Por qué no son superhéroes

Uno de los lugares comunes de las instituciones y los medios de comunicación al tratar la cuestión de los niños y adolescentes enfermos es el de convertirlos en superhéroes. Seguramente con buena voluntad y la intención de ayudarlos, la «lucha contra una cruel enfermedad», es decir, seguir un tratamiento contra el cáncer, se disfraza de fantasía y se le vende al niño como un acto de magia, una batalla que se ganará con superpoderes.

Pero la buena voluntad no convierte un error en un acierto. ¿Por qué es un error?

Porque el objetivo es normalizar

Desde el mismo instante en que a un niño o adolescente se le diagnostica de cáncer, un equipo de oncólogas, enfermeras, auxiliares, voluntarios, fisioterapeutas y profesores, entre otros, se ponen a trabajar hombro con hombro con un objetivo común: curar la enfermedad.

Pero ese «curar la enfermedad» no puede ser ya sacar el cáncer de su vida sin preocuparse de nada más: se trata también de eliminar sus secuelas hasta donde sea posible.

No estaríamos haciendo bien nuestro trabajo si durante el tratamiento de un tumor convertimos al niño en alguien especial. No tiene ningún sentido sustituir un problema por otro, por mucho que este sea menor que aquel.

Ese «alguien especial» presenta principalmente dos peligros: ser un protegido, es decir, alguien que se curó gracias a la providencia, o bien tener una cuenta pendiente con la vida, o sea, convertirse en un tirano porque la vida lo puso frente a una situación injusta y terrible a una edad impropia (como si la vida fuera justa en términos generales).

La cuestión, entonces, es normalizar. Hacer que el cáncer se convierta en parte de la vida del niño, que intercepte la menor cantidad posible de proyectos y en ningún caso el desarrollo de sus potencialidades. El cáncer no debe impedir que el niño o el adolescente se conviertan en la mejor versión posible de sí mismos. La experiencia no solo nos dice que es posible sino que un correcto desempeño de los profesionales de una Unidad de Oncopediatría lo convierte en habitual.

Porque el cáncer no es un supervillano

Los medios envían mensajes tan machacones que leer esto parece extraño, pero lo cierto es que el cáncer no tiene voluntad, ni es un castigo (ni una bendición, cuidado), ni mucho menos una prueba del destino. Detrás del cáncer no hay una presencia malvada, y quien ha pasado por una experiencia potencialmente traumática sabe que afrontar esa prueba sabiendo que ha sido causada por la maldad es totalmente diferente a hacerlo rodeado de otros seres humanos que nos tienden la mano, que se nos entregan simplemente por amor.

Todos compartimos el deseo y la tarea de que el cáncer deje de existir, pero eso no lo convierte en una materialización del mal. Esa visión convierte el asunto en una pelea entre dos bandos, y en esta tarea solo hay un bando. O, mejor, en esta tarea no hay bandos.

Porque cabe la posibilidad de que lo estemos haciendo por nosotros y no por ellos

Nadie quiere ser un bicho raro: estar enfermo es normal, tener superpoderes no lo es (y además es mentira). Es más que posible que en las raíces de este engaño, porque para los más pequeños puede convertirse literalmente en un engaño, esté la satisfacción de una necesidad nuestra y no suya: la de apelar a la magia para hacer de la enfermedad grave algo extraordinario «que no me puede pasar a mí». Cuanto más insistamos en esta lógica de ellos y nosotros, en ese muro entre la enfermedad real y la retocada hipocresía de las redes sociales, más capacidad de noquear tendrá el diagnóstico y más aislados se sentirán después, en un mundo de superhéroes sin poderes, de palmaditas en la espalda, de gente que cambia la voz y les habla de manera extraña.

Un niño con un tumor no se convierte en un tumor; sigue siendo un niño. Y los niños toman un bocadillo a media mañana y aprenden a multiplicar y se ríen con cierta frecuencia, porque están un poco locos, y su risa es nuestra gasolina. Pero también se les reprende cuando no trabajan, porque son niños y no «pobrecitos», y deben aprender a hacer las cosas igual o mejor que los adultos, y dentro de unos años tendrán la misión y el privilegio de cuidar a otros seres; a nosotros, por ejemplo.

Porque no hay un ellos y un nosotros: estar enfermo es una cuestión de tiempo, y ayudarnos entre todos a entenderlo eliminará una barrera que nos impide ver lo fundamental: que el ser humano es lo suficientemente extraordinario en sí mismo como para necesitar supercosas, y que su dignidad y su maravilla no dependen de nuestra arrogancia disfrazada de compasión.

Así que ya sabe, si mañana se cruza con un niño enfermo y tiene la voluntad de ayudar, haga algo extraordinario: dígale cuánto ha crecido y pregúntele qué tal las Mates.

