Tolkien

Dos cuestiones sobre Tolkien y su circunstancia interesan a esta entrada: la inherente estupidez de los propios conceptos de «intelectualidad» y «alta cultura» y la desnaturalización de la literatura a manos de los géneros literarios.

El hombre que fue a la guerra

Quien ha contemplado el horror escribe sobre hadas. Verán: durante la segunda mitad del siglo XX El Señor de los Anillos (publicada por primera vez en 1954-55) recibió permanentes acusaciones de infantilismo. Es algo paradójico, pues la editorial tuvo dudas precisamente porque la obra tenía un tono más adulto que El Hobbit, publicada originalmente en 1937.

El caso es que Tolkien siempre tuvo enfrente a gran parte de lo que con afán de venganza y algo de choteo podemos llamar crítica seria. La crítica seria, como saben, es aquella que lleva décadas tratando de vaciar las librerías desde un academicismo dictatorial y miope (valga el pleonasmo) que ni la Royal Academy durante el XIX inglés.

La miopía en este caso es doble: en primer lugar, aunque leer El Señor de los Anillos y quedar horrorizado o aburrido, como Borges, es totalmente legítimo ―solo faltaba―, desdeñar sus profundísimas raíces culturales, su parsimoniosa espiritualidad o la construcción épica de un universo prodigioso solo puede obedecer a la tendencia de los de siempre de decirnos a los demás cómo comportarnos, cómo escribir y a quién orientar nuestras plegarias. Eso, decimos, en primer lugar.

Pero en segundo y principal, lo que clama al Cielo es acusar de infantilismo a un escritor que además de un currículo académico brillante en una de las universidades más prestigiosas del mundo y de un conocimiento exhaustivo de las lenguas y literaturas medievales del norte de Europa, además, decimos, y sobre todo, había luchado en la que probablemente fuera la batalla más horrenda que vieron los siglos: la del Somme, donde murieron más de 300 000 seres humanos y que tuvo todos los horrores de la primera guerra industrial: carnicería a gran escala, fosgeno y gas mostaza, trincheras con la higiene de un vertedero medieval y su correspondiente fiebre de las trincheras, que por cierto Tolkien contrajo.

Tenemos entonces un contraste notable. Por una parte hay un hombre que sí había conocido el horror y por tanto escribía sobre la belleza; por otra, seres que desde la comodidad que soldados como Tolkien les habían proporcionado le daban vueltas todo el día a la angustia del alma humana en medio de una tortura vital casi insoportable, lo que viene a explicar nítidamente la proliferación de bodrios durante buena parte del siglo pasado. Te estoy mirando a ti, Kundera.

Ese contraste entre el intensito que aparenta gravedad y tiene que estar siempre de mal humor (ojeen las fotos de los escritores en las solapas de los libros: es esa cara de pensar muy fuerte) y el escritor sabio que había contemplado el horror y que tenía la grandeza de espíritu suficiente para hablar de todo lo bueno, armonioso y bello que tiene la vida no solo queda restañado por el impacto que tienen uno y otros en pleno siglo XXI, sino que encuentra su eco en otras manifestaciones afines. Se me ocurre, por ejemplo, la chapa que les metía muy enfadada aquella niñata insoportable llamaba Greta Thunberg (ahora es una joven insoportable) a los hombres y mujeres que habían descuidado las emisiones de CO2 mientras la libraban a ella y sus padres del nazismo, el comunismo, ciertas enfermedades curables y morir de frío en invierno.

La afirmación de los géneros es la negación de la literatura

No existen los libros de fantasía ni la novela negra. Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo. Wilde lo aplicó a la moral, pero tanto da.

Cuando leemos una novela digna de tal nombre y la leemos con un mínimo de literacidad, el mundo se diluye y la única realidad que existe es la nos cuentan, la que nos narran. La realidad contada es la única que existe durante ese lapso de felicidad: la literatura ocurre exclusivamente dentro del libro. Todo lo demás, incluidos los géneros (que existen por comparación entre obras) se queda fuera. Los géneros son ajenos, por tanto, a la literatura.

