Borges, Quino y la distancia

Las dos personas que mejor explicaron la condena y miseria que supone para los pobres humanos el dispensador de dopamina eran argentinos y lo hicieron décadas antes de que aquel fuera siquiera una posibilidad.

Observen esta joya del genio de Mendoza:

Y si Quino es un genio a Borges no sé ni cómo llamarlo. Dice en El Aleph:

«El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, […] vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo. […] vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa,
vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas…».

La vida humana es lo contrario del dispensador de dopamina. La falsa sensación de tenerlo todo al alcance de la mano que nos brinda el móvil es un desestabilizador de todo lo bueno y sano a que podemos aspirar. Con todo, ¿en qué nos ayudan las geniales metáforas de los dos argentinos? ¿Qué nos permiten concluir, en qué avanzamos?

El hombre en busca de cobertura

Es la tira de Quino la que nos da la clave: la distancia. Es la distancia que nos separa de nuestros objetivos la que nos pone a caminar, a recorrer el camino de la vida del que habla Tolstói. La única premisa para viajar es que exista una distancia que salvar.

¿Para qué vamos a poner un pie delante del otro, con lo peligroso que es eso, si tenemos la sensación de tenerlo todo en el bolsillo? ¿Hacia dónde iríamos?

No es una metáfora: el móvil nos dispensa dopamina y nos dispensa de vivir. No es necesario conocer nuestra ciudad si Maps puede guiarnos. No es necesario leer, pues la inteligencia artificial los algoritmos correlacionales nos preparan un resumen de cualquier asunto en un pispás. No es necesario mirar al prójimo a la cara. No es necesario hablar, siquiera por teléfono. La gran paradoja de nuestro tiempo es que el teléfono móvil ha hecho que dejemos de hablar por teléfono.

El Big Crunch intelectual es el precio a pagar por llevar un Aleph en el bolsillo. Y no compensa, porque es un falso Aleph.

La yogurtera

El operario de la empresa cuyo departamento de mercadotecnia presume de incorporar a sus procesos la inteligencia artificial elabora sus productos con el pantalón caído y un palillo en la boca.

A finales de los 80, con las cocinas ya equipadas de abrelatas eléctricos, exprimidores eléctricos y afiladores eléctricos, prosperó la yogurtera.

Con la peor ratio tamaño/utilidad del mercado y más perspectivas de trastero que la ropa de invierno, la yogurtera, con su doble enigma (apenas sabemos qué diantre es un yogur) se abrió camino en la lista interminable de nuestras necesidades inaplazables. La yogurtera. Jamás vi una.

Observen:

Creado con inteligencia artificial y sin inteligencia de la otra

No lo parece, pero es un monorraíl. Un crecepelo. Una yogurtera. El aspecto cambia, pero el mecanismo psicoeconómico es el mismo.

Todas las medidas que propone la nueva educación tienen al menos 100 años. La mayoría tienen más de 2000.

Los cambios disruptivos en lo tecnológico son casi siempre una mentira, una paparrucha. Los cambios disruptivos en lo psicológico son siempre una mentira, una paparrucha: somos idénticos a Héctor.

Lo que de verdad importa es lo mismo que importaba cuando los griegos: el amor de mis padres; perdonar y ser perdonado. Despistar a la parca un tanto más.

También el furor que provoca en nosotros lo nuevo. Lo nuevo no tiene importancia, porque es efímero. Entender por qué nos fascina es vital, porque siempre estuvo ahí.

Es de locos echarse en brazos de la rabiosa actualidad, porque se desmolecularizará con la misma virulencia con la que llegó. Si no permanece no merece nuestra atención: el tiempo que invirtamos se reducirá a polvo. A toda yogurtera le llega su licuadora. Pensemos más bien en lo perenne: las melenas onduladas de Botticelli. Cómo detectar la traición. El espejo de la dama de Shalott.

Cansados por y de la guerra, los soldados anatolios llegaron a la playa y quedaron maravillados por la ofrenda. Nadie había visto nada así: se hizo urgente tomar posesión. Era el último grito en escultura ecuestre: un hermoso caballo hecho de cuadernas.

La inteligencia artificial como oxímoron

Cada paparrucha es más fugaz que la anterior: cuanto más copernicano es el giro que anuncia, menos dura. Es una maravilla que la novedosa actualidad de la inteligencia artificial vaya a durar menos que el metaverso o los NFT. Sirva esta entrada como epitafio.

De las etimologías (que diría san Isidoro de Sevilla) que se proponen para la palabra latina intellegere, la más sugestiva es «leer entre [líneas]». Ante la lectura que es mera acumulación de datos o erudición, quizá ninguna actividad sea tan eminentemente humana como leer entre líneas: poner de uno mismo en lo que lee. La lectura como un hacer y no solo un recibir, como una activación, un intercambio, una edificación y no una contemplación.

