De los sepulcros blanqueados

Si usted quiere publicar un libro u optar al Oscar debe ejercer sobre sí una censura draconiana. En 2018 la canción Baby, It’s Cold Outside fue censurada por múltiples estaciones de radio estadounidenses por su contenido. En ella, una mujer da argumentos para irse a casa y un hombre trata de convencerla para que se quede. Finalmente ella decide tomarse otra copa. Podría concluirse que un país que censura un contenido así es un país virtuoso hasta la levitación.

Mientras, también en EE. UU. (datos de Gitnux Market Data):

  • La industria pornográfica factura más que la NFL, NBA y MLB (béisbol) combinadas.
  • La edad media de la primera exposición al porno son 11 años. Once. Eleven. Undici. XI.
  • El 20 % de los estadounidenses admiten consumir pornografía en el trabajo.

Pero claro, en la canción él le dice a ella que fuera hace frío y que tiene unos labios deliciosos. Ella dice que quizá se fume otro cigarro.

  • En EE. UU. hay 120 armas de fuego por cada 100 personas. En el siguiente puesto está Yemen, con 53 por cada 100.

Mucho podría decirse sobre la censura izquierdista, sobre esta censura en particular, como el hecho de que toma a las mujeres por imbéciles. Pero lo que interesa aquí es que cuanto más puritana (y EE. UU. es un país genéticamente puritano) es una sociedad, más hipócrita se vuelve y más distancia hay entre cómo es y cómo dice ser, porque empieza a echar capas de corrección política sobre su triste realidad, y empieza a no ver, porque las convierte en ocultas, su podredumbre moral, su violencia y su desigualdad.

Interesa hablar de todo. Es sano y no escabroso echar luz sobre lo que somos, sobre lo que hacemos bien y sobre todo sobre lo que hacemos mal, porque sin reconocimiento de los errores no hay rectificación posible; sin dolor de los pecados, en otras palabras, no hay propósito de enmienda.

Da igual lo que HBO alegara cuando trató de cancelar Lo que el viento se llevó; el hecho es que la censura no ayuda a conocer los Estados Unidos del siglo XIX ni los de 1939, fecha de la película. Si sus directores edulcoraron la realidad de la esclavitud, ya trataré yo de estar lo suficientemente informado para detectarlo. Si Hollywood era racista en los años 30 y 40 (que lo era), me conviene estar al tanto. Pero los problemas no se solucionan con paladas de arena como no se solucionan con paladas de cal, y lo dramático de este asunto es que quizá de lo que se trata es más de olvidar y esconder su pasado que de ser hipersensibles con ciertas minorías.

Convendría aclarar a ese respecto, antes de que prohíban hablar de ello, que los ejemplares abuelos de los políticos demócratas que retiran estatuas de Colón lograron reducir los 12 millones de indígenas de mediados del XVIII a los 300 000 de principios del XX. Ellos, tan respetuosos y tal, exterminando a millones de personas, quién lo iba a decir. Pronto, cuando los libros y las películas y las canciones que hablan del exterminio de los indios a manos de los blanquitos sajones (sepan que ustedes y yo no somos blancos del todo para un sajón de pura cepa) estén prohibidos sine die, uno tendrá la sospecha de que todo esto era más una gigantesca maniobra de blanqueamiento que una preocupación legítima por las fracciones de sus minorías que no lograron matar.

La muerte de Bond y las guardaespaldas de Trump

Una vez hubo demostrado que podía hundir la economía el marxismo se lanzó a destruir la cultura. La occidental, concretamente.

Tras la muerte de Stalin en el 53 Nikita Kruschev consolida su liderazgo gracias entre otras cosas a la denuncia de las salvajadas perpetradas por el asesino del bigote. En el 56 los rusos anulan las peligrosas reclamaciones democráticas húngaras a cañonazos. Total, que para los intelectuales de izquierdas ingleses el comunismo à la russe está perdiendo su sex appeal y devenidos Nueva Izquierda fundan los Estudios Culturales para aplicar la verborrea marxista a la cultura. Su lema podría resumirse en «vale, el marxismo ya se ha topado con el muro de la realidad como sistema político, pero no nos hace falta lo político. Podemos subvertir el orden capitalista desde lo cultural». Y unos años después llegamos a que unos cantamañanas remedan la Última Cena en la ceremonia de inauguración de unos JJOO (que ya me dirán lo que tiene que ver) con el único objetivo de meternos a los cristianos el dedo en el ojo. Nosotros les perdonamos como es nuestra obligación, porque el cristianismo es una forma de pensamiento basada en el amor y no en el odio.

