Vivir de espaldas a la Belleza

Hace unos meses obtuvo cierto éxito un tuit de un escritor que afirmaba que nada se aprende del sufrimiento. Un pensamiento expresado en 280 caracteres tiene dos ventajas aparentes: suele tener pegada (Twitter no inventó los aforismos) y la naturaleza de las redes sociales posibilita su difusión masiva, pero de un segundo vistazo puede resultar problemático o matizable, y este efectivamente lo es.

Es cierto que el sufrimiento en sí no es buen maestro, pues con frecuencia se ve asociado a estados de ánimo que dificultan el normal desarrollo de nuestras facultades. Pero también es cierto que el sufrimiento suele caminar en paralelo con experiencias que, en su crudeza, nos explican con meridiana claridad cómo es la realidad. Que suframos significa, entre otras cosas, que se nos han terminado los escudos con que nos protegemos de la verdad cuando la verdad es dolorosa. Sufrir implica afrontar, y el afrontamiento de la verdad, cuando esta no puede cambiarse, nos zarandea como un torbellino pero ―si las raíces son fuertes― termina por hacernos más sabios y más libres.

En este punto es fácil caer en un panegírico del sufrimiento, lo que sería injusto además de cruel. El sufrimiento no es deseable, pero existe y está entre nosotros. ¿Estamos preparados para afrontarlo? La forma en que una sociedad trata a sus miembros más frágiles establece su verdadero nivel como comunidad. Es imposible no recordar aquí el inhumano trato que dimos a nuestros mayores al inicio de la pandemia de COVID-19. Lo ocurrido en las residencias en la primavera de 2020 es nuestro fracaso, pero obliga de nuevo a una reflexión más detenida. Que hayamos enclaustrado a nuestros ancianos ―que son los mejores de entre nosotros, pues son los más sabios― en residencias no es responsabilidad del coronavirus; llevamos décadas haciéndolo. El trauma provocado por sus muertes a millares no proviene solo de la indecente gestión de la crisis: lo que nos provoca el horror es haber recibido, como en un fogonazo, una brutal sacudida en la conciencia. Arrinconamos a nuestros mayores, entre otras cosas, porque constituyen nuestro mayor y más inapelable memento mori. Su muerte a millares en las residencias nos horroriza porque constata nuestra propia indignidad: los habíamos puesto allí para que murieran sin hacer ruido y en cambio lo hicieron ocupando las portadas de los diarios.  

En el tratamiento que la sociedad da a los que sufren está todo mal porque una sociedad decididamente comprometida con el placer, la ausencia de valores a largo plazo y el exhibicionismo de felicidades reales o simuladas es necesariamente incapaz de gestionar su relación con quienes nos recuerdan que la vida no es solo deleite. Cuando una sociedad se hace líquida (en palabras de Zygmunt Bauman) su destino más probable es desaparecer por el sumidero.

«Donde hay dolor hay un suelo sagrado». En la carta más hermosa que jamás se haya escrito, De Profundis, redactada en la cárcel cuando la cárcel era un lugar destinado a destruir seres humanos, Oscar Wilde muestra la mayor lucidez, delicadeza y trascendencia de toda su literatura. No es solo que a Wilde el dolor lo hiciera más sabio, es que lo cuenta una y otra vez con su pasmosa facilidad para verbalizar lo inefable. «En el dolor hay una intensa, una extraordinaria realidad». Hay en el sufrimiento una oportunidad de comprender, una inexcusable ocasión de mirar a la Verdad a los ojos: «Todo lo que se comprende está bien».

Una sociedad que da la espalda al sufrimiento está perdiendo la ocasión de aprender. La felicidad levanta a menudo sus pies sobre la mentira, pero el sufrimiento está edificado sobre la verdad. Siempre hay una suerte de catarsis en el camino de quien se atreve a saber.

Una sociedad volcada exclusivamente hacia el placer no quiere, ni sabría cómo, cuidar de quienes están en situación de fragilidad. Una sociedad que trata de convencer a sus niños enfermos de cáncer de que son superhéroes es una sociedad que demuestra su incapacidad para ser honesta. ¿Estaremos presentes cuando el niño enfermo descubra que sus poderes no son capaces de curarlo? ¿Es que no hemos entendido nada?

El orden de la vida implica que acabaremos por ser uno de los que sufren. Cuando la vida transcurre por alguno de sus extremos suele acontecer lo extraordinario: nos estamos perdiendo el único tesoro verdadero.

Se nos ha entrenado para aborrecer el dolor, pero la compañía de quien está en dificultades es un privilegio. Hay en su serenidad un entendimiento supremo, porque aborrece el engaño quien ha contemplado la Verdad. Cuando la vida nos golpea nos ofrece a cambio la posibilidad de triunfar sobre la mentira. Y esa verdad siempre termina por hacernos libres.

P. S.: La imagen corresponde al grabado del siglo XVI Un ciego guiando a otros ciegos, de Cornelius Massys.

De políticos y administradores de fincas

Me disponía a escribir una entrada correctísima titulada Por qué ser liberal. Estaba yo dispuesto a exponer con medias tintas por qué los políticos no deberían dictar nuestro pensamiento ni nuestro comportamiento. Andaba yo a punto de aseverar que cada cual diseña sus opiniones en función de sus lecturas y sus conversaciones y no de lo que diga un burócrata con ínfulas.

