Emociones hasta en… la sopa

Como de algo hay que llenar las horas de clase en primaria después de haberlas vaciado de contenidos, la neopedagogía decidió llenarla de emociones. Expresión de emociones, role play de emociones, dibujo de emociones. Inteligencia emocional. Mis emociones y yo; método abreviado para crear egoístas.

En los problemas de Matemáticas (abran el libro de su churumbel para comprobar que no es una hipérbole) si María tiene 20 euros y se gasta 15 en un cuaderno (lo que con el sueldo de los padres de María es una temeridad, pero ese es otro debate), al alumno resolviente se le pregunta, entre otras cosas, «¿cómo crees que se siente María después?». Y todo así.

En la mente de los futuros profesores comenzó a instalarse la idea (no se preocupen, ya se está corrigiendo) de que gestionar las emociones es más importante que saber leer. Esto último está basado en un comentario real de una futura profesora. Las emociones, ojo, ni siquiera los sentimientos. Emociones tiene hasta el perro. Y este es un punto importante.

Esta preocupación unívoca por las emociones, secundada por la voluntad de que ningún alumno se frustre, como si nuestra labor principal fuera barrer de chinitas su camino, fagocita todo lo demás. Cabría preguntarse por qué, pero ellos no nos lo van a decir. Conviene investigar.

Verán; en 2015 Disney perpetró la película que mejor explicaba la deriva iluminada (iluminado es sin duda nuestra mejor palabra para lo woke) que la compañía iba a tomar a partir de entonces. El viaje de Arlo es una declaración de intenciones de la intelligentsia yanqui, y demuestra la predilección que tiene la extrema izquierda por el adoctrinamiento de los más jóvenes. En El viaje de Arlo los animales hablan, incluidos los dinosaurios, mientras que el niño gruñe. Es la mayor y mejor materialización de los planes que los ultras de izquierda tienen para la formación de los infantes: niños ágrafos que tienen emociones en lugar de ideas, impulsos en lugar de templanza, valores ajenos en lugar de virtudes propias.

Tengo para mí que no se trata tanto de elevar la dignidad de los animales, como por cierto hacía el propio san Francisco, como de rebajar la nuestra. Por motivos que desconozco la extrema izquierda detesta la excepcionalidad del ser humano: es la misma inquina que baja el voltaje de la libertad para convertirla en tolerancia. Quién quiere sentimientos pudiendo tener emociones, como el gato. Ahí tienen Del revés, también de 2015. O será casualidad.

Emociones a cambio de leer a Tolstoi, pero, ¿de qué demonios habla Tolstoi?

Una profesora rusa de cierta universidad decía que Dostoyevski solo escribía sobre psicópatas. Hiperbólico o no, el comentario es jugoso y nos sirve para constatar que Tolstoi, en cambio, escribía sobre todo.

Del amanecer del campesino y la muerte del hermano, de la guerra y la paz y todo lo que hay en medio. De la estupidez humana y la caducidad de sus vanas ilusiones. Tolstoi habla de la vida con la sabiduría de un demiurgo y la humildad de un santón. La obra de Tolstoi contiene el cosmos.

¿Qué problema tienen, entonces, los neopedagogos con que los niños acumulen competencia lingüística necesaria para poder leer a Tolstoi? Si quieren formarlos en emociones, ¿qué podría ser mejor que los formara el que fue, según Virginia Woolf, el mejor novelista de la historia? ¿Por qué quieren educar inválidos culturales? Quizá escuchar durante un minuto a Yolanda Díaz (a mediodía, alegría) nos proporcione pistas: el estamento político pretende fabricar su propia audiencia. Van dados.

Porque estaría bien, y en eso estamos, que las personas normales (el hombre corriente de Copland) comenzáramos a hacer planes por nuestra cuenta. Mi plan, por ejemplo, es el siguiente: que en lugar de ser los cachorros gruñidores que el marxismo cultural ha diseñado, los adolescentes de 14 años vuelvan a tener el bagaje suficiente para leer y disfrutar de Tolstoi. Como la situación es de derribo, necesitaremos primeramente que sus profesores la recuperen, porque no todos la tienen, y cambiar la ubicuidad de mi propio ombligo y cómo se siente mi propio ombligo, por ejemplo, por uno de los comienzos más deslumbrantes de la literatura: «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera».

Fanfarria para el hombre común

El mayor logro de los últimos 300 años es la constitución de la noción de ciudadano en el siguiente sentido: la emancipación del vasallo mediante la reapropiación de la soberanía, es decir, la transformación del objeto político en sujeto político. Que los García, en fin, sean igual de respetables, dignos y responsables que los Sajonia-Coburgo-Gotha.

La esperanza de todo lo razonable que podría haber en la sociedad es esa algo gris pero razonablemente ilustrada pequeña burguesía que no trata de llamar la atención, que no está radicalizada y que está más o menos de acuerdo en la democracia liberal cuya génesis protagonizó ella misma.

