Por qué Elden Ring ha sido una pequeña decepción (y por qué es una pena)

Siempre está la oportunidad de ser precisos: no dice «un mal juego» porque no lo es. Elden Ring es un buen juego, uno muy bueno. Pero el tipo que lo ha hecho, Hidetaka Miyazaki, es el mismo que firmó Dark Souls y Bloodborne. Y un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Esa es la primera razón.

Porque existen Dark Souls y Bloodborne

El amor tiene algo de excluyente. Los Soulsborne son una joya, y nadie que haya caído en sus redes vuelve a mirar igual a los demás videojuegos. Así es el amor.

Nunca olvidaremos la primera vez que llegamos a Anor Londo, o el primer paseo por Yharnam (siempre nos quedará Yharnam). El secreto de esos momentos comparte algo con la lectura de Bastian en el desván o la vuelta a Bolsón Cerrado: nunca nadie podrá hacernos creer que no estuvimos allí en piel y hueso.

Como videojuegos, tanto Dark Souls como Bloodborne tienen mil virtudes, pero lo que los sitúa a otro nivel, como a las buenas novelas, es su capacidad de sacarnos por unas horas de la realidad y hacernos vivir otra vida.

Jugamos por el crujido de la madera, por el viento entre los árboles. Por momentos perfectamente afinados que cumplen su objetivo. Por una música que suele casi siempre anunciar catástrofes, pero que a veces nos proporciona un remanso de paz en los pocos lugares donde sentirse a salvo. Por una historia que nadie nos cuenta y que solo atisbamos, pero que sabemos que está ahí, que proporciona un marco, un fondo denso, que garantiza nada menos que la credibilidad del mundo.

Los Soulsborne son tan buenos que cualquier juego que se empieza después tiene algo de frustración. De ojalá fuera tan bueno. Incluido Sekiro. Incluido Elden Ring.

Dark Souls nos envía directamente a Willow, Legend, El Cristal Oscuro, Marcabrú, Tolkien, Gormenghast (el ático de Fuchsia es puro Miyazaki), Doneval y el ciclo artúrico. Por su parte Bloodborne edifica ante nuestros ojos las locuras de Robert Chambers; los fantasmas de M. R. James; Drácula; el horror cósmico de Lovecraft y William H. Hodgson; el aire viciado de El sótano de la peste, de Stevenson. Poe. Dickens.

Sé que parece que exagero. Acompáñenme; nos vamos a Londres.

La anterior es la réplica de una bomba de agua situada muy cerca de su emplazamiento original, en la calle Broadwick de la capital inglesa. No es una bomba cualquiera; gracias a ella el anestesista y epidemiólogo John Snow demostró que el cólera que hacía estragos en Londres a mediados del XIX se contagiaba a través del agua y no del aire como se pensaba hasta entonces (por supuesto, la comunidad científica recibió el descubrimiento entre chanzas y cuchufletas, pero esto es arena de otro costal). Ahora vamos a Yharnam.

A la derecha. Sí, es la misma. Y no, no todas las bombas del XIX eran iguales. Sigamos investigando. ¿Se han fijado en la placa que se puede ver en la primera foto? Veámosla de cerca.

«determinó que el cólera es una enfermedad transmitida por el agua». Water borne. En Bloodborne la locura se transmite a través de la sangre. Blood borne.

No esperen ese grado de detalle en la ambientación de Elden Ring. Ni ese grado ni ningún grado. A cambio podemos viajar a lomos de un caballo con cara de teleñeco, lo que nos lleva al siguiente problema.

Por el mundo abierto

Le teníamos al mundo abierto más miedo que a un nublao, y teníamos razón. En los juegos anteriores jugar era sufrir. Cada paso escondía la certeza de la muerte. Jugar cansaba. Jugar era afrontar las propias limitaciones. Solo mejorando podía superarse cada zona. No había escapatoria hasta que, gracias a un maravilloso diseño de niveles, se activaba un ascensor, se abría una puerta o se descolgaba una escalera. Ese sufrimiento, ese jugar en permanente tensión, ese cansancio era una componente esencial para vivir en primera persona el viaje del héroe. Todo estaba peligrosamente preparado, todo estaba al servicio del objetivo último: pasarlo bien pasándolo mal.

En cambio, Elden Ring no solo permite darle la espalda a las dificultades insalvables yendo a otro lugar del mapa sino que entre cenizas e invocaciones es posible darle esquinazo a la dificultad, la superación y el tesón. Sí, Elden Ring es más fácil, mucho más fácil, y por ello la satisfacción de superar cada escollo es mucho menor.