Pero me lío. Durante las escasas décadas en que los ingleses vivieron sin censura (El amante de Lady Chatterley estuvo prohibida hasta 1960 y de la censura actual ya les cuenta J. K. Rowling) surgió el personaje de un espía inglés que bebía, fumaba y llamaba a las mujeres de tú escrito por un espía inglés que bebía, fumaba y llamaba a las mujeres de tú. Esto, claro, fue antes de que los grupos de presión neomarxistas les dijeran a los escritores lo que podían y no podían escribir.

Pero llegaron los grupos de presión neomarxistas y no solo les dijeron a los escritores lo que podían o no podían escribir, sino también a los directores lo que podían o no dirigir. Y claro, las películas de Bond sobraban. En resumen: pusieron sus películas en manos de gente que odiaba al personaje (el análisis cultural marxista tiene muchos problemas para distinguir la realidad de la ficción) para que primero deconstruyeran al bueno de James y luego lo mataran.

Porque sí, Raymond Williams y sus secuaces tenían razón: se puede destruir la civilización occidental desde la cultura.

De la muerte de Bond a la parida(d) de los guardaespaldas presidenciales estadounidenses hay un pasito muy pequeño: uno comienza por pedirle a la gente que maneja el monopolio de la violencia que no beba ni fume y termina por pedirle a las mujeres que se pongan en el camino de las balas.

Pero héteme aquí que ya sea por instinto de conservación o por una mera cuestión de inteligencia (Franz Reichelt, varón, se tiró desde la torre Eiffel con un primitivo paracaídas para demostrar que no funcionaba), parece ser que los hombres son más dados a ponerse en el camino de las balas. Y más altos.

Lo que quiero decir es que el marxismo y sus derivados son de un dogmatismo tan absoluto, tienen una necesidad tan perentoria de imponer sus esquizofrénicos postulados que siempre terminan por chocarse con la realidad. Ellos no paran hasta que Hungría es invadida, estalla una central nuclear o muere un bombero en un mitin político. Que la realidad no vaya a estropear una ideología delirante.

De los restos de URSS emergió Putin. Será apasionante ver lo que aparece tras el sueño de libertad que una vez fue Europa.

¿Por qué, entonces, les dejamos hacer? Pues porque el marxismo y sus derivados también tiene cubierta la posibilidad de la disidencia: lo que fueron purgas, checas y proscripciones han devenido insulto, censura y cancelación. Quien se atreve a insinuar que el emperador va desnudo es automáticamente un fascista. No en vano «el Estado opresor es un macho violador». Y todo así.

P. S.: Unos días después de la publicación de esta entrada y durante los JJOO de París 2024, una «deportista olímpica» de un «deporte» (en realidad es un baile, ahora en los JJOO hay bailes regionales) llamado breaking (el breakdance de toda la vida) sale a hacer mamarrachadas durante demasiado tiempo en una oda inolvidable al alipori que por no tener no tuvo ni gracia. El breaking es una forma de baile endiabladamente difícil, y la payasada de Rachael Gunn a mí me parece una falta de respeto para los demás bailarines y los JJOO en general. Es un ejemplo perfecto de «yo quiero hacer esto porque me lo pide mi individualidad y vosotros pues os lo tragáis». ¿Por qué saco esto a colación? Porque Rachael Gunn tiene un doctorado en… Estudios Culturales. Gracias, París.

P. P. S.: En la misma competición, Talash, una valentísima refugiada afgana es descalificada por portar el lema «liberen a las mujeres afganas». No sé si la descalifican por insinuar que la libertad es buena o por insinuar que existen las mujeres. Ellos alegan que el mensaje es político. Yo creo que político sería, por ejemplo, decir: «el Comité Nacional Olímpico y Deportivo Francés es de extrema izquierda».

