¿Para qué sirve un periódico?

Hace unos años recibí la visita de un exjugador devenido empresario de notable éxito. Un tipo estupendo al que le van bien las cosas, lo que en España viene a ser un unicornio.

Hablando del presente blog, preguntaba cauteloso: «pero, ¿qué se vende en esa página? ―y de manera más amplia―, ¿para qué sirve una página web si no genera beneficios?».

Para nada, espero, o me vería obligado a cerrarla.

Desde su perspectiva (y no se trata de un empresario como los novios de las famosas, sino un veinteañero que en 2020 facturó un millón de euros, es decir, un millón de euros más que este blog), ningún sentido tenía dedicar los mejores esfuerzos a algo que no tiene valor crematístico.

Su teoría, hasta este punto, no tiene fisuras. Al fin y al cabo, un empresario es una persona cuya vocación es ganar dinero, no soplar vidrio o tocar la balalaika (en español, balalaica).

Un empresario es aquella persona que no se dice «Quiero tocar la balalaika, ¿qué hago para conseguirlo?», sino «Quiero tener mucho dinero, qué hago para conseguirlo?». Que nadie vea aquí ni en lo que sigue una crítica destructiva hacia la mentalidad empresarial: la capacidad de enriquecimiento de los emprendedores en un país de economía mixta como este siempre nos salpica positivamente a los demás, no solo proporcionándonos empleo sino pagando el colegio de nuestros hijos.

Que un empresario, por tanto, tenga esa mentalidad es lo lógico y conveniente; lo que no termino de ver es que todos tengamos esa mentalidad.

Años 90: un muchacho de 19 años les dice a sus padres que abandona los estudios para dedicar el día y parte de la noche (o viceversa) a jugar a los videojuegos mientras sus amigos miran. El sopapo se oye en Sagunto. «Se te va a secar el cerebro con las lucecitas, en la vida hay que hacer algo de provecho, no estar encerrado en casa como si fuera una cueva. Vago, degenerao».

Años 20: el muchacho hace lo mismo, pero acto seguido enseña a sus padres el último ingreso que le ha hecho Twitch. «Pues sí, @Mastodonte99 es mi hijo, en enero nos vamos con el pequeño a vivir a Andorra. Es que me le como».

Panda de hipócritas.

Estamos dando por buena una mentalidad equivocada. Alguien debería estar diciéndoles a los que vienen que, a no ser que tu vocación sea ganar dinero, la felicidad no la da ganar dinero sino hacer bien aquello que uno ha elegido hacer.

Hablábamos de periódicos; abra aquel cuya cabecera una vez respetó y rasque un poco: «Arden las redes ante el último…» o «Criticada por su posado…», todo ello aderezado con patadas a la gramática que avergonzarían al Mario Vaquerizo que habla mal aposta. Todo por un clic, porque de ese clic, se defenderán, dependen los ingresos de un periódico.

Pero, ¿para qué vale un periódico? ¿Para qué se hace uno periodista? ¿Para ganar dinero? Porque si la prioridad es ganar dinero, dedicarse al tráfico de armas es mucho más rápido. Y no queda tan lejos: hacer como que se critica la actitud de los usuarios de las redes cuando lo que en realidad se está haciendo es dar pábulo a las salvajadas que allí se profieren para conseguir réditos está a milímetros éticos del tráfico de armas.

Tenemos que recuperar una noción fundamental; la de que el objetivo último de escribir una noticia o limpiar una calle o presidir un consejo de administración o coser una suela es hacerlo de manera virtuosa, de la mejor que nos sea dado en función de nuestra capacidad y destreza.

Gabri Veiga

Como saben el jugador de 22 años se fue el verano pasado a Arabia Saudí a jugar la prestigiosísima liga saudita por unos 13 millones al año, por los poco más de 2 millones que le ofrecía el Nápoles.

Vaya por delante que Veiga puede ―y debe― irse a jugar adonde le plazca, cobrando una pasta o gratis, y que hace muy bien y que lo disfrute con salud. Eso no quita para que el caso de Veiga o Nacho o el de los streamers o el de los periódicos ponga de manifiesto, por omisión, aquello que no se está diciendo.

Cabe la posibilidad de que a Veiga nadie le dijera «Pero, chiquillo, ¿tú has estado en Nápoles?». Solo por decir, insisto, solo para que el bueno de Gabri lo pusiera en una balanza, para que lo sopesara.

Quizá deberíamos haber aprovechado el movimiento para explicarles a los churumbeles que, al contrario de lo que ocurre con los libros, en el caso de los euros llega un momento en que cada uno que añadimos a la pila nos aporta más problemas que soluciones, y que el dinero, más allá de una cifra razonable, no da la felicidad, se ponga Woody Allen como se ponga.

Que hay compromisos, lugares, comportamientos y conocimientos que no hay forma de comprar y que son lo mejor a que nos es dado aspirar.

Que ninguna experiencia verdaderamente estética, ninguna revelación que merezca la pena una vida, ningún atisbo de trascendencia es caro. Si es caro no merece la pena. Ese es quizá nuestro mayor logro como civilización: que los ciudadanos puedan leer a Tolstói gratis.

Un paseo a finales de septiembre, el prefacio del Retrato, Vaughan Williams. Un apretón de manos firme, un brindis por los que se fueron. La abuela de El jugador, el capitán Renault. O paraíso. Felicidades ajenas al poder narcórtico del dinero.

Bien está que las criaturas miren al futuro con afán de prosperidad. Pero que no se nos distraigan.