Caminar erguidos

Algunos de los más afamados vendechicles destacan la pertinencia de caminar erguidos. Nada que objetar; caminar encorvados es fuente de problemas lumbares y tragedias cervicales.

Algunos de ellos (gurús de podcast, filósofos de baja intensidad) fuerzan más el consejo y establecen el hábito de la rectitud espinal como detonante de un sinnúmero de bondades físicas y mentales. Emocionales, repiten como mantra ineludible. Caminar erguidos, al parecer, desencadena una reconstrucción del ser, una epifanía del amor propio. Los más estomagantes acompañan la retahíla de una cierta alegoría de la mirada: la barbilla alta, vista al frente, el horizonte al alcance. Resucitar la coronilla desencadena, según vemos, mejoramientos de todo pelaje.

Comprendiendo y compartiendo parte de lo antedicho, lo que aquí se propone es una inversión en los términos, atentos. Se trataría primero de realizar algún hecho del que estemos orgullosos. No tiene por qué ser, en contra del exhibicionismo algo suicida que impera, una gesta notable, ni siquiera pública. Puede quedar en el acogedor santuario de la intimidad ―el lugar donde ocurre todo lo importante―. La única coindición es que nos sintamos orgullosos de esa pequeña conquista. Entonces y no antes deberíamos caminar como si nos sintiéramos orgullosos o, con más propiedad, caminaríamos con legítimo orgullo. Aparece entonces, así planteado, cierto aroma de engañifa en el consejo de los divulgadores que trabajan más la inflexión de su voz que la composición de su biblioteca.

Trabajo y luego orgullo y no al revés encierra un posicionamiento ideológico, toda vez que la izquierda denuesta el esfuerzo por motivos que me resultan ajenos. Pero encierra sobre todo una directriz fecunda en una de nuestras obsesiones, en palabras de Ferenc Copà: la educación.

La moda, esa mentirosa permanente, nos enseña a fomentar la autoestima como si los niños fueran idiotas, es decir, sin que haya relación entre el orgullo y su fuente. Como si la autoestima fuera la causa y no el efecto, la figura y no el reflejo.

Prueben a hacerlo al revés (todos somos educadores alguna vez). Enseñen algo, por nimio que resulte, pero enséñenlo a conciencia. Observen el efecto que ese aprendizaje real tiene en su discípulo. Construyan alrededor de ese conocimiento, valoren en su justa medida ese pedacito de sabiduría. Ahí, entonces, en ese orden. Cuánta felicidad dará ese trocito de Elíseo.