Ayer un alumno me llamaba la atención sobre las ventajas que se pueden conseguir a veces haciéndose el idiota. Tiene razón, pero diría que el doble riesgo no vale la pena: riesgo de que los demás crean que efectivamente somos idiotas y riesgo de que nos dé un aire y la cara se nos quede. Como dice Germán Areta en El crack: «Ya sé que tengo cara de idiota, señor Medina, pero me jode la gente que se fía de las apariencias».
Viene esto a cuento de que hay momentos en que no queda otra que decir basta. Prou. S’acabao. Si bien en la vida no solo es lícito tragar sino que a veces es recomendable, también es cierto que no hay nada más sano que fijarse un punto a partir del cual el monte deja de ser orégano. «Y no es que antes colara, conviene añadir, sino que me daba muchísima pereza».
Cada cual decide dónde pone la frontera entre la conciliación y el escarnio, pero conviene atenerse a una regla inmutable: a quien rebase esa frontera, se le paran los pies.
Cada cual pone esa frontera, insisto, pero hay un punto más allá del cual ya tanto da ponerse firme, un Rubicón a partir del cual los demás nos tomarán indefectiblemente por el pito del sereno. Esa raya en la arena se dibuja exactamente en el momento en que alguien insulta nuestra inteligencia y no hacemos nada al respecto. Permitir que nos llamen imbéciles a la cara o por elevación tiene además una consecuencia nada desdeñable: perderse el respeto a uno mismo.
El ego de Napoleón y el talento de su caballo
Una de las externalidades de la democracia representativa no bipartidista (¿o es que se creen ustedes que los británicos son idiotas?) es el mercadeo en que se transforma el Parlamento. Yo te doy el dinero que según Carmen Calvo no es de nadie, tú me votas. Yo saco de la cárcel a tal o cuál delincuente, tú me apoyas. Cuatro de aquí y tres de allí, y saco adelante los presupuestos.
Dado que así están nuestras leyes, solo queda tragar. Lo que de ninguna manera estamos obligados a soportar es que se nos tome por imbéciles. Si Sánchez tiene por moralmente aceptable sacar de la cárcel a delincuentes para perpetuarse en el poder y el indulto gubernamental se lo permite (un mecanismo que no solo viola la separación de poderes sino que es el vestigio más rancio del ejercicio del poder como concesión magnánima [«¡Suelta a Brian!»], pero esa es otra guerra), allá él: los votantes nunca podremos decir en defensa propia que empezó a mentir después de ganar las elecciones. Sabíamos lo que había.
Lo que clama al cielo es que se nos ponga episcopal y nos hable del perdón y la paz y un camino nuevo y los misioneros combonianos. Vamos a ver, ciudadano Sánchez; vas a hacer lo contrario de lo que dijiste que harías (una vez más) porque te va el cargo en ello. A ti que los delincuentes duerman en casa o que vayan a la cárcel sin pasar por la salida y sin cobrar 20000 (llevo un ratito sin jugar, sí) te importa un comino, y si la poltrona, esa protagonista de tus desvelos, dependiera de que Puigdemont durmiera en Soto del Real te ibas a Waterloo y te lo traías a hombros, y entonces, con la misma soltura con la que ahora citas a Pilatos, nos soltarías una catequesis igual de farisaica y cursi sobre la importancia de cumplir la ley y la justicia y la fortaleza del Estado.
Que mal está que lo haga, pero al fin y al cabo pedir a un arribista con complejo napoleónico que anteponga un país a su propio beneficio es pedirle a la cabra que se mantenga en la parte llana; lo que no hay forma de tragar es la pose benedictina y que nos dé una charla sobre el perdón un tipo cuyo penúltimo caballo de batalla era arreglar cuentas de hace 80 años.
Manuel Díaz Gonzalez encarna en Atraco a las tres al perfecto pelota: tiralevitas con sus superiores y tiránico con sus subalternos. El País hecho interventor
Y no me gustaría despedirme, ya que estamos, sin el recado al dependiente de la mañana, que lleva unos días repitiendo, con un servilismo que sonrojaría al don Prudencio Delgado de Atraco a las tres, las consignas que le dictan desde arriba en lugar de poner el grito en el cielo por que el PSOE haya abierto expediente de expulsión a Joaquín Leguina y Nicolás Redondo Terreros ―nada menos―, por actuar como si estuvieran en un país y/o en un partido libres.
