Hace unos años el arquitecto Santiago de Molina llamaba nuestra atención sobre el kintsugi, el arte de reparar objetos de cerámica pegándolos con resina y cubriendo esta con un acabado tan precioso que el valor del objeto roto aumente en lugar de disminuir. Santiago, que además de profesor es maestro, demuestra que el conocimiento técnico nunca se escindió en realidad de lo humano ni lo humanístico, motivo más que suficiente para que visiten su blog.
El kintsugi está relacionado con la aceptación del paso del tiempo, el cambio y la imperfección, conceptos que las cicatrices resumen perfectamente. A los occidentales con prisa nos gusta porque es exótico y el resultado es estético. Y ya.
Siempre se nos ha dicho que durante una discusión es necesario ser extremadamente cuidadoso con las palabras que se arrojan como dardos, pues si se dirigen hacia zonas sensibles o el veneno es demasiado potente, lo más probable es que causemos daños irreparables. La amistad (ya no hay metáforas como las de antes) es como la porcelana: si se rompe ya no es posible recomponerla por mucho que uno se afane en disimular.
Esa sutura luminosa que propone el kintsugi quizá nos diga algo sobre los cambios sustanciales. Esa iluminación (que en el kintsugi queda encarnada por el valor de los metales preciosos) es necesaria para la crisis del cambio de estado. Está, por ejemplo, en la monumentalidad de los cementerios en cualquier religión o cultura. No es buen negocio subestimar la liturgia, que ha de ser costosa aunque sea en tiempo o devoción. También está en la capacidad de perdonar y el trabajo de la penitencia. El valor de la penitencia no es tanto pagar el pato sino iluminar; la comunión entre ofensor y ofendido. El verdadero sentido del esfuerzo es la comprensión profunda de lo que se persigue. Perdón es una palabra peliaguda porque rebasa nuestras capacidades: el perdón es un don y por tanto implica gratuidad, pero la soldadura de nuestros rompimientos sí exige recorrer un camino trabajoso. Si hay oro en nosotros son el tiempo y la voluntad.
Cuando Roland Joffé y Robert de Niro decidieron hacernos añicos el alma (quizá para repararla después con oro) en ese milagro cinematográfico que es La misión, lo hicieron a conciencia y durante la mayor parte de la película. Pero hay una escena que interesa aquí: habiendo pecado más allá de la comprensión humana y en busca de redención, Rodrigo Mendoza (De Niro) acarrea durante días un atadijo con su armadura por laderas tan escarpadas que habrían espantado al mismo Sísifo. Una vez arriba, en la reducción jesuita, uno de los guaraníes de la tribu que Mendoza había esquilmado para proveerse de esclavos se acerca armado con un cuchillo y, en lugar de rebanarle el pescuezo como era de esperar, le libera de sus ataduras en lo que es la materialización más potente de la superioridad moral, la compasión y el perdón que pueda contemplarse en una pantalla.
Aunque demuestre arrepentimiento, al guaraní la tarea a la que se obliga Mendoza no le va a devolver a sus hermanos ni le exhorta a ser piadoso. No es esa su razón de ser: la tarea espantable que se impone el ex traficante de esclavos supone para Mendoza el umbral de una revelación, una catarsis, un renacimiento. Porque lo que Mendoza termina por comprender es que la dificultad no radica en conseguir que lo perdonen: lo que requiere un valor casi sobrehumano es perdonarse a sí mismo, y ese es el tremendo regalo que le hace el indígena a fuer de generoso.
Todo lo que encierra La misión nos aleja del meollo. ¿Qué tienen en común las cicatrices iluminadas del kintsugi y las calamidades autoinfligidas de Mendoza? Que no conviene pasar por encima de las cosas como si no hubieran ocurrido. No sale bien. La consciencia es mejor que el disimulo. Los problemas no se solucionan con sonrisas o palmaditas, y si no tienen solución de nada sirve silbar. No te pongas pelo. No te operes. No sonrías al enemigo. Joey hizo bien al meter a Chandler en una caja, solo faltaba. La vida es una serie de tropiezos dorados. Ama lo que ocurra, no lo ignores: amar es lo contrario de ignorar.