La duda

Ante la pregunta de su alumno, el profesor piensa de dónde procede dicho alumno, cómo es, qué pretende hacer con su respuesta, qué palabras puede entender y cuáles lo ayudarán más. Cuáles podrían herirle. Piensa en qué parte de su propia experiencia sería más nutricia para él. Hace todo lo antedicho en una fracción de tiempo absurdamente pequeña. Lo hace con un sentido de la empatía que se parece mucho al amor. Elige y moldea ―crea― entonces una respuesta, una que es resultado de todo lo anterior. Una que es resultado, en realidad, de toda su vida anterior.

Lo inorgánico, en cambio, con su capacidad inusitada para la acumulación estéril, es capaz tan solo de combinar, pero no de construir. Lo que hace esta inteligencia combinatoria artificial es dar salida a la información solicitada de una manera lingüísticamente correcta. Hoy se hace difícil poner cortapisas a la relevancia del lenguaje, pues me temo que durante las últimas décadas se nos fue la mano otorgándole importancia. El lenguaje es instrumento humano, pero no fuente de humanidad ni escaparate definitivo de sus posibilidades. El lenguaje es la punta de la punta del iceberg.

La combinatoria artificial nos deslumbra porque, en una época en la que los alumnos universitarios apenas son capaces de hacerlo, logra concordar sujeto y predicado.

El fin de la ironía

Es tautológico afirmar que cada semilla solo germina cuando encuentra el suelo adecuado. Ningún suelo fue tan adecuado para una patraña como la inteligencia artificial como nuestro tiempo.

Hace más o menos una década se publicó un artículo que bajo el título El fin de la ironía defendía que el 11-S había supuesto un impacto tan agudo en el corazón de la civilización occidental que en 2001 murió la ironía, nuestra capacidad de afrontar la vida con una sorna de fondo, con un permanente animus iocandi. Pero lo más preocupante de dicho artículo (que contemplé entonces con escepticismo y hoy considero preclaro) era que esa defunción de la ironía implicaba el imperio de la literalidad, y por lo tanto ya no sería necesario interpretar el mensaje, poner de nuestra parte, leer entre líneas.

Un tiempo tan tedioso en l que cada quien dice solo lo que parece decir es el adecuado para que prospere la idea de que construir mensajes inteligibles es lo mismo que ser inteligente. Hemos perdido no solo la ironía, sino la intrínseca contradicción de la que hablaba Whitman, la posibilidad de convertir la idea en sensación, la sensación en idea, el pasado en futuro, la palabra en belleza.

La equiparación de lo inorgánico con la entidad más asombrosa que conocemos (nosotros) no se ha producido tanto por elevación de la máquina como por depauperación del ser humano. La película que mejor ilustra esto es quizá El viaje de Arlo (2015), la historia en la que los dinosaurios hablan y las personas gruñen. Cuando uno rasca un poco en la deshumanización siempre acaba apareciendo Disney.

El siglo XVIII contempló el auge de los autómatas, y quizá nadie escribió sobre ellos como E. T. A. Hoffmann (Coppelius y Drosselmeyer son medio inventores medio magos) a principios del XIX, pero lo relevante aquí es que aquellos autómatas querían elevarse a la categoría de humanos. Ahora la equiparación es por la inversa: nosotros nos hemos deshumanizado para convertirnos en máquinas. Somos el apéndice del autómata que llevamos en el bolsillo.

La oportunidad

Que Dios bendiga ChatGPT, y me explico: Si los profesores estamos tan adocenados y desbordados que hemos perdido el espíritu de lo que hacemos (y todos deberíamos ser profesores de algo, no miren hacia otro lado) y que pedimos a nuestros alumnos tareas que pueda resolver la inteligencia artificial, entonces nos merecemos que nos presenten trabajos dictados por la inteligencia artificial. El aprendizaje real es algo tan orgánico, tan estrictamente humano, que en nada se parece a la recopilación de datos y/o citas. No hay mayor espaldarazo a la IA que la desconfianza mutua: la necesidad permanente de referirnos a las fuentes del pasado, no vaya a ser que nuestros alumnos adquieran voz propia.

Yo no quiero que mis alumnos me cuenten lo que pensaba Nietzsche, para eso leo el Zaratustra. Yo quiero saber lo que piensan mis alumnos.

P. S.: La imagen corresponde a la autómata que el ebanista David Roentgen hizo a imagen de María Antonieta. Aquí, en acción.