P. S.: Atraco a las tres es perfecta. Si solo nos queda una película, que sea esa.
El periódico que hace unos años publicó los exabruptos de un DJ intentando hacer pupa a Moby Dick (como si yo me empeño en alterar la órbita de Saturno) nos regaló el pasado 7 de septiembre un artículo titulado «¿Una obra maestra o una «castaña de derechas»? Lo que el éxito de Tenet nos dice sobre el momento actual».
Por si el título no lo dice todo, añadiré que, citando a su vez a otros, el autor convierte a Nolan en deudor de ¡Margaret Thatcher! y establece una relación poco menos que esquizofrénica entre la ausencia de iconografía nazi en Dunkerque y una defensa del Brexit (¿…?). El razonamiento es tan impecable que dan ganas de utilizarlo; Ridley Scott nos oculta al alien durante buena parte de la película como homenaje a Ronald Reagan. O así.
Si no leen El País quizá no lo sepan, pero ocultar al malo es nacionalista y de derechas. Si veían El inspector Gadget probablemente sean Vds. fachos
Puede que vivir ajenos a la política sea poco inteligente, pero juzgarlo todo bajo parámetros ideológicos es de patanes.
Si soporta con estoicismo la infinita pereza que da la crítica ideologizada (ya no provoca ni asco, solo pereza), es que efectivamente el papel lo aguanta todo. Porque si la ideología es la puerta de entrada a la estupidez más zombi, cuidadito con la crítica que nos viene, y lo digo por lo siguiente:
Un amigo me llamó la atención sobre El faro, película que cogí con ganas gracias a la anterior obra de Robert Eggers, La bruja, sencilla y certera vuelta de tuerca a las raíces del folklore rodada con un pérfido sentido de la belleza. Pues bien, lo que era bueno en La bruja intenta ser mejor en El faro, y se produce el descalabro. Si en La bruja había una economía de medios y de mensajes que llegaba a su culmen con la referencia a Caperucita y el contenido pero poderoso final, en El faro los Eggers (el hermano Max es coguionista con el propio Robert) intentan meterlo todo. Todo, como si El faro fuera un aleph de referencias para críticos incautos: Ahab, Prometeo, el terror marino de William H. Hodgson, el expresionisto alemán, la retórica carcelaria erótico-festiva, Los Pájaros, Shutter Island, El terror, El viy, el Doppelgänger y por supuesto, como no podía ser menos, el ubicuo, somnífero y desatalentado H. P. Lovecraft.
Otro día les contaré cómo ataqué las obras completas de Lovecraft engañado por su fama de reformulador de la literatura de terror. Terror cósmico, lo llaman, pero quieren decir error cósmico. Valdemar tiene publicada una antología de su cogollito, que diría Proust, (Maestros del horror de Arkham House) y solo se salva Ray Bradbury, claro, que juega en otra liga. No tengo nada en contra de Lovecraft, salvo la terrible decepción de haberlo leído. No es que no dé miedo, eso da igual, tampoco lo dan El monje ni El golem ni Otra vuelta de tuerca ni El Rey de Amarillo y son obras maestras. Es cierto que hay infinidad de obras basadas en los pulpos gigantes lovecraftianos, pero lo terrible es que muchas de ellas son mejores que el original.
Pues bien, decepcionado por el batiburrillo farístico pero temiéndome lo peor precisamente por esa multirreferencia cazagafapasta, la presencia de dos actores semimalditos y una ratio de pantalla de 1,19:1 (no podía ser otra), me interné en el proceloso piélago de la crítica. Bingo. «Obra maestra» era lo menos laudatorio que pude encontrar en el unánime panegírico de los sesudos censores patrios y de ultramar. Eggers los atrae con el neón de las referencias y ellos se achicharran como polillas insensatas. ¿Pero es el oropel de las referencias y la oportunidad de ir de listos lo único que atrae al grueso de la crítica hacia Eggers? Observen la siguiente imagen:
Machismou del hombre sobre la gaviota
Ahora, si son tan amables, lean el segundo fragmento de crítica: «Una comedia negra demente de claustrofobia y machismo». Solo hay dos personajes, ambos masculinos, pero por lo visto la película va sobre el machismo. Confuso, entro en la web del crítico de marras a ver si hay más datos; los hay. «Machismo competitivo», dice el firmante.