Esa voluntad de hacer el juego más comercial tiene su impacto en la dirección de arte: más allá de que el juego sea verde y beis, como las películas de hace 20 años, la música es menos opresiva, las armaduras son más barrocas y los castillos ya no dan miedo. Con lo romántico que era sentirse miserable.

Por el mundo abierto (II)

Sí, me repito, pero veámoslo ahora desde el otro lado. Es muy difícil explicárselo a alguien que no los haya jugado, pero tanto Dark Souls como Bloodborne consiguen que repetir una y otra vez la misma tarea hasta que deja de parecer imposible primero y comienza a convertirse en un objetivo realista después (y es un proceso que puede durar messes) se convierta en una experiencia que trasciende los videojuegos. Los Soulsborne no son muy difíciles en un sentido cuantitativo, es decir, alcanzado una puntuación muy alta en una cierta escala de la dificultad. Es que son desesperantes. Prácticamente imposibles de terminar sin una atención plena o la ayuda de otros jugadores: a menudo es imposible encontrar el camino. No es un Soulsborne si no hace llorar a un adulto emocionalmente estable. Elden Ring es un juego difícil, no crean. Pero no haría gimotear ni a Roger Federer.

Por la poesía

Porque estamos hablando de amor. Los cuatro Soulsborne (tres Dark Souls más Bloodborne) son para el abajo firmante los mejores juegos de la historia. Y no lo son solo por todo lo anterior. En la balanza pesa mucho más que a veces, al recorrer por enésima vez un corredor que nos está amargando la vida, la armadura empieza a pesar y se comprende lo que es enfrentarse a la muerte por obligación, como los héroes de verdad.

A veces, tras acabar con un jefe tan difícil que se había convertido en un trabajo a tiempo parcial, de repente se hace el silencio y solo se escucha nuestra respiración bajo el yelmo. Y se comprende el sentido del amanecer que despunta en el horizonte (Praise the Sun!) y se echa de menos a los amigos que cayeron, o que matamos por error…

A veces, cuando se espera el golpe fatal, aparece un reducto de paz, y la música se serena y nos anima a pensar que quizá veamos un día más. Pero también que es el momento de seguir el camino.

Puede que me haya quedado sordo o ciego, pero no he visto nada de eso en Elden Ring. La música no me ha estremecido y, por mucho que he buscado, no he visto a los caballeros de la mesa redonda ni me ha maravillado ninguno de sus dragones.

No me malinterpreten, insisto, Elden Ring está pulido, enfoca el mundo abierto con acierto y tiene combates espectaculares. Es solo… que no es lo que podía haber sido. Que está hecho para gustar a todos, y al parecer lo ha hecho, pero por eso mismo no creo que haya atravesado el corazón de nadie.

Tengo la total certeza de que Poe, de estar vivo, se pasaría las horas jugando a Bloodborne. Tengo muchas más dudas con Elden Ring, con sus minijefes repetidos y su inmersión a medio gas. Con su música desganada. Con la sensación de sí-pero-no, de quizá-ahora-llegue-lo-bueno. De qué ganas tengo de volver a Anor Londo. De que, afortunadamente, siempre nos quedará Yharnam.

Preguntas que ahorran tiempo. Sobre la última temporada de Juego de tronos

Las primeras impresiones están sobrevaloradas. Con frecuencia un tipo que a primera vista parece gilipollas se convierte en un gilipollas, sí, pero entrañable. La tarea de descifrar la verdadera naturaleza humana es larga y está llena de baches. Por eso son tan importantes las preguntas que ahorran tiempo. Hasta este año la más eficaz solo era aplicable a los madridistas, lo que es una pega estadística: «¿Pero tú eres de Mourinho?». Ante una respuesta afirmativa, uno sabía que se encontraba frente a un ser humano incorrecto y desacomplejado que anteponía la lealtad al bienquedismo, lo que es mucho en los tiempos que corren. Mou es un detector de tibios.

Ya llegamos. Este último año se ha ido definiendo la que es a día de hoy la pregunta más útil que conozco: «¿Qué te parece última temporada de Juego de tronos?». Lo digo en sentido positivo, entiéndanme; no se trata tanto de vilipendiar a quien la vitupera como de loar a quien la encomia. La serie es muy buena y la última temporada es muy buena. No tanto como las seis primeras, pero muy buena. Les animo a confiar en quien valora la octava en contra de la opinión mayoritaria.

