Septiembre

Nuestra animadversión hacia septiembre ejemplifica la capacidad humana para huir de todo lo bueno y zambullirnos ilusamente en cuanto cenagal se nos pone a tiro.

La razón por la que huimos del mes que más nos ofrece es la misma que origina la necesidad de celebrar cosas. Es la misma atracción irrefrenable por la excepcionalidad; la misma aversión a la rutina.

Y es que no conviene localizar el busilis de la existencia en la euforia que genera lo extraordinario sino en la oportunidad de sorpresa que brinda el mismo escenario, la misma gente, el mismo puto martes.

No se está hablando aquí, por tanto, de septiembre como vuelta a la rutina sino de septiembre como percepción de la rutina. Huimos de septiembre por lo que septiembre significa, por el pack de connotaciones que acarrea septiembre. Porque septiembre, por su propia naturaleza, es ese viento vespertino que todo lo sana, ese ocre en las hojas que nos recuerda el sofoco que se llevó Deméter cuando Hades secuestró a su hija y le hizo descuidar el verdor del mundo. La oportunidad, el nacimiento, el crepúsculo que es al tiempo amanecer. La amistad de los que nunca se fueron.

Septiembre es nuestra vida real ante la alucinación ―colectiva― del verano. Por eso las vacaciones se llevan tan bien con Instagram: ambas son mentira.

La prueba del algodón de la felicidad (sí, ya sé) es sentirse en armonía con el mundo a 20 metros de casa, no escalando el Everest. Tras haber envejecido juntos, no durante la enajenación mental del primer amor. Septiembre es la vindicación del amor verdadero frente a los amores de verano, que quieren la de cal sin la de arena, que son amores demediados.

Solo dos personas llevan una vida plena de coherencia: quien ama la rutina y quien lo abandonó todo para abrir un chiringuito en el Caribe. Lo demás son medias verdades, falsos martirios, como el de aquel que denostó pertenecer a su empresa ¡durante 40 años!

Así que ya saben, expriman septiembre antes de que llegue inadvertido un puente o, peor aún, unas merecidas vacaciones.

¿Qué podemos aprender de la actitud del club que soborna a los árbitros?

Nuestras madres nos enseñaron que las relaciones humanas son como jarrones de la dinastía Ming: algunas palabras, por pronto que se retiren, las rompen para siempre. Podemos pedir perdón, podemos intentar pegarlas, pero ya nunca es igual, porque somos seres, en esencia, idealistas.

Y es que no se pueden pasar por alto ciertas cosas. Si lo hacemos, aceptamos que el mundo está mal, que la ética es solo una palabra, que es muy cansado hacer las cosas bien.

El yerno de un proxeneta no debería nunca ser presidente del Gobierno de una democracia liberal. Si hay que explicar esto es que estamos peor de lo que pensamos. Tampoco debería serlo, ojo (y aquí esta entrada pierde a la otra mitad de sus lectores), el amigo de un narcotraficante. «Cuando yo lo conocí solo era contrabandista» dice el tipo, para arreglarlo.

Para que triunfe el mal lo único necesario es que la buena gente no haga nada. Y el mal está triunfando, porque las pequeñas concesiones a la flojera moral terminan siempre por convertirse en catástrofes históricas. «¿Como pudo suceder esto?» nos preguntamos luego siempre. «Porque una vez, en el recreo, hace muchos años, te burlaste de alguien más débil que tú».

El yerno de un proxeneta no debe ser presidente de nada, entre otras cosas, porque en España hay muchísimas personas cuyos suegros no regentan burdeles vaporosos.

Esto nos lleva al Barcelona, el club que paga dinerito fresco a los árbitros para que le favorezcan en el campo y, lo que es más alucinante, no está en segunda. El club que no debería haber inscrito a Dani Olmo, el club que alineó indebidamente a Íñigo Martínez ante Osasuna sin que nunca pase nada. Les sonará Íñigo Martínez, es el jugador que escupe a los rivales cuando las cosas no le van bien. Luego volvemos a él, porque hay más.