Ese ser humano que paga impuestos sin rechistar es la clave de las sociedades occidentales desde el siglo XV cuando menos. Lo del hombre común u hombre corriente y la propia fanfarria son posteriores: es el vicepresidente estadounidense Henry A. Wallace quien en su discurso de 1942 y sobre la entrada de EE. UU. en la Segunda Guerra Mundial habla de «los albores del siglo del hombre común».

Como era el hombre común el que iba a tener que ganar la guerra, Aaron Copland consideró oportuno dedicarle la fanfarria que compuso a instancias del director de la Orquesta Sinfónica de Cincinnati, Eugene Goossens, que reclamaba a Copland entre otros músicos «enérgicas y significativas contribuciones al esfuerzo bélico».

El hombre común gana (y pierde) las guerras, paga los impuestos y viste los cuellos azules y blancos que la alta burguesía le proporciona. El hombre común es por definición mayoría, y aunque tiene como todo hijo de vecino una ideología, no vive para imponerla ni dramatiza su pertinencia.

El tumor

Todos viven, por tanto, del hombre común y, sin embargo, todos parecen odiar al hombre común.

El hombre común tiene que escuchar todos los días las sandeces de los extremistas de uno y otro confín tratando de convencerse a sí mismo de que la estupidez es pasajera y que somos la generación más leída de la historia. Desgraciadamente, esto ya no es así.

El hombre común se ve obligado a observar cómo la millonada que le paga cada año al Estado sufraga el clientelismo y la corrupción de la clase política, cuando no directamente a sus camellos y burdeles. Clase política; volveremos sobre ella.

El hombre común detesta por igual el comunismo y el fascismo (sabe que son la misma mentira perniciosa) y considera al mundo un lugar imperfecto donde no existen soluciones sencillas. Teme a los iluminados y a los vendedores de humo. Al hombre común le gusta el hombre común.

Sabe que nunca un político arregló nada, pero los soporta con estoicismo porque ha leído lo suficiente como para saber que la alternativa a los políticos son los militares. Solo hay, hasta la fecha, dos maneras de organizarnos: democracia o guerra.

El hombre común está muy orgulloso ―debe estarlo― de haber terminado con el poder arbitrario del Antiguo Régimen. El hombre común venera la Ilustración. Se sabe un producto de la Ilustración.

El hombre común comienza a darse cuenta de que en su seno ha nacido y crecido un tumor: una nueva aristocracia cuyo único norte es el dinero y que son muchísimo más difíciles de guillotinar porque los muy cabrones se apellidan García y no Cominges ni Dampierre.

A la democracia le ha crecido una excrecencia de políticos profesionales hijos de políticos profesionales que solo contemplan la cosa pública como forma de enriquecimiento (o de apareamiento, como Errejón) y no como servicio a sus semejantes.

El hombre común, lo sepa o no, ya no dirige el cotarro, porque hay una manada de tíos corruptos deseando colocar a sobrinos incompetentes. Hay una clase social (son una clase social estanca, privilegiada y con mucha hambre) difícil de detectar porque se apellida Gómez o Sánchez y no Villamejor ni Montmorency, y que como lo único que busca es medrar le da igual que el padre sea escolta de Franco mientras el hijo se lo lleva muerto presumiendo de socialismo (hola, Griñán). El caso, como diría Errejón, es pillar. Ya llegará alguien de su misma clase social que los indulte o les multiplique el sueldo por diez o les abra la puerta de un Consejo de Administración. Todos son Zaplana; a todos les «hace falta mucho dinero para vivir».

Para que triunfe el mal lo único que hace falta es que la gente buena no haga nada. La solución nunca la puede proporcionar quien ha causado el problema. No podemos esperar que esta sarta de comisionistas, narcisistas, puteros y ladrones nos saquen las castañas del fuego antes de que exploten. No podemos mirar al otro lado como si la solución estuviera en su reflejo especular. Si queremos permitirnos el lujo de seguir ―o volver a― llamarnos ciudadanos tenemos que volver a entender cómo funciona el asunto.

No debimos aguantar la primera muestra de soberbia de esta reata de malnacidos. Habiendo demostrado que no solo tenemos la mirada de la vaca ante el tren sino también su misma falta de arrojo, lo único que nos queda es que venga Margarita Robles y nos eche la bronca por no inclinar la cerviz con la suficiente profundidad.

Una cosa es entender la política como un mal necesario y otra cosa presenciar sin hacer nada el ascenso de una plutocracia que entre políticos profesionales y empresarios lobunos está poniendo cada vez más difícil recordar que la soberanía es nacional y popular. Estamos mucho peor de lo que pensamos: solo nos quedan los jueces; son lo único que nos separa de que nuestros hermanos venezolanos exiliados en Madrid nos recuerden conmiserativos: «ya os dijimos que veníamos del futuro».

P. S.: Hoy esta entrada y la Fanfarria de Copland está dedicada a tres hombres comunes de Albal, Godella y Paiporta cuya detención ya nadie recuerda, pero que nos recordaron lo que es la dignidad.