¿Por qué no tan buena? Como en el caso de la séptima, por las prisas y porque pierde el sustrato literario de George R. R. Martin: lo mejor de la serie siempre ha tenido que ver con los diálogos shakesperianos y los personajes densos, poliédricos y cabrones (es decir, humanos) que la serie fusilaba de los libros. La literatura es mejor que el cine.

No se trata de vilipendiar pero sí de ser sincero, y en mi opinión aquellos espectadores que no valoran la última tanda de capítulos deberían preocuparse más por ellos mismos que por firmar tonterías en change.org. Somos muy de despreciar el trabajo de profesionales habilísimos y devotos en función de análisis pueriles e ignorantes (el ejemplo pluscuamperfecto de esto es Scariolo: un tipo que dedica 24 horas al día a pensar baloncesto era hasta anteayer sistemáticamente criticado por quienes durante los partidos piden «intencionada»).

¿Por qué es tan buena la última temporada?

(Si Vd. no la ha visto está a tiempo de dejar de leer esta entrada aquí).

Vamos al turrón. No me voy a hacer fuerte en la mitiquérrima reunión de la chimenea previa a la sobrecogedora batalla de Winterfell. No me remitiré solo a Brienne de Tarth escribiendo en el Libro Blanco de la Guardia Real, escena tolkieniana mediante la cual la historia cristaliza en leyenda, ni al discurso de Tyrion defendiendo a través de la candidatura de Brandon Stark la memoria que engendra sentido de comunidad, discurso algo obvio pero certero. El último capítulo tiene que recoger y lo hace: solo tiene sentido a la luz de lo pasado y otorga a lo pasado visos de posteridad: esa insistencia en la memoria nos confirma que no estábamos locos.

Es contundente (aunque quizá haya caído en saco roto) la parafernalia totalitaria de las tropas de Daenerys al tomar King’s Landing por lo que connota: la inevitable tendencia de los libertadores a convertirse en los siguientes dictadores. La historia de Daenerys cuenta su conversión en su propio hermano. El problema no es este o aquel caudillo: el problema es el poder. Por eso Drogon practica la metalurgia con el Trono de Hierro. Les recuerdo que Khal Drogo (en cuyo honor fue nombrado el último dragón) ya había practicado la metalurgia con la cabeza de Viserys Targaryen.

Dany
Fidel Castro camino de La Habana en 1958

Pero la gran escena, la que quedará en la memoria  —puto enano— de aquellos que están atentos a las cosas que parecen pequeñas es la del protagonista de la serie, Tyrion Lannister, colocando las sillas del Consejo Privado. De forma más precisa, ya que estamos, cómo mira a Bronn al maltratar la suya. No es la mejor escena de la serie porque la aparición de su padre desollando un venado en la primera temporada es lo más apabullante que servidor ha visto en serie alguna.

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La primera aparición de Tywin Lannister en la serie. No se veía un debut así desde Ronaldo (el bueno) contra el Alavés en 2002

No es la mejor escena pero es la que llena de luz su final: un tipo al que su familia ha odiado desde su nacimiento, que conoce la mezquindad inherente al ser humano, con más razones que nadie para entregarse a la orgía de violencia y traición que lo rodea, intentando volver a empezar, poniendo otra vez su confianza en las cosas de los hombres y cuidando cada detalle para que las cosas salgan bien esta vez. No somos responables del mundo, pero sí de lo que hacen nuestras manos y de lo que dice nuestra boca. Always be Tyrion.

Pero quizá, con todo, las razones objetivas para defender su final no sean tan importantes como las ganitas que este provoca de volver a verla, de leer los libros y de esperar las secuelas, precuelas y lo que se tercie. Yo ya estoy en el lío y se lo recomiendo vivamente; es sintomático que cada frase gloriosa de los primeros capítulos esté transcrita literalmente de los libros: toda la pinta de que Canción de hielo y fuego sea lo mejor que le ha pasado a la literatura fantástica desde El Señor de los Anillos.

 

P. S.: El artista más importante de los videojuegos —Hidetaka Miyazaki— está trabajando con un tal George R. R. Martin en la que sin duda será la obra audiovisual más importante de las próximas décadas: Elden Ring. Que el absurdo estigma que pesa sobre el medio no les haga perdérselo.