El Barcelona es uno de los clubes que agravia al himno de todos nosotros sin que ocurra nada. Es el club cuya masa social lanza al campo botellas de whisky y cabezas de cerdo porque ¡otro equipo fichó a uno de sus jugadores! y adivinen: nada ocurre. El Barcelona es el club que no se presentó a un partido de Copa y no recibió sanción, es el club que falseó sus cuentas para poder inscribir e inscribió, el club de Ovrebo en Stanford Bridge, de la segunda amarilla a Van Persie, de los penaltis por desmayo contra el PSG.

El club ―solo un dato más, así como resumen― que después de sobornar a los árbitros durante 17 años, no fue sancionado con penalty en contra durante 78 jornadas de Liga. Y aquí seguimos, silbando melodías.

Pues bien: ese es el club que esta semana ha protestado por haber recibitdo un arbitraje neutral. La primera conclusión es clara: quien recibe prebendas durante tanto tiempo termina por detestar la justicia, se convierte en un cuerpo extraño a toda idea de equidad.

¿Qué podemos, entonces, aprender de todo lo anterior? Si superamos la náusea, el asunto nos permite reflexionar sobre la disciplina, las amenazas no cumplidas y la tolerancia infinita hacia los comportamientos reprochables.

Porque está en nuestra naturaleza pensar que cuando malcriamos a alguien, cuando sobreprotegemos a alguien, cuando damos más de lo que deberíamos dar estamos ganando prestigio o ameritando agradecimiento. Lo que estamos haciendo, simple y llanamente, es crear ―criar― un monstruo. Alimentar a la bestia.

P. S.: En el fútbol hay dinastías, categorías de jugadores que se agrupan por sus características. La de Íñigo Martínez es la de Jordi Alba, que tampoco es el cuchillo más afilado de la cocina: aquellos jugadores a los que ni siquiera soportan en su propio vestuario.

La religión es el opio del comunista

Les voy a pedir que utilicen su imaginación hasta lo inconcebible.

Imaginen que en una democracia de nuestro entorno (Unión Europea, OCDE o el entorno que ustedes prefieran) existiera un presidente que mintiera más que el barón de Münchhausen y que ni siquiera hubiera escrito su propia tesis doctoral al frente de un gobierno de ministros puteros y/o comunistas, casado con la hija de un empresario prostibulario que estuviera investigada por tráfico de influencias, corrupción en los negocios, apropiación indebida e intrusismo.

Imaginen un gobierno que nombrara a un portero de puticlub consejero de la principal empresa ferroviaria del país y vocal del consejo rector de sus puertos. Ya, ya sé que estoy llevando al límite su imaginación.

Imaginen un hermano del presidente acusado de malversación, prevaricación y tráfico de influencias.

Imaginen que ese gobierno pactara con secuestradores y asesinos las leyes de seguridad de ese país. Que indultara a los golpistas. Imaginen que eso gobierno estuviera encabezado por un partido político que, de hecho, hubiera dado un golpe de Estado hace décadas.

Imaginen que ese mismo partido se hubiera gastado más de 650 millones de euros destinados a trabajadores desempleados, entre otras cosas, en prostitutas y cocaína. A estas alturas seguro que han percibido cierta querencia del partido imaginario del país hipotético hacia la prostitución. Lo han adivinado: los miembros del partido ficticio se declararían acrisolados paladines de la mujer. Puteros, pero paladines.

Imaginen, en un sobreesfuerzo que roza la temeridad, que ese partido político recibiera millones de votos. ¿Da para tanto su imaginación? Posiblemente no, y he aquí por qué.

La paradoja

Una de las citas más famosas de Marx es la de que la religión es el opio del pueblo, y es una cita interesante. Marx es interesante cuando la semichorrada de la lucha de clases se sustituye por el estudio de las élites.

© Mbzt CC BY 3.0

Porque sí, la religión ha sido un instrumento de las élites para perpetuarse en el poder. Como Hammurabi, a quien vemos en la parte superior de la estela recibiendo sus atributos reales de Shamash, el dios del sol y la justicia. O los faraones, o los reyes del Antiguo Régimen, que según Bodino fueron designados por Dios para ostentar la corona.

Religión en sentido lato, claro: los mecanismos y anhelos de la mente que conducen a la religión. Su capacidad de aferrarse a dogmas de manera acrítica. Su tendencia a fomentar tanto la cerril defensa de lo propio como el odio sin medida a lo extraño.

Porque esa es la principal razón de los socialcomunistas para continuar siendo socialcomunistas y apoyar a los que consideran los suyos: la fe ciega.

