Ahí la RAE fue muy rápida. Incluyó en el diccionario tuit y tuitear en 2014. Y, claro, ahora Twitter no existe. Que sí, que muchas palabras tienen orígenes análogos, pero cuando ese elemento es el nombre de una marca comercial (lo que ya de por sí resulta problemático), a mí me da la sensación que la RAE ha quedado un poquito como Joaquín Rodríguez en Almagro.
Porque además el término que ha encontrado la red antes conocida como Twitter (postear) y que es más natural al español, no viene de marca comercial y existe ya con un significado que tiene que ver con la comunicación (viajar sirviéndose de los caballos de las postas). Y si nos vamos a palabras de la misma familia léxica como postal, la conveniencia es total, porque proceden de posta, que en italiano es correo.
Lo han adivinado: no importa tanto el caso concreto como aquello que ejemplifica: uno debe entender quién es y no querer ser otra cosa.
La RAE no es un organismo rápido: el diccionario de la RAE (DRAE) en ningún caso trata de compilar todas las palabras que resultan útiles para comunicarse en la comunidad hipanohablante a tiempo real. El DRAE refleja la norma y no el habla, y con una edición cada 13 años (2001 a 2014) no puede pretender tener reflejos. A las palabras hay que ponerlas a prueba, comprobar si sedimentarán o se las llevará el viento, y todo parece indicar que a tuitear se la llevará el viento.
Recuerdo aquella vez (quizá en los Goya) en que Buenafuente comprobó que un chascarrillo que él creía vivo (el de hablar catalán en la intimidad), estaba en realidad muerto, y casi tuvo que pedir perdón ante el silencio embarazoso de la concurrencia.
Lo más probable es que algún día, si continuamos dejándonos llevar por el oropel de la modernez, digamos sinergia o digitalizar o empoderar o viral y a nuestra audiencia le llegue de repente un intenso olor a naftalina.
El lenguaje y lo que el lenguaje describe es materia orgánica, responde a procesos y transiciones que nos resultan en su mayoría arcanos y que ni de coña podemos dirigir; el impacto real de la penúltima ocurrencia de la política o la academia (ay, el día que le metamos mano a la academia) sobre la palabra y la materia es casi nulo, y poco a poco hablar como una ministra de Igualdad porque pensemos que queda bien comienza a dar muchísimo alipori.
Como saben, antes de que termine el episodio de una serie en Netflix, esta nos sugiere prescindir de una parte de él; los créditos de cierre. La sugerencia es sutil: los créditos prácticamente desaparecen y la opción de ver el siguiente capítulo pasa a ocupar prácticamente toda la pantalla. La posibilidad de deshacerse de los créditos existe también al principio de cada episodio.
No voy a apelar al respeto a la obra de arte porque las series pertenecen más bien al campo del entretenimiento (que yo sepa Doctor en Alaska no está en Netflix).
Lo que quiero compartir aquí es una cuita que probablemente les tenga a ustedes sin cuidado: llámenme susceptible (lo harán con razón), pero la primera vez que vi el botón de «Próximo episodio» sentí como me convertía instantáneamente en un gallina o, al menos, como Netflix veía en mí una gallina.
Me explico: como también saben, en las explotaciones avícolas es habitual exponer a las gallinas a más horas de luz de las que proporciona el día para conseguir que pongan más huevos cada jornada. Optimizar la producción es uno de los objetivos de la empresa, subsidiario de su objetivo principal de maximizar beneficios. Como consumidores estamos al otro extremo de las gallinas, y la estimulación de nuestro consumo es otro de los objetivos de la empresa. Producir de manera eficiente, vender de forma masiva. Pues bien: el botoncito de marras es lo más parecido a la luz artificial de un gallinero que he visto en mi vida, pero aplicado al consumo en lugar de a la producción. Esa palmadita en la espalda del televidente («usted puede ver series a un ritmo más rápido de lo que cree, amigo») tiene sus equivalentes en otros sectores (el camarero que ofrece rellenar la copa a la primera de cambio, la ristra de chocolatinas que nos observan desde debajo de la caja de la gasolinera, el miedo que nos meten en el cuerpo las compañías de seguridad justo antes de irnos de vacaciones…) y no parece especialmente pernicioso más allá de demostrar lo que le importa a Netflix la integridad del producto que vende.
«Voy a ver otro capítulo pero porque yo quiero»
Hasta ahí la metáfora. Si servidor se siente una gallina seguramente tenga motivos y no sea culpa de Netflix. Pero el modelo se vuelve más preocupante si se aplica a un producto que por una parte no se aleja mucho de lo anterior y por otra genera una adicción que sí es involuntaria y sí es perniciosa.
Si las pantallas de los móviles cada vez son más grandes y cada vez brillan más no es porque los fabricantes de móviles y los creadores de aplicaciones se preocupen por nuestra vista, sino porque conocen el efecto que las luces y los colores tienen sobre la dopamina; así de primitivos somos. El móvil puede ser una herramienta todo lo útil que ustedes quieran, pero que pasemos más de dos horas al día mirándolo tiene que ver más con la hipnosis que con su utilidad o la riqueza de los contenidos. Instagram, Twitter y Facebook pagan a miles de ingenieros para que no despeguemos la vista del móvil, no para que compartamos nuestras mejores fotos, seamos más ingeniosos o nuestra red de amistades se vea fortalecida. Lo que quieren es la atención ininterrumpida de zombis alucinados.
Nada que objetar tampoco hasta ahí: cada uno tira el tiempo como quiere y me gustaría pensar que nuestra voluntad puede más que las estrategias de las empresas vendedoras de humo; al fin y al cabo somos mayorcitos. El problema es que no todos somos mayorcitos.