Entonces he tenido un fogonazo de sentido común. ¡¿Pero qué diantre?! ¿Cómo hemos llegado a estar tan adocenados y sumisos como para pedir por favor que no nos sojuzgue esta manga de facinerosos? ¿Pero quiénes se creen que son? ¿Cómo podemos estar deslizándonos tan velozmente por la pendiente resbaladiza de la dictadura de los incapaces?

No es que debamos reclamar que estos trapisondistas no se metan en nuestros asuntos. No es que debamos pedir que no nos dicten la naturaleza de nuestros actos. Es que son ellos quienes deben pensar como a nosotros se nos antoje. Desde un punto de vista político no son más que nuestros representantes, es decir, sus actos deberían ser debidos, en último extremo, de forma muy similar a los del rey. No es que su opinión personal no deba regir nuestros destinos, es que en lo que concierne a su desempeño en el cargo se la pueden guardar muy profundamente porque solo cuenta lo que nosotros decidamos. El imperativo es el nuestro, y su postura existe únicamente porque su condición de político no inhibe su cualidad de ciudadanos. Pero esa postura personal pesa lo mismo que la mía. Cualquier otra cosa es abuso de autoridad, concusión, tráfico de influencias o directamente ademán dictatorial. Pero quién demonios se creen que son.

Ocurre además que son nuestros servidores y empleados. ¿Han tenido alguna vez contacto con un administrador de fincas? No me digan que no son protagonistas de la misma perversión relacional que exhiben los políticos con cargo público. ¿De cuándo a esta parte un empleado habla con esa acritud a un empleador? Pero —de nuevo— ¿quiénes se creen que son? ¿De dónde sale la prepotencia del empleado Sánchez o del exempleado Iglesias? ¿Qué han hecho para ir con el hocico tan arriba aparte de mentir mejor que otros?

Cualquier momento es bueno para decir basta, pero cuanto antes mejor porque nos la estamos jugando. Hasta aquí el dictarnos qué opiniones son aceptables, qué vocales utilizar o cómo mirarnos. Se está quedando un contexto perfecto para que hagamos la revolución, pero una de verdad. Hace falta una cada vez que las vanguardias se convierten en la nueva Academia. Y convendría recordarle a esta horda de dictadorzuelos que las revoluciones no ocurren específicamente contra las monarquías, las teocracias, las autocracias fascistas o las tiranías comunistas. Ocurren contra el poder y contra los que desde el poder comienzan a sacar los pies del tiesto.

Política para ilusos

Percibo a mi alrededor cierto desencanto producido por los políticos. Cierta desilusión. Es decir, que hubo encanto e ilusión. ¿Cuándo? ¿Por qué? Los políticos llevan miles de años comportándose igual, así que si nos engañan la culpa es nuestra. Hay una serie de malentendidos que deberíamos subsanar:

1. Los políticos quieren que la gente sea feliz. ¿De dónde ha salido eso? Si fuera así se habrían hecho misioneros, o miembros de una ONG. Los políticos no buscan la felicidad de los demás. Buscan el poder. Solo buscan el bien común si perciben que eso aumentará su capital político, lo que es más fácil que ocurra si se trata de una democracia representativa. Eso es todo.

2. A los políticos les preocupa nuestra libertad. Por favor. El político es aquel amigo que decidía a qué se jugaba en el patio, aunque el balón no fuera suyo. El político dedica una gran cantidad de esfuerzo a lograr un estatus que le permita decidir cómo tenemos que comportarnos los demás. A grandes rasgos un político es, sobre todo, un gran entrometido. Llamamos Estado a la herramienta que utiliza para meterse en nuestra vida, por eso son tan peligrosos los partidos que quieren aumentar el tamaño de este. Es como si un caballo le pide al jinete que use una fusta más grande.

3. El político ideal tendrá un comportamiento irreprochable. ¿Y por qué no el zapatero? Hay que tener objetivos realistas: que los políticos sepan leer, por ejemplo.

monos

 

4. Los políticos tienen ideología. Otro error. La ideología es una carga demasiado pesada para llegar con ella a la cima. O la dejan atrás o se quedan atrás con ella.

5. Mi educación es responsabilidad de los políticos. Prefieres pensar eso y estás en tu derecho, pero la educación es responsabilidad de padres, alumnos y profesores. Conseguir el dinero para que sea gratuita es de nuevo un problema de gestión, no de responsabilidad.

6. Merecemos políticos mejores. Los políticos no son un premio, ni un castigo (aunque lo parezcan). No los pone ahí el destino ni son un espejo en que mirarnos. Ni siquiera deberían ser una excusa.

Así funciona la política desde que en una cueva un grupo de personas tuvo que decidir si encender o no el fuego. Probablemente desde antes. Entenderlo nos hará inmunes al desencanto y más resistentes frente a la actividad perniciosa de estos extraños seres.