Entonces Marx sigue vivo apoyándose en los mismos mecanismos que le afeaba al capitalismo; la adhesión irracional a un programa que no es ni demostrable ni falsable. Porque son las élites en general (incluyendo las comunistas) las que utilizan esos mecanismos y no solo las élites que Marx consideraba el enemigo. Por error de cálculo u omisión interesada la izquierda ignora que la revolución deviene siempre élite cuando victoriosa. Y la élite siempre se aprovecha de las debilidades del rebaño. No hace falta pertenecer a la Escuela de Frankfurt para entender esto.

No comprendemos por qué el votante de izquierdas se obstina en apoyar a chulos, drogatas o ladrones porque no entendemos que sus cerebros no están reflexionando filosóficamente sobre consideraciones éticas, sino bajo el mismo hechizo hipnótico que los derviches. No es una cuestión de compromiso social o teoría política. El socialcomunista, aunque moriría antes de reconocerlo, vota con el fervor religioso de un yihadista o un Thug.

P. S.: El de la primera foto es Manco Cápac, fundador semilegendario de la civilización incaica a quien se considera hijo del Sol. A 13 000 km y tres milenios de distancia de Hammurabi y sin contacto posible entre ellos y, sin embargo, ambos reciben el poder del Sol. Cosas veredes.

P. S. S.: Leo que el socialcomunismo empieza a cuestionar la presunción de inocencia y (entiendo que) por extensión la Ilustración. Deberíamos empezar a tener algo de miedo, aunque si su intelectual de referencia (de ellos) es Mahesú Montero el miedo sin duda se atenúa.

El mal

¿Y si el mal solo puede definirse en negativo? Ni siquiera la muerte tiene verdadera importancia si no media el mal. Atribuimos maldad a situaciones donde no tiene cabida. En De profundis dice Oscar Wilde que el suelo donde ha sufrido un ser humano es tierra sagrada, pero también debería serlo el lugar donde alguien hizo el bien.

Como dice Escohotado en una canción de Calamaro, pretendemos vivir largo tiempo, pero de lo que se trata es de vivir. Un vida corta puede ser una vida plena, el hálito de vida de quien holló la tierra es un milagro de tal magnitud que siempre y bajo cualquier circunstancia mereció la pena. El momento de la muerte es la mejor oportunidad para celebrar la vida. Poner nuestro dolor por delante del privilegio que supuso compartir su camino es un acto de egoísmo.

Juan Ramón estaba obsesionado con la muerte, pero vivir pensando en la muerte es como renunciar al Quijote para no llegar al «Vale». Conocemos la muerte y su inexorabilidad, pero actuamos como si pudiera no existir o quisiéramos que no existiera. Sería como vivir sin respirar.

La mayor bendición del ser humano es su mayor condena: la capacidad de imaginar mundos donde ser felices es también la capacidad de imaginar una vida sin muerte, pero solo lo hacemos parcialmente, porque una vida sin muerte sería un infierno en la tierra. Nadie puede querer vivirlo todo (todo) infinitas veces, estar encerrado en la vida. A veces es necesario descansar.

¿Cuánto ha de durar una vida para que la demos por buena? Lo que se quiere decir aquí es que nuestro enemigo es el mal y no la muerte, y el mal está en nosotros. Cuando niños somos temerosos de los fantasmas, pero nuestro abuelo nos decía que hay que tener miedo de los vivos y no de los muertos. Trabajamos para evitar el mal, trabajamos para que la ignorancia no cristalice en el mal de los demás. El enemigo es el mal, no la enfermedad ni la decrepitud ni la muerte. El enemigo está en nosotros, ahí está la brega y el objetivo. Entonces se trata de hacer el bien, porque basta que los buenos no hagan nada para que el mal triunfe.

Por eso no se lucha contra la enfermedad, ni los enfermos son (somos, seremos) guerreros ni valientes ni héroes. Los enfermos somos simplemente vivos. Los sanos también son solo futuros recuerdos.

Ese desvanecerse

En la radio es imposible no escuchar mensajes de los oyentes. En cualquier plataforma la información se interrumpe para leer siquiera el nombre de los suscriptores, los whatsapps de los televidentes, los tuis de los parroquianos.

