(Antes de salir al campo en un partido cualquiera, vestuario del Real Madrid).
Flóper entra con las manos a la espalda, viste levita negra y chistera. Su rictus no muestra ira: es más bien el ademán burocrático con el que un portero de finca barre un descansillo. Detrás entra Butragueño vestido de monaguillo.
El tito Floren se sitúa delante, digamos, de la taquilla de Federico. La camiseta del 8 está dobladita pulcramente, sus botas reposan con simetría milimétrica. «Ya me extrañaba tener tanto sitio», piensa Vini en la taquilla contigua. Butragueño descuelga un pequeño incensario y lo hace oscilar lentamente. Un humo fragante comienza a inundar la atmósfera y el Buitre parpadea, molesto. Florentino se quita la chistera y la sujeta con ambas manos.
―Hoy nos hemos reunido para recordar la figura de Fede Valverde, que, estando demasiado cansado para calentar desde la suplencia y sin el carácter necesario para tirar a puerta, no supo comportarse como exige la capitanía de este club en ninguno de los sentidos posibles. Atragantado por la herencia de Antonio e ignorante del concepto de jerarquía, su cuerpo reposa en su casa de Montevideo donde, dado que no dispone de la carta de libertad, está escribiendo para junio un trabajo a doble espacio titulado Señorío es morir en el campo.
Tras un minuto de silencio, Butragueño recoge la cadenita del turíbulo y se dirige a la salida detrás de su jefe. Antes de franquearla, Florentino se detiene bajo el dintel y masculla, de espaldas a la plantilla:
―Así, uno a uno. Josdeputa.

