Imaginemos que me tiro dos meses intentando convencerles, amables lectores, de que me elijan para llevar a cabo un determinado trabajo. Digamos, por ejemplo, que el encargo consistirá en renovar las farolas de su ciudad. Para lograr ser elegido no escatimo en gastos (gastos que pagan ustedes, por otra parte) ni en pesadez: pinto las ciudades con mis colores y voceo mis bondades a través de cuantas alcachofas ponen a mi disposición.
Me eligen, claro, pues ustedes son personas con buen criterio pero, llegado el momento, y ante lo hercúleo de la tarea (elegir un modelo de farola) entono con Bartleby un lacónico «preferiría no hacerlo». No me niego en el acto, claro, sino que me paso otros dos meses mareando la perdiz. Que no sé, que no puedo, que no quiero. Que sí, que no. Que caiga un chaparrón.
El caso es que seguiríamos sin farolas. A oscuras, sin un triste farol para buscar hombres honestos con Diógenes. Así que se volvería a plantear la necesidad de encontrar a alguien que se hiciera cargo del asunto de las farolas. ¿Y qué hago yo entonces? ¡Volverme a postular para el cargo! ¡Volver a utilizar su dinero (el suyo, el de ustedes) para hacerme de nuevo publicidad! ¿Qué pensarían ustedes de mí? Sinvergüenza sería lo más suave que pasaría por sus mentes.
Pues eso va a ocurrir próximamente en sus pantallas. Los 350 inútiles (a las pruebas me remito) que no han logrado llevar a cabo la función para la que se postularon vuelven a presentarse en su mayoría. Ni siquiera tenían que ponerse todos de acuerdo. Solo 176 en primera votación y una triste mayoría simple en segunda.
Hay una pequeña diferencia respecto al tema de las farolas. Ustedes nunca volverían a elegirme, por golfo, pero todo parece indicar que ellos sí volverán a pillar poltrona.