ―si eso era posible― y perpetuar su fama. La reacción del erudito, sin embargo, consistió en echarme de su casa con muy malas maneras, arguyendo que la fama y la fortuna nada tenían que ver con la sabiduría, y que ¡ay de aquel que las confundiera de la manera tan miserable y desagradecida como yo las había confundido! Perplejo por que el hombre sabio no pudiera ver más allá de su propia sabiduría, lo abandoné y retomé mi viejo proyecto, el de conquistar el amor.

Pasé toda la noche de mi vida buscando el amor, convencido de que solo un sentimiento tan altruista y despegado podría brindarme algún retazo de felicidad y de que mis amplios conocimientos y mi recién adquirida fortuna facilitarían sin duda mi empresa. Pero como ocurre siempre, solo logré encontrarlo cuando cejé en mi búsqueda. Supe entonces que, como había sospechado siempre, solo el amor era desinteresado y perseguía la felicidad del otro por encima de la propia. Mi rendición ante el amor fue incondicional, y tenía profundas implicaciones religiosas. Transido de ascetismo y devoción, regalé toda mi fortuna y me dediqué con delectación a honrar el trono donde había sentado a mi amada. Ella, al saberlo, en lugar de agradecerme esa inédita muestra de amor y compromiso, tuvo unas memorables palabras hacia mí a cuenta de no sé qué estirpe de cerdos infectos y, antes de que le diera tiempo a ascender en su cariñoso recorrido por mis ancestros, la abandoné decepcionado.

En la madrugada de mi vida, justo antes de que una nueva mañana purifique mi cuerpo con las aguas del Ganges, y tras haber comprendido la verdadera naturaleza del interés humano, he vuelto a vivir con el pordiosero. A veces, él me mira y sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa con dichosa gratitud.

Rebeca, de Daphne du Maurier

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Así sí. Tras la última elección desafortunada, no hay como recurrir a los clásicos (vale, quizá sea exagerado llamar clásico a Rebeca) para recuperar la fe en la literatura.

Tampoco en esta ocasión voy a hacer una crítica, aunque la obra lo merece. Solo me gustaría utilizarla para explicar por qué es un buen libro y por qué la buena literatura lo es.

Más allá de gustos personales o de la caracterización Rebecaexhaustiva de lo que de forma artera se da en llamar «alta literatura», lo que hace que un libro sea digno de ser leído (no todo es relativo: hay que mojarse) es que haya verdad en él. Que sus claves y códigos sean los de la vida. Un escritor (escritora, en este caso) es básicamente un mentiroso, y hay que exigirle que mienta bien. Dando por supuesta la existencia de una buena historia, lo que hay detrás de un gran libro es básicamente trabajo: ha de tener textura, solidez, dimensiones; responder a las mismas leyes que la realidad (o crear unas nuevas y después respetarlas, como Tolkien). Aunque un personaje solo tenga dos frases irrelevantes, el autor debe preocuparse por establecer su extracción social o a qué edad se le cayeron los dientes de leche (esto último es exagerado, pero solo un poco).

La inspiración está muy bien, pero es menos mística de lo que parece: se reduce a unas condiciones de trabajo adecuadas. Escribir diez horas, por ejemplo, suele ayudar más a escribir un buen capítulo que esperar la llegada de las musas. Ejemplo:

Mientras la segunda señora De Winter nos cuenta cómo se ve obligada a soportar los rigores de las convencionales visitas de sociedad, utiliza una frase que recoge a la vez el carácter postadolescente de la protagonista, la vacuidad de las convIMG-20160227-WA0003ersaciones al uso y la hipocresía social predominante, y todo ello con sutileza y sarcasmo:

«Continué sentada, con las manos sobre la falda, dispuesta a expresar mi conformidad con la primera que dijera algo».

Hay escritores que tardan toda una vida en lograr una frase así. Pero claro, estamos ante una autora que se molesta en que la celebérrima frase inicial de la obra («Last night I dreamt I went to Manderley again») tenga la estructura métrica de un hexámetro yámbico. Trabajo, trabajo y trabajo. Lo de la inspiración es la excusa de algunos para atizarse un lingotazo de cuando en cuando.

Por qué no publicar en digital

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  1. Comenzar a editar música en formato digital causó el desplome de las ventas. ¿Qué hizo la industria editorial al verlo? Comenzar a editar en digital. Bravo.
  2. La calidad del producto. Sacar a la venta un título conlleva (al menos en las editoriales que merecen ese nombre) una serie de procesos realizados por el bien del lector. Hay una persona, por ejemplo, preocupada por cosas tan nimias como que la misma palabra no aparezca en la misma posición en dos renglones consecutivos, pues se considera que esa circunstancia entorpece la lectura. En un libro electrónico un mero cambio del tamaño de letra descuadra toda la maquetación, así que no merece la pena corregir ni maquetar con esmero.
  3. Imagina a James Bond con un smartwatch. Exacto. El libro como objeto, como fetiche. Ah, y las bibliotecas. Este argumento lo explica mejor que yo Carl Spitzweg en El ratón de biblioteca:Biblio
  4. La mera existencia de los gurús de lo digital: argumentos como «No puedes oponerte al progreso», más allá de la grima que dan, encierran la sumisión a uno de los paradigmas preferidos por las élites político-económicas que nos dirigen (hacia el abismo): lo que tenga que pasar (porque lo decida la industria) pasará. Resígnate. Y un cuerno.
  5. En formato digital, un libro de Paulo Coelho ni siquiera sirve para calzar una mesa.mesa
  6. El libro es el objeto que mejor representa lo que la humanidad tiene de memorable. Que ese logro intelectual siga ocupando un lugar material coadyuvará a preservar los esplendorosos efectos de ese logro. Porque la memoria se ayuda del lugar (ver Genius loci, de Christian Norberg-Schulz). Volver a tomar un libro en nuestras manos y pensar «aquí fui feliz». Seamos felices.

Sobre qué cosa sea la literatura

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Va, seamos francos. Luego vienen Crimen y castigo y el Ulises y Murakami y hasta Foster Wallace si hace falta (que hace), pero lo que a muchos nos inoculó el veneno fue leer a Dumas y a Verne y a Ende y a otros por el estilo.

La primera vez que robamos aquel libro de las serpientes enroscadas y nos subimos al desván del cole (hacía un frío pelón) lleno de esqueletos y ratones y nos fumamos las clases y el aburrimiento. O cuando entramos en París con D’Artagnan. O al sobrevolar África en globo. En ese momento nos hicimos lectores.

Lo digo porque hay ensayos novelados que nos la quieren dar con queso. Magistrales, muchos de ellos. Libros que pueden cambiarte la vida. Huxley. Orwell. Houellebecq. Novelas de tesis, en su mayoría. Pero que no envenenan. El veneno es otra cosa.