La bella página

La tentación está ahí, acechando en cada recodo.

Ferlosio le contaba a Dragó que su padre (el de Ferlosio) le alertaba contra las bellas páginas. La literatura española está llena de bellas páginas, de páginas que huelen a pasillo de editorial.

Durante épocas especialmente ominosas solo se han publicado bellas páginas. La literatura española se situó durante décadas en algún lugar entre la bella página y el hallazgo escatológico. Esa permanente búsqueda de la metáfora que lo legitime a uno como autor. El epíteto, el giro, la sinestesia.

Esa pulsión barroquizante parece relacionada con la falta de imaginación; quizá la falta de margen en lo que se cuenta hace a nuestra literatura gravitar sobre el cómo se cuenta.

Que la literatura española tiene lagunas en los géneros y los siglos es de lo poco que pone de acuerdo a filólogos, críticos y escritores. Durante el XVIII y parte del XIX no aparece una novela que echarnos a la boca. Ni una novela notable, insisto, en 150 años.

Pero la característica más sobresaliente de la literatura española moderna (si es que existiera la literatura española moderna más acá del Quijote) sería la mencionada falta de imaginación. Falta de imaginación no es solo ausencia de fantasía, que también, sino la preeminencia de un realismo carpetovetónico, pegado a tierra, como de casa de la cultura.

Esa falta de imaginación no molesta a Menéndez Pidal, que la llama «sobriedad» o «sencillez». Lo relaciona por una preocupación por los problemas comunes, o habla de un «arte de mayorías». Puede ser, pero nada de eso es incompatible con el aburrimiento. Karl Vossler la vinvula a la religiosidad en una primera época y al cientificismo ya en el siglo XIX. Al ser alemán es posible que sobreestime el cientificismo español del XIX. Américo Castro, por su parte, habla de «la naturalidad del milagro».

Sea como fuere, la literatura española termina por centrarse en la faca, el páramo y la era, el luto perpetuo, la hija convertida en hermana para que el pueblo no se entere.

Más que en la doble explicación de Vossler conviene pensar lo impensable: los problemas de tener un dios tutelar de la literatura, la novela de todas las novelas, tan sola allí arriba que, cuando en 1972 Torrente Ballester publicó La saga/fuga de J. B., José Saramago anunció que por fin, 350 años después, había aparecido el alumno aventajado de don Miguel. Puede que don Gonzalo fuera ese escritor, pero La saga no es esa novela.

Creemos con Wilde que la obra de arte refleja al espectador: aquí, que hasta en la lectura de una novela encontramos motivos para el maniqueísmo, vimos en el Quijote la defenestración definitiva de la imaginativa, lírica, fructífera y legendaria novela de caballerías. Esa lectura unívoca, corta de miras y, por radical, poco literaria, condujo a una literatura con anteojeras: cerrado el camino de la imaginación quedaba el camino del prosaísmo y de propina, como esa visión no podía plasmarse mejor que Cervantes, simplemente dejamos de escribir novela durante siglo y medio.

Solo España puede leer un personaje tan redondo como Alonso Quijano, un idealista que se enamora de la literatura hasta perder el juicio (o fingirlo) y dar la vida por esa quimera, solo España, decimos, puede leer un personaje así y adoptar inmediatamente y para los siglos la visión del rústico sin imaginación que lo acompaña. Si aquí podemos ver la cara de España, en Sancho podemos leerla.

En Alemania, por ejemplo, tras leer Las amarguras del joven Werther, de Goethe, la juventud germana tuvo la decencia y el buen gusto de suicidarse en masa.

Pero ¿quién creó a Sherlock Holmes?

Se suele referir el intento de homicidio que sir Arthur Conan Doyle perpetró en El problema final (1893) contra su creación más redonda, Sherlock Holmes, en las cataratas de Reichenbach. Presionado por sus fieles lectores, el autor escocés de ascendencia irlandesa (como Kerrigan) tuvo que revivirlo en La casa deshabitada (1903).