Afirmar los géneros es negar el ensueño, y sin ensueño no hay literatura. Hay, si acaso, esta cosa metaliteraria con la que nos martirizan los teóricos y los escritores de salón.

No leemos a Tolkien por ser un escritor de fantasía. Primero porque los géneros no existen, pero segundo y de manera más pragmática, porque si existieran o si los aceptáramos simplemente como cierta semejanza temática, leeríamos a Tolkien a pesar de ser un escritor de fantasía.

En primer lugar, porque la cantidad de mamarrachadas que se han escrito desde entonces tratando de sumergirnos en universos similares es notable. En segundo, porque lo menos importante de la obra de Tolkien es que una sola persona fuera capaz de crear toda una mitología, idiomas incluidos, lo que desde luego es en sí mismo un mérito, pero que no convierte a nadie en maestro si faltara lo mollar; la capacidad de escribir sobre el Bien, la Verdad y la Belleza como si no costara, la capacidad de contarnos el susurro del bosque como si acabáramos de despertarnos en la ribera de un arroyo. De elevar la épica a nuevas cotas cuando según todos los indicios la épica había caducado. De recordarnos por qué leemos, de operar el milagro, de grabar para los siglos que se puede y se debe luchar contra el mal.

Así, quien se niegue a leer a Tolkien porque contiene dragones se perderá una obra maestra, pero también se la perderá, y esto es lo sustancial, quien se acerque a Tolkien porque contiene dragones, porque los dragones le impedirán ver, literalmente, el bosque.

Tolkien es un escritor mayúsculo estrictamente por la calidad de lo que escribe y no por aquello sobre lo que escribe, de la misma manera que Stanisław Lem es un genio independientemente de la ciencia ficción o Dorothy M. Johnson es una escritora descomunal por razones ajenas al Oeste.

Ese sustrato de la obra de Tolkien que solo atiende a la calidad es lo que no entienden sus supuestos discípulos, más atentos al orco que al arte, ni los productores de ese escombrazo llamado Los Anillos de Poder. Y por eso es un milagro fruto de algún tipo de iluminación lo que se sacó de la chistera Peter Jackson, teniendo en cuenta que el tipo había dirigido previamente Braindead: Tu madre se ha comido a mi perro.

Tanto dan, afortunadamente, nuestras opiniones y las de críticos como Edmund Wilson. El hecho es que dentro de mil años seguiremos leyendo a Tolkien en busca, según sus propias palabras en el ensayo Sobre los cuentos de hadas, de fantasía, renovación, evasión y consuelo. Literatura, por tanto, que conviene tener a mano cuando la vida nos depara (siempre termina por hacerlo) algún tipo de trinchera.

Dios me libre de mis amigos…

… que de mis enemigos ya me libro yo. Nada es más peligroso que un falso amigo, y no solo al aprender idiomas.

No sé si han visto últimamente alguna serie del oligopolio audiovisual que nos aqueja. Yo estoy aguantando como un titán la soporífera Los anillos de poder, por ejemplo. Pero da igual, vean la que vean lo más probable es que el reparto se parezca más o menos a esto:

cosa que en una serie histórica me parece confuso pero en una fantástica podría ser razonable, pues se elige entre los actores disponibles y nuestras sociedades ya no serán nunca de un solo color. Tampoco me parece mal el teatro kabuki ni el noh, donde los hombres hacen de mujeres (me temo que la cultura woke detesta estas últimas opciones, pero por eso yo soy liberal y ellos no). Que actores no caucásicos interpreten papeles caucásicos no me molestaba en Mucho ruido y pocas nueces y no me molesta ahora.

A no ser que…

Andaba yo pensando en estos términos el otro día (supongo que viendo la citada serie; hay que ponerse a verla siempre pensando en algo para no dormirse) cuando elucubré lo siguiente, porque ya saben que servidor es bastante malpensado.

