Testigo perfecto

Tanto El maravilloso mundo de los hermanos Grimm (Henry Levin y George Pal, 1962) como La historia interminable (Michael Ende, 1979) nos dejan claro que aquello de lo que no se habla acaba por desaparecer. Por eso hay que tener cuidado con el tiempo que dedicamos al enemigo (el teléfono móvil, la Liga de Fútbol Profesional, los políticos) porque los hacemos perdurar.

Es mejor hablar, por ejemplo, de esas películas perfectas que hacían con insolente frecuencia directores ya extintos como Alfred Hitchcock o Billy Wilder. Dos cosas tienen en común las de hoy: están basadas en obras de teatro y cuentan con la imperturbable presencia de John Williams (el actor, no el compositor, aunque ojo porque a finales de la década de los 50 este último ya había publicado cuatro álbumes).

Al lío:

Crimen perfecto (Alfred Hitchcock, 1954)

Aunque sus notas en webs especializadas digan lo contrario, siempre me dio la impresión de que Crimen perfecto ocupaba una especie de segunda fila reputacional dentro de las películas de Hitchcock, por detrás de Vértigo (1958) o Psicosis (1960). Orson Welles, por su parte, desprecia todo su cine en color con argumentos técnicos/visuales, como si el cine fuese una mera cuestión de encuadre.

Las películas que vierten a la pantalla una obra teatral podrían ser un género en sí mismas, uno que tiene en común una peculiar atmósfera de diorama, de lugar ameno o laboratorio. De condiciones controladas. Nos ha brindado, en todo caso, productos tan notables como El caso Winslow (1999), Pigmalión (1938) y My Fair Lady (1964), La soga (1948) o las dos que nos ocupan, además de la mención de honor para Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1990) y Los odiosos ocho (2015), que no es adaptación teatral pero como si lo seriese. La propia Casablanca (1942) es una obra adaptada, en realidad, pero Casablanca no aguanta mucho tiempo dentro de ningún cajón.

Esa adscripción teatral es relevante en Crimen perfecto, porque su precisión de relojero ―y no solo en lo referente a la trama policial― parece exigir condiciones controladas, instrumental de cirujano. Es curioso, porque también le pasa a El caso Winslow: son películas a las que no se puede mover una coma. Esa pulcritud visual, por cierto, más Londres y el tenista en horas bajas la acercan a Match Point (2005), probablemente la mejor película de Woody Allen. Son obras construidas con piezas de lego, como si en lugar de storyboard se hubiera utilizado una casa de muñecas.

Está en Crimen perfecto eso tan hitchcockiano de plantear crímenes abominables envueltos en un tafetán de lo más agradable. Casi apetece que lo asesinen a uno. Ocurre como con el humor, que aparece en situaciones angustiosas y las transforma en gozosas. Es un caso extremo de elegancia intelectual y tiene mucho que ver (concedámosles esto) con el carácter inglés. Hitchcock, a pesar de lo que diga Orson Welles o el lugar de rodaje de sus películas, solo tiene período inglés.

Hitchcock es, en un sentido bastante sutil, el alumno más aventajado de Oscar Wilde. Pone el arte por encima de todo.

El cine comparte con la literatura, entre otras cosas, la construcción de atmósfera, de lugar, a veces de refugio. El domicilio de los Wendice comparte con el 221b de Baker Street la condición de lugar maravilloso donde estar, de consuelo inmenso, de remanso. Ese coquetísimo apartamento es como las casas de las buenas historias de fantasmas: solo un loco elegiría no internarse en ellas.

Testigo de cargo (Billy Wilder, 1957)

Si con Crimen perfecto puede haber debate, con Testigo de cargo entramos directamente en la categoría de obra maestra. No se puede ser más mordaz, atractivo, ingenioso y testarudo que Charles Laughton durante los primeros 20 minutos. No se pueden situar las piezas sobre el tablero con más limpieza que Wilder. No se puede articular el doble registro entre el corto plazo (la anécdota) y el largo plazo (la trama) que solo el cine permite con la maestría con la que lo hace Wilder. A no ser, naturalmente, que uno se apellide Hitchcock.

Pero el mayor tesoro de esta película está al final del final, así que apréstense a que se la destripe si aún no la han visto.