El espectador, que también es persona, quiere ser protagonista. Ya ni siquiera el medio es el mensaje, como decía McLuhan; el receptor es el mensaje. Esa ansia de protagonismo que todo lo pervierte.

Esa afirmación omnímoda del yo es fuente de descalabros. Esa necesidad de ser uno mismo el protagonista de todas las películas debe de resultar agotador. A mí escuchar, entre la quinta de Mahler y la danza Trepak, que al padre de Eduarda le gustaban los altramuces o que hoy era el cumpleaños de la madre de Asdrúbal, aun manifestando desde ya mi profundo respeto por ambos, me deja frío. Al no conocerlos.

Proust dice preferir el libro al viaje porque al viajar se lleva uno consigo la mirada, mientras que leyendo uno aprende a mirar con otros ojos.

En electromagnetismo están la fuente y el sumidero: la dimanación y la absorción. Sumidero suena peor, claro, en un mundo de personas vitamina, pero yo creo que la felicidad está en mirar, en escuchar, en absorber. En dejar, siquiera un instante, de ser. En desleerse uno mismo para sentir al otro (ese otro que es el infierno para uno de los personajes de Sartre, pero Sartre era un mezquino que en su vida invitó a café), lo otro. Prueben a deshilacharse, a marchitarse, a apenas consistir. Esa mediatarde esencial de otoño, esa pereza.

No somos un producto ni un anuncio ni un depósito de likes. No necesitamos ser mucho; algunas competiciones es mejor no empezarlas. Somos apenas un conato, un suspiro, un devaneo en la frontera del silencio. Abandónense.

Este dinero llega

Somos humanos; es fácil buscar motivos para no aflojar la mosca. Algunos de ellos son, de hecho, más que razonables, como el miedo a que los políticos se lo queden. No es este el caso. Este dinero salva vidas.

Este domingo 22 de septiembre la Fundación Oscar Contigo organiza una carrera benéfica (Niños sin Cáncer) cuya recaudación irá destinada a un ensayo clínico concreto: LuPARPed, liderado por la doctora Marta Osuna, que persigue desarrollar enfoques innovadores, novedosos, efectivos e idealmente poco tóxicos para niños y adolescentes con neuroblastoma de alto riesgo, meduloblastoma, meningioma, glioma de alto grado, tumores neuroendocrinos, feocromocitoma y paraganglioma. Algunos de ellos hoy son incurables y la única manera de que sean curables pasa por la investigación. Este dinero salva vidas, literalmente.

Se trata de una carrera / marcha nórdica de 10 o 5 km y el equipo de la doctora Blanca López-Ibor estará (estaremos) encantados de compartir con vosotros ese día, pero no hace falta correr. Tampoco es necesario caminar: habrá música y actividades para los que, sabiamente, recelan del ejercicio físico. Ni siquiera es necesario ir. Pero sería maravilloso si pudierais donar aquí; toda cantidad es bienvenida porque el objetivo no puede ser más trascendente.

P. S.: En este asunto solo cabe ser prácticos: el 80 % del monto de la donación es desgravable (hasta 250 euros).

¿Para qué sirve un periódico?

Hace unos años recibí la visita de un exjugador devenido empresario de notable éxito. Un tipo estupendo al que le van bien las cosas, lo que en España viene a ser un unicornio.

Hablando del presente blog, preguntaba cauteloso: «pero, ¿qué se vende en esa página? ―y de manera más amplia―, ¿para qué sirve una página web si no genera beneficios?».

Para nada, espero, o me vería obligado a cerrarla.

Desde su perspectiva (y no se trata de un empresario como los novios de las famosas, sino un veinteañero que en 2020 facturó un millón de euros, es decir, un millón de euros más que este blog), ningún sentido tenía dedicar los mejores esfuerzos a algo que no tiene valor crematístico.

Su teoría, hasta este punto, no tiene fisuras. Al fin y al cabo, un empresario es una persona cuya vocación es ganar dinero, no soplar vidrio o tocar la balalaika (en español, balalaica).

Un empresario es aquella persona que no se dice «Quiero tocar la balalaika, ¿qué hago para conseguirlo?», sino «Quiero tener mucho dinero, qué hago para conseguirlo?». Que nadie vea aquí ni en lo que sigue una crítica destructiva hacia la mentalidad empresarial: la capacidad de enriquecimiento de los emprendedores en un país de economía mixta como este siempre nos salpica positivamente a los demás, no solo proporcionándonos empleo sino pagando el colegio de nuestros hijos.