J. R. R. Tolkien era un escritor blanquito y anglosajón que para proveer a Inglaterra de mitos fundacionales tiró de tradición germánica, más o menos como hizo Wagner en El anillo del nibelungo. No solo lo consiguió sino que nos proporcionó la que es, sin discusión, la obra fantástica más acabada de la literatura del XX (y se lo dice alguien que se está leyendo la trilogía de Gormenghast, de Mervyn Peake, a la que Bloom sí metió en su canon como no hizo con Tolkien). El Señor de los Anillos es culturalmente centroeuropea y por tanto occidental. Es, por muchos motivos que resulta imposible desgranar aquí, pero que atañen a su adscripción medieval, la caracterización de sus criaturas y su profundísimo lore, profundamente occidental.

Dicen los totalitarios, entre los que se encuentra la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, que hay que poner en las películas personas de diferentes razas porque si no eres racista. Pero yo digo lo siguiente:

¿No hay una suerte de imperialismo cultural en coger las leyendas europeas e imponerlas desde una posición económica de dominio y dándole al asunto la apariencia racial de que esas leyendas son de todos?

¿Quiere Amazon demostrar su multiculturalismo? Excelente. Que coja el Ramayana indio y le meta 10 temporadas, y que empotre a actores blancos en papeles no protagonistas, si no queda demasiado ridículo.

¿O por qué no coge Netflix la versión de la epopeya Mwindo, de los banyanga congoleños, transcrita por Kahombo Mateene y Daniel Byebuick y hacen una miniserie? ¿No tiene algo de neocolonialismo maquillar las sagas germánicas (germánicas, precisamente, lo que tiene su aquel) de multiculturalismo antes que rescatar y dar voz a las sagas de los demás?

Conviene ir por el mundo con los ojos bien abiertos, sobre todo ante iluminados y vendedores de crecepelo. Con determinada gente el único texto importante se escribe solo entre líneas.

P. S.: Tengo por ver el último capítulo de Los anillos de poder. Si mantiene las cotas de aburrimiento de los anteriores, lo que tendría cierto mérito, igual dedicamos una entrada a por qué cuando tu única preocupación es no pronunciarte ni decantarte ni ofender a nadie acabas por resultar soporífero.

Todo cambio comienza llamando a las cosas por su nombre

Si tiene a un adolescente a su alcance dígale que coja el móvil (lo más probable es que ya lo tenga en la mano) y que mire cuántas horas tuvo la pantalla encendida el día anterior. Si no tienen a nadie cerca, valdrá con el suyo. Yo lo hice la semana pasada con una de mis alumnos y el resultado fue de 5 horas. Con otro el resultado fue de 8. A lo largo de la semana, de 55. 55 horitas. La trilogía de El Señor de los Anillos en sus versiones extendidas dura unas 13 horas. En 55 horas se puede aprender rudimentos de japonés, o a conducir. 55 horas es lo que deberíamos dormir a lo largo de una semana. El curso de manipulador de alimentos dura 10.

55 horas a la semana haciendo nada. Haciendo scrolling porque unos tipos en California (que llevan a sus hijos a colegios sin pantallas) lo quieren así. 55 horas preciosas para un cerebro en formación. El tiempo necesario para empezar y terminar The Crown. O para escribir y enviar una carta a cada familiar a menos de tres grados de distancia. Para leer todo Tintín y todo Asterix y llegar a tiempo al partido del Madrí. Para ver todos los cuadros del Thyssen. Para darle un buen mordisco a las cantatas de Bach. Para que sus abuelos les cuenten historias de su infancia.

Esta pésima decisión sobre el uso del tiempo volverá a ocurrir la semana que viene, y la otra. Y hasta que hagamos algo todo será así, porque el cerebro siempre prefiere los chutes de dopamina al esfuerzo necesario para leer Crimen y castigo. La recompensa a medio plazo del móvil, además de la dopamina, es el insomnio, la irritabilidad, la frustración inherente a las redes y la asimilación de mensajes extremistas. La recompensa de leer Crimen y castigo es la felicidad que proporciona la contemplación de la verdad, la sabiduría y la belleza. Pero mañana el cerebro volverá a elegir el móvil.