Tres cositas:
En primer lugar, quien piense que la competitividad es cosa de hombres es que no ha conocido mujer alguna. Los hombres parecemos competitivos porque a las primeras de cambio sacamos las plumas y ponemos cara de enfadados, pero la competitividad femenil es mucho más sutil y a la vez apabullante. Las mujeres no conciben la posibilidad de perder. Las mujeres no ganan: son la victoria.
En segundo lugar, en el caso de que, dando por falso lo anterior, la competitividad fuera cosa de hombres, ¿por qué se la relaciona con el machismo?, ¿es machista todo lo masculino? Quiero pensar que eso no es feminismo sino hembrismo, pero cada vez lo veo menos claro.
En tercer lugar, observen el término inglés para machismo: machismo. En efecto, lo han vuelto a hacer. Después de su éxito gripeespañola (la gripe no apareció aquí, sino en Kansas, pero España era un país neutral en 1918 e informó libremente sobre la pandemia), los anglosajones se quitan de en medio españolizando el machismo. ¿Un término que denota xenofobia en un medio de centro izquierda? Sorpresón: los votantes de Trump no son los únicos xenófobos en la tierra del libre y el hogar del valiente. Pero no se preocupen, seguro que alguna de las 5 sedes del Instituto Cervantes en EE. UU. protesta airadamente contra el uso de los términos gripe española y/o machismo. Menudos somos a la hora de defender lo nuestro.
Perdonen este paréntesis triple, pero es útil para entender el éxito de Eggers en los medios: buceando en ellos he concluido que La bruja era un alegato por el empoderamiento (perdón) de la mujer y El faro una denuncia del machismo. Si bailar con un macho cabrío no empodera (perdón) es que yo ya no sé.
Decía la crítica de Tenet que abre esta entrada que el cine de Nolan le va diciendo al espectador lo listo que es a medida que la película avanza. Lo dice un artículo que a la primera de cambio, con o sin excusa, te cita a Alain Resnais (Hiroshima mon Amour) o a Apichatpong Weerasethakul (este no sé quién es pero tiene cara de simpático). No cuela: si defienden a Eggers y critican a Nolan es porque creen que uno dirige según los parámetros de la corrección política y el otro está preparando la vuelta del NSDAP, cosas ambas improbables: Nolan lo ha negado y Eggers ya ha dicho que dirige sin agenda política, aunque luego comente sus películas bajo la perspectiva que más le beneficie en taquilla (y hace muy bien).
La ideología lo inunda todo. La hueca (pero aparentemente incuestionable) ideología de tintes neomarxistas que nos está diciendo cómo hablar, cuándo arrodillarnos, dónde está el límite de lo verbalizable y a quiénes odiar lo inunda todo, pero especialmente el arte. Los ideólogos predominantes conocen el poder del arte sobre el comportamiento humano, y hace años que han puesto sus ojos (inquisidores, no inquisitivos) sobre los escritores y directores que no se declaran rendidos ante la corrección política, el pensamiento único y la doble moral. La muerte de Harold Bloom, partidario de una crítica exenta de consideraciones exógenas al propio arte, no podía haber ocurrido en peor momento. O quizá el asunto haya estado siempre entre nosotros. Vean:
«No existen libros morales o inmorales.
Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.
[…]
El artista no tiene preferencias morales. Una preferencia moral en un artista es un imperdonable amaneramiento de estilo».
Efectivamente, se trata del prefacio a El Retrato de Dorian Gray que Oscar Wilde incluyó en sucesivas ediciones ante las críticas negativas de la primera. ¿Quiénes eran los críticos que habían reaccionado enfurecidos ante la delicada, perversa y magistral novela de Wilde? ¿Activistas de izquierda a la manera actual? No, más bien conservadores bienpensantes hipócritas y pequeñoburgueses que se rasgaban las vestiduras ante una obra «afeminada, homoerótica y nauseabunda».
Como ven, la crítica victoriana era de sentido opuesto a la Stasi actual, pero sus llamadas a la censura, su miopía y el peligro que encarnan para la creación libre son exactamente iguales.
Una buena película o un buen libro representan y explican toda la vida, y en esa capacidad inaprensible radica su naturaleza milagrosa y trascendente. Una obra adicta al régimen de turno, una obra de tesis que quiera convencernos de la pertinencia del programa ideológico dominante, además de cobarde será necesariamente parcial, incompleta y carente.
La crítica que nos aflige prefiere el segundo grupo, claro, porque la libertad de pensamiento y la verdad que informan el arte han dado siempre muchísimo miedo a los imbéciles.