Que un empresario, por tanto, tenga esa mentalidad es lo lógico y conveniente; lo que no termino de ver es que todos tengamos esa mentalidad.

Años 90: un muchacho de 19 años les dice a sus padres que abandona los estudios para dedicar el día y parte de la noche (o viceversa) a jugar a los videojuegos mientras sus amigos miran. El sopapo se oye en Sagunto. «Se te va a secar el cerebro con las lucecitas, en la vida hay que hacer algo de provecho, no estar encerrado en casa como si fuera una cueva. Vago, degenerao».

Años 20: el muchacho hace lo mismo, pero acto seguido enseña a sus padres el último ingreso que le ha hecho Twitch. «Pues sí, @Mastodonte99 es mi hijo, en enero nos vamos con el pequeño a vivir a Andorra. Es que me le como».

Panda de hipócritas.

Estamos dando por buena una mentalidad equivocada. Alguien debería estar diciéndoles a los que vienen que, a no ser que tu vocación sea ganar dinero, la felicidad no la da ganar dinero sino hacer bien aquello que uno ha elegido hacer.

Hablábamos de periódicos; abra aquel cuya cabecera una vez respetó y rasque un poco: «Arden las redes ante el último…» o «Criticada por su posado…», todo ello aderezado con patadas a la gramática que avergonzarían al Mario Vaquerizo que habla mal aposta. Todo por un clic, porque de ese clic, se defenderán, dependen los ingresos de un periódico.

Pero, ¿para qué vale un periódico? ¿Para qué se hace uno periodista? ¿Para ganar dinero? Porque si la prioridad es ganar dinero, dedicarse al tráfico de armas es mucho más rápido. Y no queda tan lejos: hacer como que se critica la actitud de los usuarios de las redes cuando lo que en realidad se está haciendo es dar pábulo a las salvajadas que allí se profieren para conseguir réditos está a milímetros éticos del tráfico de armas.

Tenemos que recuperar una noción fundamental; la de que el objetivo último de escribir una noticia o limpiar una calle o presidir un consejo de administración o coser una suela es hacerlo de manera virtuosa, de la mejor que nos sea dado en función de nuestra capacidad y destreza.

Gabri Veiga

Como saben el jugador de 22 años se fue el verano pasado a Arabia Saudí a jugar la prestigiosísima liga saudita por unos 13 millones al año, por los poco más de 2 millones que le ofrecía el Nápoles.

Vaya por delante que Veiga puede ―y debe― irse a jugar adonde le plazca, cobrando una pasta o gratis, y que hace muy bien y que lo disfrute con salud. Eso no quita para que el caso de Veiga o Nacho o el de los streamers o el de los periódicos ponga de manifiesto, por omisión, aquello que no se está diciendo.

Cabe la posibilidad de que a Veiga nadie le dijera «Pero, chiquillo, ¿tú has estado en Nápoles?». Solo por decir, insisto, solo para que el bueno de Gabri lo pusiera en una balanza, para que lo sopesara.

Quizá deberíamos haber aprovechado el movimiento para explicarles a los churumbeles que, al contrario de lo que ocurre con los libros, en el caso de los euros llega un momento en que cada uno que añadimos a la pila nos aporta más problemas que soluciones, y que el dinero, más allá de una cifra razonable, no da la felicidad, se ponga Woody Allen como se ponga.

Que hay compromisos, lugares, comportamientos y conocimientos que no hay forma de comprar y que son lo mejor a que nos es dado aspirar.

Que ninguna experiencia verdaderamente estética, ninguna revelación que merezca la pena una vida, ningún atisbo de trascendencia es caro. Si es caro no merece la pena. Ese es quizá nuestro mayor logro como civilización: que los ciudadanos puedan leer a Tolstói gratis.

Un paseo a finales de septiembre, el prefacio del Retrato, Vaughan Williams. Un apretón de manos firme, un brindis por los que se fueron. La abuela de El jugador, el capitán Renault. O paraíso. Felicidades ajenas al poder narcórtico del dinero.