Lo que no se menciona tan a menudo es que, vengativo él, sería el detective quien terminaría fagocitando al médico escritor. Por culpa de Holmes, Conan Doyle pertenece a esa categoría de escritores sobre los que existe la sospecha de que solo tenían gasolina para una obra maestra o, peor aún, que en su obra cumbre sonó la flauta porque el resto de sus creaciones no están a la altura. Es una categoría ilustre, pues la comparte con Cervantes y Herman Melville, aunque el estadounidense tiene a Bartleby además de Moby Dick.

Pero el caso de Conan Doyle es especialmente doloroso, pues lo cierto es que sir Arthur es uno de los escritores más regulares de la historia. Si bien los relatos ―más que las novelas, salvo El sabueso de los Baskerville― de Sherlock constituyen uno de los motivos más anonadantes para la lectura, también lo es que el oftalmólogo en cuya consulta nunca entraba nadie nunca fallaba como escritor. No falla en Los refugiados, ni en La compañía blanca ni en Sir Nigel, ni cuando escribe relatos sobre la Antigüedad o sobre el boxeo o sobre piratas, ni cuando hilvana historias de casa encantada. Pero si la injusticia es notoria con la mayor parte de sus creaciones se convierte en flagrante con las 17 aventuras que le escribió al «heroico, jactancioso, valiente, humano y no excesivamente perspicaz Etienne Gerard», magistrales filigranas ambientadas en las guerras napoleónicas, divertidísimas aventuras de un hombre que es claramente superado por los acontecimientos (Conan Doyle tenía un don para los personajes no muy despiertos como Watson y Gerard) mientras a su alrededor se desgranan acontecimientos esenciales para Europa.

Histórica era maravillosa. Quizá pueda encontrarse esta edición todavía en la librería Opar. Hay que ir a Opar, en todo caso. Es, como diría Borges de Holmes, «una de las buenas costumbres que nos quedan».

Las hazañas y las aventuras de Gerard (que la editorial Valdemar publicó por separado en su extinta colección Histórica [n.os 3 y 7] y juntas en El gato negro [n.º 8]) son a la novela de aventuras lo que los relatos de Sherlock a la de detectives, pero simplemente no tuvieron el mismo eco (¿y quién lo tiene?) que las andanzas de los inquilinos de Baker Street, de la misma manera que las guerras napoleónicas no tienen tanto sex appeal como el Londres victoriano.

Le pasa a Conan Doyle como a Julio Verne, que no resiste la comparación pedante con sus escritores coetáneos más conspicuos. A cambio, a los Chéjov, James, Proust o Joyce (desde luego la cumbre de la literatura del vértice XIX-XX) no nos permiten la autoindulgencia hedonista del ensueño, de la aventura, del retorno a la infancia. Si los adultos somos en algún sentido niños estropeados, entonces Conan Doyle, como Verne, nos permite arreglarnos un poco, sacudiros la miseria, recuperar el agarre. El propio Chéjov (otro escritor médico) parodia a Verne en el relato Las islas voladoras, pero la diferencia entre ambos no es tan grande como para que la parodia supere al original. Él mismo desaconsejaría su inclusión en las obras completas. Por otra parte, ese Chéjov joven parodiaba con maestría ―un genio joven es ya un genio― todo lo que se le ponía por delante. Sus relatos de aquella época vehiculan una visión cínica del alma humana.

De modo que no se puede vivir solo a base de grandes reservas. Necesitamos a veces, como el fraile Tuck, una cerveza sin pretensiones para brindar por el brigadier Gerard, por el caballero sir Nigel, por el profesor Challenger…

P. S.: A finales del año pasado moría uno de los responsables de que la serie animada de Sherlock Holmes que los privilegiados niños de los 80 pudimos ver en España fuera tan redonda. Descanse en paz Luis González Páramo, quien puso voz a Moriarty con el genio de quien considera su trabajo la tarea más importante del mundo. Esa huella es indeleble. Nuestros padres lo recordarán por ser uno de los hermanos Malasombra de Los Chiripitifláuticos.

P. P. S.: Sobre que Watson no sea muy despierto, y aunque las versiones posteriores hayan exagerado su simpleza, aquí pueden ver y escuchar a Conan Doyle refiriéndose a ella. Himself.