Lamebotas

En España, sea por la alcalinidad del agua o por la acidez del suelo, se da el lamebotas.

En la penúltima gala de autobombo del cine español hizo su aparición estelar un ser que puso el listón del lamido de bota a una altura inalcanzable para el lamebotas común. La Mondo Duplantis de la sumisión turiferaria, al ver en lontananza al tirano que nos oprime poniendo cara ―una vez más― de que la estrella era él, sacó tres cuartas de lengua y tras postrarse de hinojos ante el campeón de la izquierda le aplicó una serie de lametazos sonoros y enjundiosos a las botas del hombre que da miedo a la gente de su propio partido.

El tirano, profundamente enamorado de los lengüetazos o de cualquier humillación pública que roce la dominación sádica, supo responder al chupeteo de la cobista a través de la Agencia de Retribución del Pelota (RTVE, por sus siglas), que no solo provee a la aduladora de una considerable sinecura, sino que regala a la tiralevitas cantidades puntuales del dinero de todos. Porque sí, cada lúbrico lametón nos cuesta una pasta.

Y es entonces cuando llegamos a uno de los acontecimientos «musicales» más kitsch de este lado del Telón de Acero (el comunista): el Benidorm Fest.

En ese contexto, y mientras los fajos de dinero le asomaban entre las cartas de amor a nuestro Gran Timonel, la lamesuelas decidió darle un nuevo impulso a su carrera tildando a Madrid de «sumidero horroroso».

Ya saben ustedes que con ciertas cosas uno se puede meter en público sin el menor rebozo, pero a mí que me insulten con mi dinero pues como que me calienta la facundia.

Al rojerío patrio le molesta Madrid. Les molestamos porque no sabemos votar y porque pagamos impuestos sin rechistar en lugar de intentar sajar al Estado como hacen los partidos separatistas que sostienen en el poder al tirano. Pero lo que más molesta a los bolcheviques que están transformando España en un Estado sin Derecho es lo poco que nos gusta a los madrileños que nos digan lo que tenemos que hacer.

Hace mucho, por ejemplo, que Lo País considera simpático fomentar lo que ellos llaman «madrileñofobia». Es en esa circunstancia cuando la vocera subvencionada estimó conveniente subirse al carro progre atacando a la capital del Estado que le da de comer. Es importante insistir en esto: aprovechando la televisión pública española que le pagamos todos, la agradecida locutora vocinglera utiliza ese carísimo tiempo para atacar a la capital del Estado. Pura lógica socialista, esa de morder la mano que te da de comer.

Tenemos lo que merecemos, pues desconozco que alguien haya pedido la salida de la lamebotas de la Agencia de Colocación del Paniaguado (RTVE, de nuevo por sus siglas) por insultar a más de 3 millones de personas. Nuestro alcalde estará, supongo, ocupado contemplando extasiado el espantajo que nos ha colocado en Colón.

De políticos y administradores de fincas

Me disponía a escribir una entrada correctísima titulada Por qué ser liberal. Estaba yo dispuesto a exponer con medias tintas por qué los políticos no deberían dictar nuestro pensamiento ni nuestro comportamiento. Andaba yo a punto de aseverar que cada cual diseña sus opiniones en función de sus lecturas y sus conversaciones y no de lo que diga un burócrata con ínfulas.

Entonces he tenido un fogonazo de sentido común. ¡¿Pero qué diantre?! ¿Cómo hemos llegado a estar tan adocenados y sumisos como para pedir por favor que no nos sojuzgue esta manga de facinerosos? ¿Pero quiénes se creen que son? ¿Cómo podemos estar deslizándonos tan velozmente por la pendiente resbaladiza de la dictadura de los incapaces?

No es que debamos reclamar que estos trapisondistas no se metan en nuestros asuntos. No es que debamos pedir que no nos dicten la naturaleza de nuestros actos. Es que son ellos quienes deben pensar como a nosotros se nos antoje. Desde un punto de vista político no son más que nuestros representantes, es decir, sus actos deberían ser debidos, en último extremo, de forma muy similar a los del rey. No es que su opinión personal no deba regir nuestros destinos, es que en lo que concierne a su desempeño en el cargo se la pueden guardar muy profundamente porque solo cuenta lo que nosotros decidamos. El imperativo es el nuestro, y su postura existe únicamente porque su condición de político no inhibe su cualidad de ciudadanos. Pero esa postura personal pesa lo mismo que la mía. Cualquier otra cosa es abuso de autoridad, concusión, tráfico de influencias o directamente ademán dictatorial. Pero quién demonios se creen que son.

Ocurre además que son nuestros servidores y empleados. ¿Han tenido alguna vez contacto con un administrador de fincas? No me digan que no son protagonistas de la misma perversión relacional que exhiben los políticos con cargo público. ¿De cuándo a esta parte un empleado habla con esa acritud a un empleador? Pero —de nuevo— ¿quiénes se creen que son? ¿De dónde sale la prepotencia del empleado Sánchez o del exempleado Iglesias? ¿Qué han hecho para ir con el hocico tan arriba aparte de mentir mejor que otros?

Cualquier momento es bueno para decir basta, pero cuanto antes mejor porque nos la estamos jugando. Hasta aquí el dictarnos qué opiniones son aceptables, qué vocales utilizar o cómo mirarnos. Se está quedando un contexto perfecto para que hagamos la revolución, pero una de verdad. Hace falta una cada vez que las vanguardias se convierten en la nueva Academia. Y convendría recordarle a esta horda de dictadorzuelos que las revoluciones no ocurren específicamente contra las monarquías, las teocracias, las autocracias fascistas o las tiranías comunistas. Ocurren contra el poder y contra los que desde el poder comienzan a sacar los pies del tiesto.