Otra vez. Esta mañana. En El País, creo. «Para que los niños aprendan a comer jugando» o algo así. Está en todas partes: lo han leído, escuchado o soñado esta semana o incluso hoy. Aprender jugando, ludificación, gamificación. Esta última palabra, por cierto, ha sido formada de manera tan estrambótica que deberían rodar cabezas.
A priori todo bien, dirán. Qué tiene de malo que los niños encuentren en el juego la motivación que no encuentran en el aprendizaje. Todo. Lo tiene todo de malo. Lo que se transmite sin palabras, lo que se connota, es más potente y significativo que lo que se explicita. ¿Y qué connota que aprender jugando sea mejor que aprender? Que aprender es un coñazo. Estamos mandando el mensaje a los niños (para otro día el efecto contraproducente que está teniendo lo de «niños y niñas»: han conseguido que al utilizar el neutro inclusivo ahora se piense solo en el masculino) de que el aprendizaje es como la píldora de Mary Poppins: hace falta un poco de azúcar para que aquello pase. El aprendizaje es como las coles de bruselas o como el pinchazo de la vacuna: o bien se enmascara o se mercadea para compensar.
Pero yo he visto cosas que no creerían. He visto a una adolescente con la Filosofía atragantadísima pelear y pelear contra la lógica proposicional en 1.º de Bachillerato hasta sacar sobresaliente en 2.º. He visto a otro adolescente entender y disfrutar y sacar partido de Éxodo con 14 años. Éxodo: tres horas y media de Otto Preminger sobre la creación del Estado de Israel.
Hace unos años se instauró la costumbre entre los entrenadores de baloncesto de mini (6-11 años) de llevar chuches a los entrenos como incentivo. Estupendo, pensaba, pero teniendo en cuenta que jugar al baloncesto es lo más increíble que le puede pasar a un ser humano, ¿qué mensaje estamos lanzando si tenemos que recompensar su práctica? No sé, pero a mí me olería a estafa.
La labor de los profesores no es hacer más llevadero el trago, sino ayudar a descubrir que ese trago no es de jarabe sino de néctar: que el camino del conocimiento es la más alta y satisfactoria labor a la que una persona pueda aspirar. No hay que enriquecerla ni adornarla ni disfrazarla: se trata más bien de permitirle que nos muestre su luz. Bastaría, en todo caso, con no entorpecer la tendencia natural de los discentes.