Preocupada por la salud de Sir Wilfrid, el abogado encarnado por Laughton (se acaba de reponer de un ataque cuando empieza la película y a simple vista es bastante candidato a sufrir otro), la enfermera interpretada por Elsa Lanchester, Miss Plimsoll, lo sigue como perro de presa para impedir que se fume un puro o se atice un cognac del que lleva escondido en el termo del cacao. Pues bien; en la escena final, tras uno de los giros mejor construidos de la historia del cine y después de que alguien mate a alguien, Miss Plimsoll le pide al mayordomo que anule el viaje salutífero que Sir Wilfrid iba a emprender tras el juicio que da forma a la película.

Ese momento es precioso: tras llevar toda la película ejerciendo de enfermera intervencionista, Miss Plimsoll protagoniza uno de los giros (tanto de carácter como del character) más valiosos de la historia del cine. Sir Wilfred no irá de vacaciones porque tiene que iniciar una nueva defensa. Alguien ha matado a alguien, en efecto, pero no asesinándolo sino ejecutándolo.

Lo que Miss Plimsoll comprende es una enormidad: si Sir Wilfrid ha de arriesgar la vida tratando de hacer del mundo un lugar más justo, sea. Pero no solo por filantropía, que también, sino porque para el abogado es más importante hacer justicia que sobrevivir en las Bermudas. O hacer lo justo, en todo caso, si no se puede hacer justicia. Eso lo entendemos a la vez que Miss Plimsoll, y Laughton la mira entonces con un orgullo que no se puede fingir por muy actorazo que se sea, y que él no necesitaba fingir porque a aquellas alturas Charles Laughton llevaba 28 años casado con Elsa Lanchester.

Emerge entonces la presencia invisible de ambas películas, el testigo silencioso que es a la vez su espíritu, Londres ―Occidente, por metonimia― y recordamos ese despacho del inicio de la película donde los hombres buenos trataban de hacer el bien o al menos, insistimos, lo justo.

Porque lo que se ventilaba entonces en aquellos despachos de abogados, procuradores y jueces era una idea de ciudadanía, de imperio de la ley, de sentido de la justicia y confianza en el sistema. Una suerte de respaldo institucional que con el resto de la sociedad, con aquello que Paloma García Picazo llamaba la idea de Europa, se nos está yendo por el desagüe de las cosas que dejamos desaparecer.

P. S.: Cuando Rusia y la temeridad de Cameron decidieron que el Reino Unido saliera de la Unión Europea no hubo ni una sola manifestación importante en la Europa continental pidiendo a los ingleses que se quedaran. Somos un continente cadáver.

La sutileza

En un taller de contenido cultural que se desarrolla en una universidad española porque sus alumnos lo han pedido, un taller que por cierto no les reporta ningún crédito porque así lo han decidido ellos mismos (sí, han leído bien todo lo anterior) se habló esta semana de la sutileza a cuenta de una película que es pura sutileza: El caso Winslow (1999).

La sutileza como herramienta narrativa tiene por una parte la capacidad de multiplicar el impacto de lo que comunica a través de un mecanismo muy sencillo: al ser el espectador quien descubre lo contado, le concede mucha más credibilidad y lo comprende más profundamente. Pero, además, la sutileza tiene el encantador efecto de hacer que el espectador se sienta más listo, lo que siempre es de agradecer.

Si nadie ha visto El caso Winslow, no ocurre lo mismo con Indiana Jones y la última cruzada (1989), la mejor película de Spielberg con permiso de El imperio del sol (1987).

Vayamos ―por una vez― a la playa: acosados por un piloto alemán, el doctor Henry Jones logra derribar el Pilatus P-2 de aquel con la única ayuda de un paraguas, tras lo que, utilizando el propio paraguas como parasol se pasea delante de su hijo con la siguiente línea: «De pronto recordé lo que dijo Carlomagno: Que mis ejércitos sean las rocas y los árboles y los pájaros del cielo».

Y entonces viene la mirada de Junior, que sigue a su padre mientras se aleja con la mezcla de misantropía y Asperger que exhibe (el padre, me refiero) durante toda la película.

Es posible que para comprender esa mirada sea necesario tener un genio por padre. Esa mirada y toda la relación entre ambos. Porque sí, Indiana Jones y la última cruzada no es solo la película de aventuras definitiva: es un tratado sobre la relación paternofilial. Solo que los sesudos críticos finiseculares no se molestan en considerar cierto cine porque se les caería el monóculo.