Bien está que las criaturas miren al futuro con afán de prosperidad. Pero que no se nos distraigan.

Café

El café lo explica todo.

Respecto a comprender la vida en su conjunto, un sorbo de café puede resultar tan útil como una biblioteca.

Ningún sabor divide tanto el paladar de la niñez del de la edad adulta. «Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño».

No es que cambien olfato o paladar; es que la ignorancia termina por ceder. El café no es dulce como algodón de azúcar, pero oculta entre sus cientos de estratos algo muy parecido a la verdad.

Se toma café ante una noche de trabajo o la perspectiva de un buen libro. En el momento catártico de la resaca.

El café es amargo, robusto, acre como una patada en la espinilla y ácido como el sarcasmo. Es una mezcla de gasolina y tabaco. Una metáfora de la vida.

No se trata de presentar ante la parca un bonito cadáver ni de trampear el paso del tiempo. Se trata de llegar derrapando, viendo cómo caen a nuestro alrededor hermanos y enemigos, escupiendo sangre y con la carcajada salvaje de haberlo pasado muy bien.

Lo contrario del café no es el algodón de azúcar: es la anestesia.

P. S.: Sí, es Oliver Reed. No, no está sujetando una pinta.

La gran tragedia

Seguro que un aerogenerador supone una forma más limpia de producir energía que quemar combustibles fósiles. Pero, como dice Marta Villa, un mal no se arregla con otro mal.

El impacto estético de los aerogeneradores es inmediato e indiscutible, pero lo estético es rara vez solo estético.

Permitir que esa verticalidad crispada se adueñe del último refugio que teníamos para la contemplación garcilasiana (más Garcilaso y menos dopamina) y la gozosa horizontalidad que prefigura(ba) el infinito supone la violación del último santuario, la destrucción del único lugar donde no estábamos. Supone romperlo todo.

Con el paisaje se nos van la frontera, el horizonte y la cábala. La posibilidad de vislumbrar lo ignoto. La propia noción de aventura: ya nadie nunca se calará un sombrero de piel ni se ceñirá un látigo a la cintura. Ahí estuvo un ser humano y dejó su huella, y ahí, y ahí también.

La segunda perturbación más nociva de esos trituradores del viento ocurre en el campo; la más nociva ocurre en nosotros. El paisaje era la iglesia de puertas afuera, la religión sin guerras de religión, la obra de Dios y de todos los dioses. Esos molinillos famélicos impiden a la mirada reposar, a la mente recordar, al alma trascender. Nos roban la pregunta sin darnos una respuesta. Con molinos así Quijano, en lugar de enristrar la lanza, habría derramado una lágrima.

P. S.: Que nadie se engañe: esos resquebrajamientos en el cielo solo existen porque son rentables. Cuando el capital se alía ―somete, más bien― a la ideología encuentra excusa y carta blanca; podría convencernos de que la Tierra es plana.

El agarre

La falta de tracción es causa de baja eficiencia, de rendimiento insuficiente, de trabajo desperdiciado. A efectos de los efectos, la falta de tracción es como el efecto Joule.

La filosofía no es protegible ni conveniente, ni deseable ni programática. El ser humano conoce y ama conocer. Lo demás es plan de estudios o programa electoral. Interferencia.

La filosofía no es una asignatura ni una disciplina, ni una carrera ni una erudición. La filosofía es una actividad inherente al ser humano.

La filosofía es peligrosa: filosofar de más comporta el riesgo de solo filosofar. Contemplen el siglo XX: Sartre tiene respuestas para todo, pero jamás se pagaría un café.

¿Se puede aplicar a la ciencia? La epistemología es peligrosa. Reflexionar mucho antes de remangarse implica el riesgo de no remangarse nunca. Newton ignora si su teoría es falsable o parsimoniosa. Newton revoluciona la ciencia y boxea: Newton es un hombre con agarre.

¿Se puede aplicar a la literatura? La reflexión sobre los géneros, las corrientes, lo moderno, el tema o la pertinencia distraen, nos hacen perder agarre. Los congresos, las ferias, las críticas, las biografías, las colas de las firmas y los aires de importancia solo nos hacen perder tracción. Farfolla, farándula, pan para hoy. La literatura solo consta de un momento: después de golpearse el escritor la frente contra el mármol lapidario alguien, solo en su cubil, lee.