Vivir de espaldas a la Belleza

Hace unos meses obtuvo cierto éxito un tuit de un escritor que afirmaba que nada se aprende del sufrimiento. Un pensamiento expresado en 280 caracteres tiene dos ventajas aparentes: suele tener pegada (Twitter no inventó los aforismos) y la naturaleza de las redes sociales posibilita su difusión masiva, pero de un segundo vistazo puede resultar problemático o matizable, y este efectivamente lo es.

Es cierto que el sufrimiento en sí no es buen maestro, pues con frecuencia se ve asociado a estados de ánimo que dificultan el normal desarrollo de nuestras facultades. Pero también es cierto que el sufrimiento suele caminar en paralelo con experiencias que, en su crudeza, nos explican con meridiana claridad cómo es la realidad. Que suframos significa, entre otras cosas, que se nos han terminado los escudos con que nos protegemos de la verdad cuando la verdad es dolorosa. Sufrir implica afrontar, y el afrontamiento de la verdad, cuando esta no puede cambiarse, nos zarandea como un torbellino pero ―si las raíces son fuertes― termina por hacernos más sabios y más libres.

En este punto es fácil caer en un panegírico del sufrimiento, lo que sería injusto además de cruel. El sufrimiento no es deseable, pero existe y está entre nosotros. ¿Estamos preparados para afrontarlo? La forma en que una sociedad trata a sus miembros más frágiles establece su verdadero nivel como comunidad. Es imposible no recordar aquí el inhumano trato que dimos a nuestros mayores al inicio de la pandemia de COVID-19. Lo ocurrido en las residencias en la primavera de 2020 es nuestro fracaso, pero obliga de nuevo a una reflexión más detenida. Que hayamos enclaustrado a nuestros ancianos ―que son los mejores de entre nosotros, pues son los más sabios― en residencias no es responsabilidad del coronavirus; llevamos décadas haciéndolo. El trauma provocado por sus muertes a millares no proviene solo de la indecente gestión de la crisis: lo que nos provoca el horror es haber recibido, como en un fogonazo, una brutal sacudida en la conciencia. Arrinconamos a nuestros mayores, entre otras cosas, porque constituyen nuestro mayor y más inapelable memento mori. Su muerte a millares en las residencias nos horroriza porque constata nuestra propia indignidad: los habíamos puesto allí para que murieran sin hacer ruido y en cambio lo hicieron ocupando las portadas de los diarios.  

En el tratamiento que la sociedad da a los que sufren está todo mal porque una sociedad decididamente comprometida con el placer, la ausencia de valores a largo plazo y el exhibicionismo de felicidades reales o simuladas es necesariamente incapaz de gestionar su relación con quienes nos recuerdan que la vida no es solo deleite. Cuando una sociedad se hace líquida (en palabras de Zygmunt Bauman) su destino más probable es desaparecer por el sumidero.

«Donde hay dolor hay un suelo sagrado». En la carta más hermosa que jamás se haya escrito, De Profundis, redactada en la cárcel cuando la cárcel era un lugar destinado a destruir seres humanos, Oscar Wilde muestra la mayor lucidez, delicadeza y trascendencia de toda su literatura. No es solo que a Wilde el dolor lo hiciera más sabio, es que lo cuenta una y otra vez con su pasmosa facilidad para verbalizar lo inefable. «En el dolor hay una intensa, una extraordinaria realidad». Hay en el sufrimiento una oportunidad de comprender, una inexcusable ocasión de mirar a la Verdad a los ojos: «Todo lo que se comprende está bien».

Una sociedad que da la espalda al sufrimiento está perdiendo la ocasión de aprender. La felicidad levanta a menudo sus pies sobre la mentira, pero el sufrimiento está edificado sobre la verdad. Siempre hay una suerte de catarsis en el camino de quien se atreve a saber.

Una sociedad volcada exclusivamente hacia el placer no quiere, ni sabría cómo, cuidar de quienes están en situación de fragilidad. Una sociedad que trata de convencer a sus niños enfermos de cáncer de que son superhéroes es una sociedad que demuestra su incapacidad para ser honesta. ¿Estaremos presentes cuando el niño enfermo descubra que sus poderes no son capaces de curarlo? ¿Es que no hemos entendido nada?

El orden de la vida implica que acabaremos por ser uno de los que sufren. Cuando la vida transcurre por alguno de sus extremos suele acontecer lo extraordinario: nos estamos perdiendo el único tesoro verdadero.

Se nos ha entrenado para aborrecer el dolor, pero la compañía de quien está en dificultades es un privilegio. Hay en su serenidad un entendimiento supremo, porque aborrece el engaño quien ha contemplado la Verdad. Cuando la vida nos golpea nos ofrece a cambio la posibilidad de triunfar sobre la mentira. Y esa verdad siempre termina por hacernos libres.

P. S.: La imagen corresponde al grabado del siglo XVI Un ciego guiando a otros ciegos, de Cornelius Massys.