¿Qué podemos aprender de la actitud del club que soborna a los árbitros?

Nuestras madres nos enseñaron que las relaciones humanas son como jarrones de la dinastía Ming: algunas palabras, por pronto que se retiren, las rompen para siempre. Podemos pedir perdón, podemos intentar pegarlas, pero ya nunca es igual, porque somos seres, en esencia, idealistas.

Y es que no se pueden pasar por alto ciertas cosas. Si lo hacemos, aceptamos que el mundo está mal, que la ética es solo una palabra, que es muy cansado hacer las cosas bien.

El yerno de un proxeneta no debería nunca ser presidente del Gobierno de una democracia liberal. Si hay que explicar esto es que estamos peor de lo que pensamos. Tampoco debería serlo, ojo (y aquí esta entrada pierde a la otra mitad de sus lectores), el amigo de un narcotraficante. «Cuando yo lo conocí solo era contrabandista» dice el tipo, para arreglarlo.

Para que triunfe el mal lo único necesario es que la buena gente no haga nada. Y el mal está triunfando, porque las pequeñas concesiones a la flojera moral terminan siempre por convertirse en catástrofes históricas. «¿Como pudo suceder esto?» nos preguntamos luego siempre. «Porque una vez, en el recreo, hace muchos años, te burlaste de alguien más débil que tú».

El yerno de un proxeneta no debe ser presidente de nada, entre otras cosas, porque en España hay muchísimas personas cuyos suegros no regentan burdeles vaporosos.

Esto nos lleva al Barcelona, el club que paga dinerito fresco a los árbitros para que le favorezcan en el campo y, lo que es más alucinante, no está en segunda. El club que no debería haber inscrito a Dani Olmo, el club que alineó indebidamente a Íñigo Martínez ante Osasuna sin que nunca pase nada. Les sonará Íñigo Martínez, es el jugador que escupe a los rivales cuando las cosas no le van bien. Luego volvemos a él, porque hay más.

El Barcelona es uno de los clubes que agravia al himno de todos nosotros sin que ocurra nada. Es el club cuya masa social lanza al campo botellas de whisky y cabezas de cerdo porque ¡otro equipo fichó a uno de sus jugadores! y adivinen: nada ocurre. El Barcelona es el club que no se presentó a un partido de Copa y no recibió sanción, es el club que falseó sus cuentas para poder inscribir e inscribió, el club de Ovrebo en Stanford Bridge, de la segunda amarilla a Van Persie, de los penaltis por desmayo contra el PSG.

El club ―solo un dato más, así como resumen― que después de sobornar a los árbitros durante 17 años, no fue sancionado con penalty en contra durante 78 jornadas de Liga. Y aquí seguimos, silbando melodías.

Pues bien: ese es el club que esta semana ha protestado por haber recibitdo un arbitraje neutral. La primera conclusión es clara: quien recibe prebendas durante tanto tiempo termina por detestar la justicia, se convierte en un cuerpo extraño a toda idea de equidad.

¿Qué podemos, entonces, aprender de todo lo anterior? Si superamos la náusea, el asunto nos permite reflexionar sobre la disciplina, las amenazas no cumplidas y la tolerancia infinita hacia los comportamientos reprochables.

Porque está en nuestra naturaleza pensar que cuando malcriamos a alguien, cuando sobreprotegemos a alguien, cuando damos más de lo que deberíamos dar estamos ganando prestigio o ameritando agradecimiento. Lo que estamos haciendo, simple y llanamente, es crear ―criar― un monstruo. Alimentar a la bestia.

P. S.: En el fútbol hay dinastías, categorías de jugadores que se agrupan por sus características. La de Íñigo Martínez es la de Jordi Alba, que tampoco es el cuchillo más afilado de la cocina: aquellos jugadores a los que ni siquiera soportan en su propio vestuario.

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