Ancelotti y Zaratustra

Construir un Fórmula 1 y ver una carrera son, quizá, las dos actividades más diferentes que se puedan llevar a cabo. No queda nada de una en la otra.

Cuando yo pienso que Ancelotti hace los cambios tarde, pienso simultáneamente que él tiene razón y yo no. Al ser el mejor entrenador de la historia.

Los legos podemos permitirnos lujos que él ni siquiera contempla: el romanticismo, el optimismo, la furia.

Cuando me siento a ver a mi equipo jugar contra el Lille en la primera fase, espero que mi equipo gane en Lille. Cuando Ancelotti va a Lille en la primera fase, Ancelotti quiere ganar en Múnich. Es una diferencia sutil, casi imperceptible, que lo explica todo.

El Lille, que quedó séptimo en la primera fase, está fuera. Cuatro de los primeros ocho equipos están fuera. Ancelotti quedó undécimo. Ancelotti está en cuartos.

Si pudiera prohibir a sus jugadores celebrar los goles para ahorrar «enerllía», no dudaría un momento.

Los analistas, que no son Ancelotti, siguen reclamando un número de goles, tener el balón en no sé qué zona, jugar cada partido como si fuera el último. Lo que le exigen, en realidad, es que pierda. Al ser este un país de mediocres.

Esta entrada aún no ha empezado. Lo que Ancelotti entiende mejor que nosotros es que no se juega al fútbol de su cabeza, sino al fútbol que existe en la vida real: un fútbol en el que se exprime a los jugadores como a naranjas en sazón, un fútbol de postadolescentes malcriados pero hiperprofesionales, y para colmo lo entiende desde un club al que se ama y se odia a partes iguales, un club que es el terror del continente y la envidia del país.

Con un gramo menos de sabiduría que Ancelotti ya no se podría ser Ancelotti. Los equipos de Guardiola juegan al guardiolismo. Los equipos de Ancelotti juegan al fútbol, a este fútbol. Desprenderse de los modelos mentales y asumir la realidad es prodigioso privilegio de los hombres sabios. Ancelotti acepta la vida tal y como es. En el vestuario de Ancelotti no hay espejos.

Ancelotti se deja atropellar por el fútbol porque sabe que es la única forma de subirse a su grupa, como con los gusanos de arena de Arrakis. Ancelotti es nuestro Mahdi.

La inteligencia artificial como oxímoron

Cada paparrucha es más fugaz que la anterior: cuanto más copernicano es el giro que anuncia, menos dura. Es una maravilla que la novedosa actualidad de la inteligencia artificial vaya a durar menos que el metaverso o los NFT. Sirva esta entrada como epitafio.

De las etimologías (que diría san Isidoro de Sevilla) que se proponen para la palabra latina intellegere, la más sugestiva es «leer entre [líneas]». Ante la lectura que es mera acumulación de datos o erudición, quizá ninguna actividad sea tan eminentemente humana como leer entre líneas: poner de uno mismo en lo que lee. La lectura como un hacer y no solo un recibir, como una activación, un intercambio, una edificación y no una contemplación.

La duda

Ante la pregunta de su alumno, el profesor piensa de dónde procede dicho alumno, cómo es, qué pretende hacer con su respuesta, qué palabras puede entender y cuáles lo ayudarán más. Cuáles podrían herirle. Piensa en qué parte de su propia experiencia sería más nutricia para él. Hace todo lo antedicho en una fracción de tiempo absurdamente pequeña. Lo hace con un sentido de la empatía que se parece mucho al amor. Elige y moldea ―crea― entonces una respuesta, una que es resultado de todo lo anterior. Una que es resultado, en realidad, de toda su vida anterior.

Lo inorgánico, en cambio, con su capacidad inusitada para la acumulación estéril, es capaz tan solo de combinar, pero no de construir. Lo que hace esta inteligencia combinatoria artificial es dar salida a la información solicitada de una manera lingüísticamente correcta. Hoy se hace difícil poner cortapisas a la relevancia del lenguaje, pues me temo que durante las últimas décadas se nos fue la mano otorgándole importancia. El lenguaje es instrumento humano, pero no fuente de humanidad ni escaparate definitivo de sus posibilidades. El lenguaje es la punta de la punta del iceberg.

La combinatoria artificial nos deslumbra porque, en una época en la que los alumnos universitarios apenas son capaces de hacerlo, logra concordar sujeto y predicado.

El fin de la ironía

Es tautológico afirmar que cada semilla solo germina cuando encuentra el suelo adecuado. Ningún suelo fue tan adecuado para una patraña como la inteligencia artificial como nuestro tiempo.

Hace más o menos una década se publicó un artículo que bajo el título El fin de la ironía defendía que el 11-S había supuesto un impacto tan agudo en el corazón de la civilización occidental que en 2001 murió la ironía, nuestra capacidad de afrontar la vida con una sorna de fondo, con un permanente animus iocandi. Pero lo más preocupante de dicho artículo (que contemplé entonces con escepticismo y hoy considero preclaro) era que esa defunción de la ironía implicaba el imperio de la literalidad, y por lo tanto ya no sería necesario interpretar el mensaje, poner de nuestra parte, leer entre líneas.

Un tiempo tan tedioso en l que cada quien dice solo lo que parece decir es el adecuado para que prospere la idea de que construir mensajes inteligibles es lo mismo que ser inteligente. Hemos perdido no solo la ironía, sino la intrínseca contradicción de la que hablaba Whitman, la posibilidad de convertir la idea en sensación, la sensación en idea, el pasado en futuro, la palabra en belleza.

La equiparación de lo inorgánico con la entidad más asombrosa que conocemos (nosotros) no se ha producido tanto por elevación de la máquina como por depauperación del ser humano. La película que mejor ilustra esto es quizá El viaje de Arlo (2015), la historia en la que los dinosaurios hablan y las personas gruñen. Cuando uno rasca un poco en la deshumanización siempre acaba apareciendo Disney.

El siglo XVIII contempló el auge de los autómatas, y quizá nadie escribió sobre ellos como E. T. A. Hoffmann (Coppelius y Drosselmeyer son medio inventores medio magos) a principios del XIX, pero lo relevante aquí es que aquellos autómatas querían elevarse a la categoría de humanos. Ahora la equiparación es por la inversa: nosotros nos hemos deshumanizado para convertirnos en máquinas. Somos el apéndice del autómata que llevamos en el bolsillo.

La oportunidad

Que Dios bendiga ChatGPT, y me explico: Si los profesores estamos tan adocenados y desbordados que hemos perdido el espíritu de lo que hacemos (y todos deberíamos ser profesores de algo, no miren hacia otro lado) y que pedimos a nuestros alumnos tareas que pueda resolver la inteligencia artificial, entonces nos merecemos que nos presenten trabajos dictados por la inteligencia artificial. El aprendizaje real es algo tan orgánico, tan estrictamente humano, que en nada se parece a la recopilación de datos y/o citas. No hay mayor espaldarazo a la IA que la desconfianza mutua: la necesidad permanente de referirnos a las fuentes del pasado, no vaya a ser que nuestros alumnos adquieran voz propia.

Yo no quiero que mis alumnos me cuenten lo que pensaba Nietzsche, para eso leo el Zaratustra. Yo quiero saber lo que piensan mis alumnos.

P. S.: La imagen corresponde a la autómata que el ebanista David Roentgen hizo a imagen de María Antonieta. Aquí, en acción.