La muerte de Bond y las guardaespaldas de Trump

Una vez hubo demostrado que podía hundir la economía el marxismo se lanzó a destruir la cultura. La occidental, concretamente.

Tras la muerte de Stalin en el 53 Nikita Kruschev consolida su liderazgo gracias entre otras cosas a la denuncia de las salvajadas perpetradas por el asesino del bigote. En el 56 los rusos anulan las peligrosas reclamaciones democráticas húngaras a cañonazos. Total, que para los intelectuales de izquierdas ingleses el comunismo à la russe está perdiendo su sex appeal y devenidos Nueva Izquierda fundan los Estudios Culturales para aplicar la verborrea marxista a la cultura. Su lema podría resumirse en «vale, el marxismo ya se ha topado con el muro de la realidad como sistema político, pero no nos hace falta lo político. Podemos subvertir el orden capitalista desde lo cultural». Y unos años después llegamos a que unos cantamañanas remedan la Última Cena en la ceremonia de inauguración de unos JJOO (que ya me dirán lo que tiene que ver) con el único objetivo de meternos a los cristianos el dedo en el ojo. Nosotros les perdonamos como es nuestra obligación, porque el cristianismo es una forma de pensamiento basada en el amor y no en el odio.

Pero me lío. Durante las escasas décadas en que los ingleses vivieron sin censura (El amante de Lady Chatterley estuvo prohibida hasta 1960 y de la censura actual ya les cuenta J. K. Rowling) surgió el personaje de un espía inglés que bebía, fumaba y llamaba a las mujeres de tú escrito por un espía inglés que bebía, fumaba y llamaba a las mujeres de tú. Esto, claro, fue antes de que los grupos de presión neomarxistas les dijeran a los escritores lo que podían y no podían escribir.

Pero llegaron los grupos de presión neomarxistas y no solo les dijeron a los escritores lo que podían o no podían escribir, sino también a los directores lo que podían o no dirigir. Y claro, las películas de Bond sobraban. En resumen: pusieron sus películas en manos de gente que odiaba al personaje (el análisis cultural marxista tiene muchos problemas para distinguir la realidad de la ficción) para que primero deconstruyeran al bueno de James y luego lo mataran.

Porque sí, Raymond Williams y sus secuaces tenían razón: se puede destruir la civilización occidental desde la cultura.

De la muerte de Bond a la parida(d) de los guardaespaldas presidenciales estadounidenses hay un pasito muy pequeño: uno comienza por pedirle a la gente que maneja el monopolio de la violencia que no beba ni fume y termina por pedirle a las mujeres que se pongan en el camino de las balas.

Pero héteme aquí que ya sea por instinto de conservación o por una mera cuestión de inteligencia (Franz Reichelt, varón, se tiró desde la torre Eiffel con un primitivo paracaídas para demostrar que no funcionaba), parece ser que los hombres son más dados a ponerse en el camino de las balas. Y más altos.

Lo que quiero decir es que el marxismo y sus derivados son de un dogmatismo tan absoluto, tienen una necesidad tan perentoria de imponer sus esquizofrénicos postulados que siempre terminan por chocarse con la realidad. Ellos no paran hasta que Hungría es invadida, estalla una central nuclear o muere un bombero en un mitin político. Que la realidad no vaya a estropear una ideología delirante.

De los restos de URSS emergió Putin. Será apasionante ver lo que aparece tras el sueño de libertad que una vez fue Europa.

¿Por qué, entonces, les dejamos hacer? Pues porque el marxismo y sus derivados también tiene cubierta la posibilidad de la disidencia: lo que fueron purgas, checas y proscripciones han devenido insulto, censura y cancelación. Quien se atreve a insinuar que el emperador va desnudo es automáticamente un fascista. No en vano «el Estado opresor es un macho violador». Y todo así.

P. S.: Unos días después de la publicación de esta entrada y durante los JJOO de París 2024, una «deportista olímpica» de un «deporte» (en realidad es un baile, ahora en los JJOO hay bailes regionales) llamado breaking (el breakdance de toda la vida) sale a hacer mamarrachadas durante demasiado tiempo en una oda inolvidable al alipori que por no tener no tuvo ni gracia. El breaking es una forma de baile endiabladamente difícil, y la payasada de Rachael Gunn a mí me parece una falta de respeto para los demás bailarines y los JJOO en general. Es un ejemplo perfecto de «yo quiero hacer esto porque me lo pide mi individualidad y vosotros pues os lo tragáis». ¿Por qué saco esto a colación? Porque Rachael Gunn tiene un doctorado en… Estudios Culturales. Gracias, París.