El día que nació la cultura de la cancelación

El 7 de enero de 2015 dos encapuchados entraron en las oficinas de la revista satírica Charlie Hebdo y asesinaron a once personas por hacer dibujos que no les gustaban, concretamente caricaturas irreverentes de Mahoma. En la huida asesinaron a la duodécima víctima; un policía que intentaba detenerlos.

No los asesinaron, en realidad, por hacer dibujos. Los asesinaron porque son unos asesinos. El lenguaje nos permite practicar la precisión: decir que los asesinos asesinaron por unos dibujos sería pervertir el concepto de causalidad: sería como decir que ETA mataba porque quería la independencia de una comunidad autónoma o que el violador viola por el largo de la falda.

El asesino mata, en primer lugar y sobre todo, porque es un asesino. La revista ha hecho portadas bastante más salvajes contra el cristianismo, pero, según parece, ya no hay asesinos en el nombre de Dios.

Dos precisiones antes de justificar el título: en primer lugar, Charlie Hebdo ha publicado un sinnúmero de caricaturas detestables que practican la ofensa gratuita según no sé qué sentido del humor; yo nunca he sido Charlie Hebdo ni pretendo serlo. En segundo, si algo de lo que he aprendido en las últimas décadas es correcto, ningún dibujo, comentario, opinión o chiste justifican la muerte de nadie.

Ya nos hemos puesto en situación. Ahora ¿qué tienen que ver aquellos 12 asesinatos con la cultura de la cancelación? ¿Por qué, si siempre hubo dictaduras, censura y teocracias, suponen los atentados un punto de inflexión? Porque desde hace más de dos siglos nunca se había mostrado en Occidente (totalitarismos aparte) comprensión hacia asesinatos por razón política o religiosa.

Una semana después de los atentados, y preguntado por ellos, el Papa Francisco soltó esto: «Si Gasbarri, mi gran amigo, dice una mala palabra de mi madre, puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal! No se puede provocar. No se puede insultar la fe de los demás. No puede uno burlarse de la fe. No se puede». Al decir «puñetazo», por cierto, realizó el gesto correspondiente. También condenó los asesinatos, solo faltaba, pero escuchar a un Papa normalizar la violencia solo unos días después de lo ocurrido me produjo un marasmo del que aún no me he repuesto. Lo acompañó de unas reflexiones algo indigestas sobre la libertad de expresión y la libertad de credo que quizá fueran lo peor de todo, pues implicaban que atentan contra la libertad en grados parecidos tanto hacer unos dibujos como disparar a un ser humano.

Unos días después, hablando con una pareja de veinteañeros sobre los atentados, pude presenciar como ambos se mostraban comprensivos con los asesinos. Se oyeron cosas como «se lo han buscado» o «empezaron ellos». Dos jóvenes a los que se supone que en su momento enseñamos lo que era la Ilustración. Se supone.

Por supuesto, lo anterior no demuestra que los asesinatos fueran el acto inaugural de la cultura de la cancelación. Pero sí demuestra que fueron justificados, o al menos comprendidos, por una parte de la sociedad. El clima era ya proclive a las medidas desproporcionadas ante opiniones impopulares. Si alguien traga con la muerte a cambio de dibujos, es más que probable que bendiga el despido a costa de un tuit o la marginación a causa de una opinión políticamente incorrecta. Twitter y YouTube se convirtieron rápidamente en dos de las principales herramientas de la censura de nuestro tiempo, dos garantes de la corrección política que cerraban cuentas con la misma facilidad con que la Ginebra calvinista quemaba a teólogos disidentes.

La semilla ya estaba ahí, esperando tierra fecunda, y nos da una lección que por supuesto no escucharemos: no tenemos una formación en valores y derechos lo suficientemente firme como para desechar las lecciones aprendidas durante el XVIII, y darles la espalda es un drama absoluto.

En Hombres buenos llama nuestra atención Pérez-Reverte sobre el hecho de que en España se rebaja la graduación cientificista y humanista del XVIII traduciendo a la baja Iluminación (siècle des Lumières, Enlightenment, Aufklärung) por Ilustración. Parece que el mundo por fin nos acompaña en el camino de la burricie, el atraso y la censura.

Otro día detallamos las bondades de la corrección política, para saber en qué brazos nos estamos echando.