El dispensador de dopamina

«Durante el primer cuarto del siglo XXI una adicción desconocida se apoderó de la práctica totalidad de la Humanidad. Como en otras adicciones previas y ya identificadas, sus víctimas se creían a salvo. «Yo controlo», se decían. Como con el opio en la China del XIX o con la cocaína a principios del XX, el enemigo fue sibilino, e incluso estuvo bien visto, hasta que sus efectos catastróficos fueron demasiado notorios.

¿Cómo pudo extenderse con tal velocidad una adicción tan letal en sociedades supuestamente avanzadas?

Las organizaciones ya sabían los beneficios que la adicción genera. La adicción es la fidelización definitiva; no hay mejor cliente que el cliente zombi. Lo sabían las organizaciones ilegales en la Colombia de Escobar y lo sabían las organizaciones legales en la California de Cupertino.

Con ese conocimiento, estas últimas diseñaron un dispositivo electrónico portátil capaz de hacer que el cerebro de sus clientes liberara grandes cantidades de un neurotransmisor llamado dopamina, que les proporcionaba unos segundos de placer tan volátil como deseable. Las dosis podían repetirse indefinidamente, lo que llevó a que en los Estados Unidos de 2022, por ejemplo, un adolescente medio pasara 7 horas y 22 minutos al día administrándose dopamina. El 46 % del tiempo que pasaban despiertos.

Respecto a otros modelos de negocio basados en adicciones, como el tabaco o la cocaína, los dispensadores de dopamina presentaban varias ventajas incomparables, que resumiremos en dos: los dispensadores de dopamina eran legales y, sobre todo, los dispensadores de dopamina no mataban a sus clientes. No hace falta tener una visión empresarial muy desarrollada para conocer la ventaja de no matar a los propios clientes.

¿Cómo lograron las corporaciones meter en el bolsillo de cada ciudadano el que era sin duda el peor dispositivo audiovisual de los últimos 50 años? En primer lugar, para hacer los dispensadores más sofisticados y sexis, las corporaciones sustituyeron el término «electrónica» por el de «tecnología», concepto con mucha más pegada a pesar de abarcar un campo mucho más amplio que el de la electrónica. Con el cambio de siglo se desligó la noción de conocimiento (saber escribir a mano, saber construir un violín) de la de tecnología. Solo lo material era tecnológico. Solo lo electrónico era tecnológico.

Esa fantasmagoría, esa veladura ocultaba una mucho más perniciosa. Lo que las corporaciones autodenominadas tecnológicas estaban vendiendo ni siquiera era de naturaleza electrónica, sino química. Estaban vendiendo chutes de dopamina, pero la doble cortina de humo evitaba que lo pareciera.

En segundo lugar, se dieron la mano con algo llamado «redes sociales», lugares inexistentes vacíos de contenido, información o contacto humano, pero con la apariencia de proporcionar a los adictos contenido, información y contacto humano.

¿Cómo terminó la crisis de la dopamina? Los momentos más duros fueron pasando precisamente cuando la farsa tecnológica se fue desvelando, cuando el aparato físico en que consistía el dispensador de dopamina dejó de significar sofisticación tecnológica y comenzó a ser visto como lo que era en realidad: sumisión química. Una vez perdido el sex appeal el negocio se vino abajo como un castillo de naipes y sus víctimas comenzaron a verse como adictos y no como consumidores sofisticados. Súbitamente comprar un dispensador de dopamina a un adolescente comenzó a estar tan mal visto como regalarle un cartón de tabaco o un gramo de cocaína, y la tormenta se fue tan rápido como había llegado».

Muy bien, hablemos de tecnología

La tecnología es fundamental en la enseñanza. Yo, por ejemplo, utilizo así la tecnología:

3 obstáculos típicos en alumnos de Secundaria y Bachillerato:

  1. Dificultades con la sintaxis.
  2. Dificultades con el álgebra elemental.
  3. Consideración de la lengua y las matemáticas como disciplinas lejanísimas, casi opuestas.

Utilizo, como digo, la siguiente tecnología: cojo, por ejemplo, un puto lápiz y en el huequito de un papel medio roto escribo algo parecido a esto:

Ejemplo

Nada muy sofisticado, como pueden ver: se trata de que entiendan que el álgebra es, como el español o cualquier idioma, un lenguaje, y que el quid de la cuestión es comprender cómo se relacionan sus elementos.

Después es más fácil que comprendan que la lógica que rige dichos lenguajes no les es extraña, sino que o bien les resulta innata en el caso de las Matemáticas (Ramanujan) o ellos ya la han aprendido pero no lo saben, como demuestra el hecho de que hablen español.

Deberían ver la cara que ponen cuando entienden que la sintaxis no les dice cómo tienen que hablar, sino que les explica cómo funciona su cerebro cuando hablan. Que la culpa de que demos sintaxis es su manía de comunicarse. Que ellos son, en último extremo, el objeto de estudio. Esa carita sí que es una paga extra.

No me malinterpreten, no hay nada innovador ni original en esta tecnología. Nadie que se dedique a este oficio se va a quedar con la boca abierta porque lo normal es que utilice herramientas similares, probablemente mejores, con la condición inexcusable de que funcionen.

Lo que intento (dado que parece que últimamente todo quisque se siente capacitado para hablar sobre educación, normalmente relacionándola con un uso torticero de la palabra tecnología) es decirle a esos intrusos que los profesores ya tenemos nuestra tecnología, nuestras técnicas, y que si sus consejitos van a consistir en decirnos que la tecla verde es para enviar, entonces ya lo sabíamos, porque no somos imbéciles y nuestros alumnos mucho menos.

Porque pudiera ser que quienes se llenan la boca de la palabra tecnología no supieran lo que significa. Pudiera ser que a lo que se refieren los gurús monologuistas con micrófono de diadema que se permiten el lujo de hablar sobre educación desde la comodidad irrebatible del vídeo promocional de una entidad bancaria es a la electrónica (diantre).

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Tecnología punta

P. S.: Sobre tecnología, de lo mejorcito que se ha escrito es de Lewis Mumford (El mito de la máquina) y de Jorge Drexler (Guitarra y Vos). El libro de Mumford tiene dos tomos, unas 1300 páginas; la canción de Drexler dura 3:52. Lo bueno es que no hay por qué elegir.