P. P. S.: En la misma competición, Talash, una valentísima refugiada afgana es descalificada por portar el lema «liberen a las mujeres afganas». No sé si la descalifican por insinuar que la libertad es buena o por insinuar que existen las mujeres. Ellos alegan que el mensaje es político. Yo creo que político sería, por ejemplo, decir: «el Comité Nacional Olímpico y Deportivo Francés es de extrema izquierda».

Sobre empoderamiento y otros palabros: por qué el neomarxismo nos dice cómo hablar

Durante un partido de cuartos de final del presente Wimbledon, la locutora estimó conveniente puntualizar que en determinado momento del partido la jugadora ucraniana Elina Svitolina se había empoderado. Menuda es Elina cuando se empodera.

Durante el siglo pasado, mientras en los think tanks de derechas lo único que se hacía era presumir de traje e intercambiar contactos, las facultades de ciencias sociales de las universidades occidentales planificaban con mucho cuidado ―y dinero público― la renovación del marxismo.

En esas, uno de los frentes fundamentales para la pervivencia de esa visión totalitaria de la vida iba a ser el lenguaje. Podemos situar en Adorno y su Escuela de Fráncfort ese giro que, tras el disparate que supuso el marxismo-leninismo y que el estalinismo puso en órbita, persigue la aplicación de los principios marxistas a la sociedad y la cultura antes que a la economía. Personas increíblemente preparadas aquejadas, no obstante, de la habitual indigestión intelectual que produce la lectura de Marx. Y no se engañen: como marxistas, siguen pensando que los seres humanos somos imbéciles y nos dejamos arrastrar de manera acrítica por las superestructuras.

Esa preocupación marxista por el lenguaje que ya encontramos en los años 30 con Mijaíl Batjin y que retomarán algunas de las corrientes de los Estudios Culturales (Raymond Williams), ha terminado por producir férreas directrices sobre cómo es correcto hablar y cómo no lo es. Empoderamiento. Género fluido. Niñes. No se rían, pues insisto en que gran parte de los autores neomarxistas tienen una mirada aguda y comprenden las implicaciones del lenguaje y la cultura.

Sigamos con nuestro ejemplo para comprender lo atento que conviene estar y los efectos demoledores que la popularización de una sola palabra puede tener. Empoderamiento.

En contra de la tradición humanista occidental y el marchamo ilustrado, según los cuales cada ser humano tiene en sí las potencialidades, las posibilidades, esto es, el poder, el neomarxista le propone a la mujer que se empodere. Si se tiene que empoderar ―observen el matiz― es que no tiene poder. Es el líder neomarxista quien se lo entrega. La mujer tiene poder porque así lo decide la doctrina marxista-machista, y dejará de tenerlo cuando se considere necesario. La materialización de esto con Tania Sánchez instalándose en el gallinero es tan literal que duele:

Cuando el líder carismático cambia de gustos bailan las sillas

Pero la realidad es tozuda, y mujeres como J. K. Rowling lo son más. Mujeres que no necesitan que nadie les diga si pueden detentar el poder o pensar por sí mismas.

No sé si conocen la campaña de acoso a la que lleva años sometida la escritora de más éxito de las últimas décadas por, en primer lugar, tener opinión y, en segundo, hacerla pública. No es aquí el lugar donde se cuestionan las opiniones de Rowling, pero una de las cosas que la puso en la picota fue afirmar que «Si el sexo no es real, la realidad vivida de las mujeres a nivel mundial se borra». Empoderadas las quiere el neomarxismo, pero de ahí a que el sexo femenino exista dista un abismo: las mujeres pueden empoderarse, pero no existir. Y todo así.

La doctrina woke parece pensar que empoderarse un ratito está bien si una no exagera. Si una lo utiliza para exponer las ideas que le sople cualquier estructura de adscripción izquierdista. Todo lo demás es sacar los pies del tiesto: pensar por una misma es nazi.

Lo anterior enlaza con la siguiente entrega de lo que sabe el neomarxismo: cómo dividir el mundo en minorías para victimizarlas y después tutelarlas. Como los pobres no dieron buen resultado, han puesto los ojos sobre cualquier condición racial, sexual, climatológica o alimentaria. Seas como seas, el sistema te oprime; ven a mí. Lo firmarían en Waco.

P. S.: La brillante viñeta es de Edward Koren para Condé Nast.