Porque siempre lo hemos hecho.
Imaginen un partido político que en 1934 organizara una revolución (pueden llamarlo golpe de Estado, levantamiento o estallido de una guerra civil, como lo consideró el Gobierno) contra el Estado constitucional de la Segunda República española, revolución durante la cual se asesinara a guardias civiles y religiosos. Durante la cual se volara el barrio comercial de Oviedo, la Universidad o la Cámara Santa de la catedral de la capital de Asturias. Un golpe de Estado (en Mieres ya se planeaba marchar hacia Madrid) que solo se diferenciaría del de julio del 36 en que este cuajó y aquel no.
Imaginen que, sobre el golpe, Josep Pla hubiera escrito en La Veu de Catalunya: «Esta es la obra del socialismo y del comunismo en comandita con los hombres de Esquerra Catalana. Han sembrado por doquier la destrucción, las lágrimas y el cieno. Cuando se ve Oviedo -como yo acabo de verla- en el estado en que se encuentra, no hay justificación posible de la política que ha provocado semejantes estragos».
Imaginen que dicho partido político concurriera actualmente a las elecciones legislativas de España bajo las mismas siglas que entonces (hasta Herri Batasuna tuvo que cambiar de nombre) y que, de hecho, fuera el partido político que más años ha gobernado en nuestra última democracia. Difícil de imaginar, ¿verdad? Pongamos, solo como hipótesis, que dicho partido se llamara PSOE.
Imaginen que el secretario general del PSOE que organizó el golpe de Estado del 34 fuera venerado por el partido actual, y que incluso tuviera una placa y una estatua en las calles de Madrid (Memoria Democrática, solo para algunos). Por cierto, que Largo Caballero también había colaborado con la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Un marxista no le hace ascos a ninguna dictadura, y si no pregúntenle a Víctor Manuel.

Imaginen que el fundador de ese partido (imaginen, a pesar de lo inverosímil del asunto, que se llamara Pablo Iglesias) hubiera amenazado en 1910 y en sede parlamentaria al expresidente del Gobierno Antonio Maura con un «atentado personal».
Imaginen que una diputada de dicho partido, llamémosla Margarita Nelken (quien, ya que estamos, paradójicamente votó en el Congreso en contra del voto femenino) hubiera dado cobijo a uno de los matones que acabó con la vida del diputado Calvo Sotelo, o que quien apretó el gatillo, Luis Cuenca, fuera guardaespaldas del otro miembro del PSOE detrás del golpe del 34, Indalecio Prieto. Este también tiene estatua, al lado de la otra joya.
Todo esto ocurrió, insisto, antes del 18 de julio del 36.
El PSOE, que no para de utilizar la dictadura como arma arrojadiza ante partidos que nunca se han declarado herederos políticos ni ideológicos (difícil que un dictador tenga ideas) de Franco, quizá debiera explicar por qué ellos sí se pueden sentir orgullosos de los paseíllos a medianoche o de levantarse contra la Constitución de 1931.
Esta mañana un concejal del PSOE le ha puesto la mano en la cara al alcalde de Madrid, que Dios sabe que no es santo de mi devoción, durante un Pleno del Ayuntamiento. La mano en la cara.
En 1979 el PSOE abandonó el marxismo como ideología oficial, y en 2004 Zapatero, quien alardearía de ser «rojo», se convirtió en presidente del Gobierno. Esos 25 años constituyen la excepción en la historia del PSOE, lo demás es su verdadera esencia. Son González, Rosa Díez, Leguina o Redondo Terreros quienes habitaron una isla socialdemócrata. Lo demás, de Casa Labra hasta hoy, es un océano de socialismo a la soviética.
Pactando con terroristas y golpistas, el PSOE no se está radicalizando ni está traicionando sus principios, sino volviendo a sus orígenes. A Sánchez se le puede afear no tener conciencia o ser Narciso redivivo, pero de lo que de ninguna manera se le pude acusar es de no ser un digno secretario general del Partido Socialista Obrero Español.
P. S.: La primera imagen corresponde a la Universidad de Oviedo tras las reformas acometidas por socialistas y comunistas. Parecida están dejando la facultad de Políticas en Somosaguas.
