La motivación

Una de las principales metas de un profesor comme il faut es dar clase a alumnos motivados. Un discente motivado rinde más y mejor, lo que favorece un canal de comunicación más amplio y fluido y por tanto un aprendizaje más veloz y significativo. Un profesor que no sepa motivar a sus alumnos es como un entrenador que saque a los jugadores al campo sin ganas de comerse la hierba. Puede transmitir los mismos conocimientos pero obtendrá peores resultados

pero

un alumno no debe esperar, y menos exigir, que nadie lo motive. Si un alumno no encuentra estimulante el conocimiento, lo mejor que puede hacer es terminar Secundaria (además, ya no hace falta aprobar) y dedicarse a algo que no requiera la menor actividad cerebral, como por ejemplo la política. Si hemos construido una aldea en la que poder aprender cosas no es considerado un privilegio envidiable, la influencia de un profesor será pasajera e ineficaz, pues una aldea iletrada y orgullosa de serlo termina siempre por abandonar el conocimiento para caer en manos del chamán y sus métodos, que consisten en no hacer nada y esperar que los dioses—el Estado, en nuestro caso— provean.

Es terrible que decir obviedades haya pasado a ser escandaloso. Los estudiantes no hacen un favor a nadie por estudiar, a nadie más que a sí mismos. Estamos creando una caterva de tiranos analfabetos que estima que el mundo funciona según una cosmovisión optimista hasta el ridículo que cree que todo ocurre con solo desearlo, apoyados en la retórica sofista de unos «líderes» que prometen cal y dan arena: vendedores de humo a quienes nuestro futuro les importa la diezmillonésima parte de nuestro voto, que es su poltrona, y de unos progenitores que se comportan como adolescentes y que prefieren distraer a sus retoños con una tablet a implicarse en el proceso asombroso y deslumbrante de su aprendizaje

porque

da igual si hace falta o no toda una aldea para educar al niño, el caso es que en efecto toda la aldea termina por educar al niño. El cerebro de un crío no decide a qué horas absorbe información (de hecho, está más receptivo fuera de clase). Educamos a nuestros vástagos mientras hacemos la compra. Los educan los conductores de autobús y las policías. Los educa la Play. Los educan Jorge Javier Vázquez y Belén Esteban. Los educan los libros que leemos y las conversaciones que tenemos en casa, comiendo con la tele apagada. Los educan el «¡pero saca a Miguelín!» y el «¡ponte gafas, arbitrucho!». Los educa el «ya se acaba lo bueno» de septiembre y el «no hizo los deberes porque no me dio la gana a mí». Y los educamos los profesores, claro, profesores que no leen y que comparten la opinión generalizada de que ser culto es ser «un friki» o, lo que es peor, «un motivado»

por tanto

los argumentos que culpan a los demás son perniciosos, porque nos debilitan como aldea. Asumir la culpa como propia es productivo y nos fortalece. Es más fácil culpar a los presupuestos, a los planes o al lucero del alba, pero si tienes, pongamos, más de 13 años y vives en España, un país donde las bibliotecas son gratuitas y las casas (todavía) están llenas de libros por leer, si eres un completo analfabeto la culpa es tuya.

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