¿Qué hay, al fin, en esa mirada? Hay que precisar que para cuando el doctor Henry Jones desenfunda el paraguas y lo utiliza para espantar a las gaviotas se han quedado sin recursos y hasta sin balas, y que su hijo lo mira mientras blande el artilugio no ya como si se hubiera vuelto loco, sino como si no supiera qué hace en ese rodaje o en ese universo: es la viva imagen de un desconcierto cósmico.

Entonces, cuando su padre pasa ante él como si nada después de haber derribado un monoplano cacareando como una gallina, se queda viéndole alejarse como sin comprender, pero luego comprendiendo y dándose cuenta de que su padre, el ratón de biblioteca que no valora sus hazañas legendarias y que viste de tweed y gorro de pescar, es intrínsecamente superior a él en todos los sentidos, y que ante un talento de tales características solo cabe rendirse y reorganizar todo lo que uno sabe de la vida. Entonces asoma en la boca y los ojos de Harrison Ford una chispa de profundo orgullo.

Pero la escena ni siquiera se queda ahí, porque los significados de lo contado se ramifican dentro y fuera de la obra de arte: ocurre para nosotros que el hombre anonadado que ve alejarse a su padre no solo es Indiana Jones, sino también―en un caso flagrante de acaparamiento de personajes legendarios― Han Solo y Rick Deckard. Con ese currículo uno debería mirar por encima del hombro a quien se le ponga por delante. O casi. Porque resulta que quien se aleja es el Robin Hood de Robin y Marian, Guillermo de Baskerville, Ricardo Corazón de León y Jim Malone. Dan Dravot. El maldito James Bond, por todos los Cielos.

He ahí lo inefable del momento, la intersección de lenguajes y hechos, el nudo gordiano emocional. Cada hijo, como Indiana, debería degustar con delectación de sumiller el momento en que se da cuenta de que, en contra de lo que quizá ha pensado durante décadas, su padre es en realidad viril como 007, imponente como un caballero medieval, legendario como un sargento de Kipling.

P. S.: Esta entrada está dedicada a mi padre y a Tomás Cremades, a quienes imagino coincidiendo por azar en el patio de Maristas de Fuencarral.

La literalidad

Está cundiendo la literalidad. Pantallas y conversaciones se llenan de personas queriendo decir lo que están diciendo.

Decir lo que parece que se está diciendo es un drama. Un criterio para eliminar personas, libros y películas (no físicamente, me temo) es el de comprobar que esa persona, libro o película es literal.

En El caso Winslow (ustedes sigan sin verla, que así les luce el bigote), cuando la familia protagonista ha mantenido ya un pleito que arruinaría las arcas de una familia normal, los huecos en las paredes de la casa donde una vez hubo cuadros nos dan una clave económica que sería engorrosa de explicar de otra forma: tienen el suficiente dinero como para patrocinar un contencioso al más alto nivel, pero efectivamente ese dinero se está agotando, lo que explica el deterioro de las relaciones familiares que tienen lugar entre esas paredes.

En la mejor película de Martin Scorsese, La edad de la inocencia, una mirada entre Larry Lefferts y Sillerton Jackson en la penúltima escena nos da la clave (en sentido arquitectónico) de toda la obra: Nueva York estaba en el ajo de lo que Newland consideraba una aventura supraterrena a la europea con la que se pensaba al margen y a la vez por encima de su medio. Richard E. Grant se pasa la película acribillando la reputación de todos a base de miradas, pero esta nos explica el broche que se nos viene: hasta May conocía un romance que ahora se antoja absurdo. Todos lo toleraban y lo van a dejar de tolerar, no solo porque está a punto de convertirse en un escándalo, sino porque, y aquí está la genialidad de la película, darle la espalda al supuesto amor verdadero no es solo lo mejor para la familia sino también para el propio Newland. Como todo romántico, el protagonista se ha estado comportando como un niño egoísta, y a ese niño ha llegado el momento de decirle «hasta aquí». Todo eso dice Scorsese con la mirada de Grant.

La mujer que fagocitó The Crown y la muerte del cine

Que la literalidad es letal para el arte lo prueba la destrucción de la mejor serie de los últimos años: todo iba sobre ruedas mientras los Windsor fueron un Mac Guffin. ¿A quién le iba a interesar una serie sobre la familia real británica? La serie nunca trató de lo que parecía tratar: la visita de los astronautas a Buckingham fue una excusa para hablar de la búsqueda del sentido, el ocaso de Alicia de Battenberg trataba en realidad sobre la fe.