Porque con este panorama, ya me contarán a mí qué necesidad hay de meterle a criaturas que no levantan un palmo del suelo las pantallas por los ojos, nunca mejor dicho, y obligarlos a usar en el colegio algo de lo que probablemente se saturen en el futuro y les cree irritabilidad, cansancio y trastorno del sueño en el presente. Qué sentido tiene que Samsung organice seminarios ¡sobre educación! y que para hacer los deberes dependan de una tableta que, como se ha denunciado aquí, en el colmo de la incoherencia tiene capado el acceso a Internet.
¿Por qué lo estamos haciendo? Porque hay en el aire cierta sensación de que la educación mejora si se usan las TIC (nos gustan más las siglas que a un tonto un molinillo). ¿Quién ha creado esa sensación? Nadie. Nadie que entienda del asunto, me refiero. La han creado las fabricantes de móviles y las telecos. Sus departamentos de marketing, concretamente. La noción es falsa pero tiene efectos, lo que responde bastante bien al concepto de fantasmagoría. Y esto no ha hecho más que empezar.
El consumo de horas de móvil presenta los suficientes rasgos de adicción psicológica como para preocupar a los mayores, pero al fin y al cabo cada cual es libre de derrochar sus mejores horas viendo cómo se come los chopitos la prima del amigo de aquel conocido tan simpático de la universidad, ya saben: #nitanmal, #asísí, #quéjarturadesufrir o #necesitovuestraatenciónporquetengodéficitdecariño. Lo que no tiene perdón de Dios es que les hagamos el juego a multinacionales que de educar a infantes saben cero y de agilipollar a adultos bastante más. Los actos tienen consecuencias y cuando estas recaen sobre otros deberíamos mostrarnos especialmente responsables o seremos especialmente culpables.
El pasado domingo se inauguró una tienda de AliExpress en Madrid. Dicen por ahí que el primero de la fila estuvo dos días. Dos días de su vida. Quería un patinete (regalaban patinetes, que, ojo, cada uno se mata como quiere) pero le regalaron un móvil: el primero se llevaba un móvil. Él, no obstante, prefería el patinete. Dos días en la cola y te regalan lo segundo mejor. Si la calavera de Valle-Inclán no tiene ahora una sonrisa de oreja a oreja no sé cuándo la tendrá. Mi pregunta es: ¿quienes fueron a intentar ahorrarse unas perras a cambio de recorrer más o menos la distancia de la Tierra a la Luna y de algunas -muchas- horas de sus preciadas vacaciones son «gente» en sentido podemita? Intentaré explicar por qué me surge esa duda.
Dado que las multinacionales mandan más que los gobiernos, las compras son más importantes que los votos. Nadie en Occidente le va a decir al Grupo Alibaba cuánto tiene que pagar a sus empleados ni cuáles serán sus condiciones laborales. (De que lo haga el Gobierno chino olvídense: los comunistas no le hacen ascos a una transacción rentable, de Pekín a Galapagar). Nadie en Occidente con una excepción: las únicas personas capaces de limitar el poder de las multinacionales pantagruélicas impositoras de condiciones que a este ritmo terminarán con la tienda de la esquina y con todas las tiendas de todas las esquinas son las mismas que el otro día recorrieron la distancia aproximada entre la Tierra y la Luna para acampar un par de días a la espera de poder adquirir el penúltimo Samsung ahorrándose unas perras. Es como clientes (como no clientes, más bien), y no como votantes, como podemos decidir el modelo de sociedad que queremos.
Que cada uno se ahorra la pasta como puede, faltaba más. No seré yo quien le diga a nadie lo que tiene que hacer con su vida: para eso están los políticos. Pero no está de más puntualizar que si uno se autopercibe como un tipo concienciado con la lucha social y toda la retórica (porque me temo que es solo retórica) al uso y luego compra en AliBaba o Amazon, uno tiene un serio problema de coherencia. Porque a lo mejor piensan ustedes que el ahorro que se consigue comprando en ellas sale del bolsillo de sus dueños, inversores y/o directivos y no de la jornada 996 (12 horas de trabajo diarias 6 días a la semana) propugnada por Jack Ma o de que en 2018 el 74 % de los trabajadores de los almacenes de Amazon evitaran ir al baño por miedo a represalias.
Dado que las multinacionales mandan más que los gobiernos, las compras son más importantes que los votos
¿Si creo que se vive mejor trabajando en la tienda de la esquina? Sí. Y no solo eso: creo que la tienda de la esquina ayuda a generar un tejido urbano mejor en muchos sentidos. Pero esa es otra historia.
La dialéctica izquierda-derecha es una monserga. Por muy a la izquierda que se diga el Gobierno chino hay pocos trabajadores más puteados que los trabajadores chinos. Como da igual a quién votemos, podemos seguir depositando la papeleta por el procedimiento de brindis al sol: porque todos somos muy socialdemócratas hasta que nos toca soltar la guita. Cuando nos retratamos es al meter el pin, porque el voto es gratis pero la compra no. Cada vez que llega una caja de Amazon cae la careta de un sindicalista.
Verlo todo bajo el prisma político es enfermizo, pero pensar que los actos no tienen consecuencias es aún peor, porque pertenece al ámbito del pensamiento mágico. Para entender a qué me refiero, basta con que abran Twitter al azar.
Queda pendiente hablar de Alexia: por qué creo que la Guerra Fría era un entorno más amigable en el que quien te ponía un micro en casa al menos se encargaba de pagarlo y no te pasaba la factura.