Y eso no es lo peor

El descomunal drama de tirar el oro verdadero por el desagüe no es ni por asomo lo peor. No es el tiempo gastado en encajar cookies lo peor. Lo peor es lo que nos pasa en el otro tiempo. Lo peor es cómo la realidad, la escasa realidad que vivimos sin el móvil en la mano, se nos convierte (se nos ha convertido) en un interludio turbio, gelatinoso, en un solar de impaciencia hasta el próximo desbloqueo del teléfono. Nada le hace sombra al pelotazo químico de las luces y los colores: en cuanto a lo que le hace a nuestro cerebro, el móvil es tan adictivo como la heroína. La vida es lo que ocurre en el compás de espera insoportable entre pico y pico. Por eso ya no nos miramos a la cara al hablar, ni escribimos cartas, ni especulamos sobre a qué se parecen las nubes: porque nos pasamos el día esperando a que nos dejen a solas con nuestro camello. Ya no nos entregamos a ninguna tarea con el 100 % de nuestras capacidades porque siempre estamos a un golpe de botón de un chute de dopamina. ¿Saben qué otros productos producen niveles anormales de dopamina en nuestro organismo? las anfetaminas y la cocaína. Sigan comprándoles móviles a sus hijos de 11 años.

Los colegios, aliados inestimables…

… para la adicción. Es un error descomunal incentivar el uso de tabletas en los colegios. No hay ningún motivo para hacerlo. «Verán, es que la tecnología…» ¿La tecnología qué? ¿Están enseñando a mi hijo a programar gracias a la tableta? ¿Domina al menos hojas de cálculo? Lo que hace es mover el dedo por una pantalla, por el amor de Dios. Apple, Samsung y Google descubrieron el filón escolar e impusieron sus condiciones a un sector demasiado cuestionado y victimista como para mantener su propio criterio, fin de la historia. Los libros de papel son mejores en todos los aspectos, pero no tienen a una multinacional detrás.

Busques lo que busques, ahí no está

Hay mil razones para ser optimista. Los móviles son una paparrucha que crea más necesidades que soluciones. Tenemos una memoria horrible, pero la historia está llena de inventos deslumbrantes que se fueron al garete en cuanto fueron observados con un mínimo de ecuanimidad. Los teléfonos son perniciosos en muchos sentidos, aunque solo haya cabido en esta entrada su insólita capacidad para crear miles de millones de drogadictos de manera no solo legal sino socialmente aceptada.

P. S.: La ilustración que abre la entrada es de Felipe Luchi para Go Outside.

Preguntas que ahorran tiempo. Sobre la última temporada de Juego de tronos

Las primeras impresiones están sobrevaloradas. Con frecuencia un tipo que a primera vista parece gilipollas se convierte en un gilipollas, sí, pero entrañable. La tarea de descifrar la verdadera naturaleza humana es larga y está llena de baches. Por eso son tan importantes las preguntas que ahorran tiempo. Hasta este año la más eficaz solo era aplicable a los madridistas, lo que es una pega estadística: «¿Pero tú eres de Mourinho?». Ante una respuesta afirmativa, uno sabía que se encontraba frente a un ser humano incorrecto y desacomplejado que anteponía la lealtad al bienquedismo, lo que es mucho en los tiempos que corren. Mou es un detector de tibios.

Ya llegamos. Este último año se ha ido definiendo la que es a día de hoy la pregunta más útil que conozco: «¿Qué te parece última temporada de Juego de tronos?». Lo digo en sentido positivo, entiéndanme; no se trata tanto de vilipendiar a quien la vitupera como de loar a quien la encomia. La serie es muy buena y la última temporada es muy buena. No tanto como las seis primeras, pero muy buena. Les animo a confiar en quien valora la octava en contra de la opinión mayoritaria.

¿Por qué no tan buena? Como en el caso de la séptima, por las prisas y porque pierde el sustrato literario de George R. R. Martin: lo mejor de la serie siempre ha tenido que ver con los diálogos shakesperianos y los personajes densos, poliédricos y cabrones (es decir, humanos) que la serie fusilaba de los libros. La literatura es mejor que el cine.