Pero entonces llegó ella, la mujer que fagocitaba todo lo que miraba oblicuamente. Desde la primera aparición de lady Diana Spencer la serie se convirtió en un biopic, en una tediosa sucesión de noticias antiguas.

Pero si el biopic anuncia el tedio del documental (el documental es tedioso pero nutricio), la que nos ha colado la difunta industria cinematográfica estadounidense durante las últimas décadas es de traca. Como si la literalidad imperante no fuera suficiente, un subgénero ha venido a mejorar la fórmula: las películas de gente con mallas (dice Jason Statham que no le apetece ponerse un disfraz con capa y mallas).

Hartos de decir lo que parecen querer decir (¿se puede opinar ya que películas como No es país para viejos son solo un bodrio vacuo?), los yanquis han sublimado el culto a la nada: han aprendido a decir menos de lo que parecen querer decir. Han aprendido a no decir nada y que la gente pague por verlo.

La maravilla del cine de superhéroes no es que los seres humanos se dejen sus dineros en ver cine mediocre: la maravilla es que salgan a la calle, con el peligro que eso conlleva, y paguen gustosamente la entrada para ver una película que no existe.

Dice también Statham: «Puedo coger a mi abuela y ponerle una capa. Ellos la colocan en un croma, y tienen a varios dobles entrando y llevando a cabo toda la acción. Cualquiera lo puede hacer». La nada de Marvel trasciende la literalidad en dos sentidos: no significan nada, ni siquiera lo obvio, pero es que además no existen. El croma es quizá la mejor metáfora de lo que le estamos haciendo a la cultura: llevamos años mirando una tela verde, una perfecta e hipnótica superficie de nada.

P. S.: En la imagen, una carta cifrada por Carlos V en 1546.

Cinco películas entusiásticas

Un ser humano me pidió una lista de películas y aquí van. Como ese ser humano es puro entusiasmo, sobre el entusiasmo son las películas. La lista es de cinco, para que el homenaje sea a seis películas.

5. The Paper (Detrás de la noticia, 1994)

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Como Luna nueva, con Cary Grant, Detrás de la noticia es una película que te hace desear ser periodista cuando nunca habías tenido la menor inclinación. Si dedicas tu vida a hacer algo que te tiene al borde del colapso y aniquila tu vida social y familiar a cambio de un sueldo mísero, pero necesitas esa mierda como el oxígeno, es que eres un cabrón muy afortunado.

4. Sing Street (2016)

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Que un ser que no conoces de nada te recuerde por qué merece la pena hacer cada insignificante detalle de tu vida poniendo todo el alma es lo que denominamos cine. Si las palabras take on me te hacen pensar instantáneamente en un cómic dibujado a lápiz es absolutamente imprescindible que la veas.

3. The Winslow Boy (El caso Winslow, 1999)

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No conozco ninguna película que consiga ser tan sutil siendo tan consistente ni tan elegante siendo tan trascendental y ponga en el empeño tan poco artificio. No sé si alguna película es perfecta, pero a esta le cambias una mirada, una preposición o un mohín y te la cargas. Es un castillo de naipes hecho de castillos de naipes.

2. The Untouchables (Los intocables de Eliot Ness, 1987)

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¿La cena más mítica de la historia?

Todo en esta película es mítico. Como en la anterior, se podría pensar que su relación con el entusiasmo es espuria, pero eso es solo porque nos centramos en «1. m. Exaltación y fogosidad del ánimo, excitado por algo que lo admire o cautive» y obviamos «2. m. Adhesión fervorosa que mueve a favorecer una causa o empeño». Por si fuera poco ver a Connery y De Niro at their best, además sale Chicago como para mudarse.

1. Dead Poets Society (El club de los poetas muertos, 1989)

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«Carpeeeee… carpe dieeeeem»

Esta no es una película sobre el entusiasmo. Esta película es el entusiasmo. Es posible que, teniendo en cuenta cómo estaba el mundo y la educación en los 80, a algunos de nosotros solo un disparo tan resonante como este pudiera salvarnos de convertirnos en ejecutivos agresivos. Peter Weir consiguió que Robin Williams no llevara a Keating al terreno del histrión, que no es poco, pero da igual; es una de esas películas privilegiadas que a nadie importa si son buenas o muy buenas: yo, es ver a Ethan Hawke poner un pie en la mesa y se me desmelena el lacrimal.

Ah, y sí, por favor, arrancad esa maldita hoja del libro de Literatura.