No se trata de vilipendiar pero sí de ser sincero, y en mi opinión aquellos espectadores que no valoran la última tanda de capítulos deberían preocuparse más por ellos mismos que por firmar tonterías en change.org. Somos muy de despreciar el trabajo de profesionales habilísimos y devotos en función de análisis pueriles e ignorantes (el ejemplo pluscuamperfecto de esto es Scariolo: un tipo que dedica 24 horas al día a pensar baloncesto era hasta anteayer sistemáticamente criticado por quienes durante los partidos piden «intencionada»).

¿Por qué es tan buena la última temporada?

(Si Vd. no la ha visto está a tiempo de dejar de leer esta entrada aquí).

Vamos al turrón. No me voy a hacer fuerte en la mitiquérrima reunión de la chimenea previa a la sobrecogedora batalla de Winterfell. No me remitiré solo a Brienne de Tarth escribiendo en el Libro Blanco de la Guardia Real, escena tolkieniana mediante la cual la historia cristaliza en leyenda, ni al discurso de Tyrion defendiendo a través de la candidatura de Brandon Stark la memoria que engendra sentido de comunidad, discurso algo obvio pero certero. El último capítulo tiene que recoger y lo hace: solo tiene sentido a la luz de lo pasado y otorga a lo pasado visos de posteridad: esa insistencia en la memoria nos confirma que no estábamos locos.

Es contundente (aunque quizá haya caído en saco roto) la parafernalia totalitaria de las tropas de Daenerys al tomar King’s Landing por lo que connota: la inevitable tendencia de los libertadores a convertirse en los siguientes dictadores. La historia de Daenerys cuenta su conversión en su propio hermano. El problema no es este o aquel caudillo: el problema es el poder. Por eso Drogon practica la metalurgia con el Trono de Hierro. Les recuerdo que Khal Drogo (en cuyo honor fue nombrado el último dragón) ya había practicado la metalurgia con la cabeza de Viserys Targaryen.

Dany
Fidel Castro camino de La Habana en 1958

Pero la gran escena, la que quedará en la memoria  —puto enano— de aquellos que están atentos a las cosas que parecen pequeñas es la del protagonista de la serie, Tyrion Lannister, colocando las sillas del Consejo Privado. De forma más precisa, ya que estamos, cómo mira a Bronn al maltratar la suya. No es la mejor escena de la serie porque la aparición de su padre desollando un venado en la primera temporada es lo más apabullante que servidor ha visto en serie alguna.

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La primera aparición de Tywin Lannister en la serie. No se veía un debut así desde Ronaldo (el bueno) contra el Alavés en 2002

No es la mejor escena pero es la que llena de luz su final: un tipo al que su familia ha odiado desde su nacimiento, que conoce la mezquindad inherente al ser humano, con más razones que nadie para entregarse a la orgía de violencia y traición que lo rodea, intentando volver a empezar, poniendo otra vez su confianza en las cosas de los hombres y cuidando cada detalle para que las cosas salgan bien esta vez. No somos responables del mundo, pero sí de lo que hacen nuestras manos y de lo que dice nuestra boca. Always be Tyrion.

Pero quizá, con todo, las razones objetivas para defender su final no sean tan importantes como las ganitas que este provoca de volver a verla, de leer los libros y de esperar las secuelas, precuelas y lo que se tercie. Yo ya estoy en el lío y se lo recomiendo vivamente; es sintomático que cada frase gloriosa de los primeros capítulos esté transcrita literalmente de los libros: toda la pinta de que Canción de hielo y fuego sea lo mejor que le ha pasado a la literatura fantástica desde El Señor de los Anillos.

 

P. S.: El artista más importante de los videojuegos —Hidetaka Miyazaki— está trabajando con un tal George R. R. Martin en la que sin duda será la obra audiovisual más importante de las próximas décadas: Elden Ring. Que el absurdo estigma que pesa sobre el medio no les haga perdérselo.