No es necesario saber nada de historia para sobrevivir, pero en el caso de que uno tenga aspiraciones superiores a las de una vaca, una de las ventajas que encontrará en conocer la historia es que reduce las posibilidades de quedar retratado.
En 1937 el ministro de Hacienda del Reino Unido, Neville Chamberlain, sucedía a Stanley Baldwin como primer ministro de la pérfida Albión. Como es notorio (aunque las fotos de adolescentes haciendo el chorra en el monumento del Holocausto de Berlín induzcan a pensar que el asunto se va olvidando), los fascistas llevaban tiempo anticipando el horror en que sumirían al mundo un par de años después, así que al bueno de Chamberlain le tocaba bailar con los más feos.
La postura de Chamberlain ante Hitler y Mussolini puede tacharse de muchas cosas, pero no de firme. Si los italianos invadían Abisinia, «aquello nos pilla muy lejos» (casi literalmente). Si los alemanes se anexionaban Austria o presionaban sobre una parte de Checoslovaquia (aliada del Reino Unido), tal día hizo un año. En la conferencia de Múnich de 1938, Chamberlain entonó algo así como el «protesto enérgicamente» de Algunos hombres buenos, violentísima amenaza ante la cual Hitler debió quedarse más o menos como estaba. Visto que allí pintaba lo que Zapatero en la ONU, Chamberlain decidió dejar vendidos a los checos y volver a casa intentando vender como hábil estrategia política lo que había sido a la vez traición, cobardía y debilidad. «La paz para nuestro tiempo», dijo haber conseguido. Su sucesor, algo más perspicaz, lo corrigió: «A nuestra patria se le ofreció entre la humillación y la guerra. Ya aceptamos la humillación y ahora tendremos la guerra». Con razón le dieron a Churchill el Nobel de literatura.
De lo bien que funcionó el apaciguamiento de Chamberlain está llena Europa de cicatrices: las buenas palabras resultan totalmente inútiles cuando uno trata con salvajes.
Esto viene a cuento de los juegos florales que el exmadridista Raúl le dedica últimamente al club independentista que comparte ciudad con el RCD Espanyol. El hombre se afana en caerle bien a todo el mundo, porque quizá ignora que cuando se trata con nacionalistas que prefieren la segregación y el enfrentamiento —nos odian, querido Raúl, por mucho que tú y otros valdanistas hagáis la vista gorda—, cualquier signo de debilidad no será considerado como una oportunidad de acercamiento sino como una señal para que los victimistas malcriados como Gerardo P. nos insulten e intenten humillarnos. Ahí tienes a tu excompañero Luis Enrique, que dice ser más radical que Gerardo P.; o a Javi Hernández, el amigo de Iker, que debe de tener serios problemas de acidez por tanta bilis acumulada.
El permanente lloriqueo barcelonista es el permanente lloriqueo independentista. La eterna reclamación por un daño no recibido es el recurso infalible, porque quien está profundamente acomplejado necesita culpar de sus taras al otro, al enemigo. Y es que no, no tenéis razón. Nadie os roba (pujoles aparte). Nadie os oprime. Nadie os impide hablar catalán. Nadie os debe nada; dejad de quejaros. Sois los únicos responsables de vuestros problemas, así que no busquéis más chivos expiatorios que vuestra propia ceguera.
No creo que el fútbol esté basado en la comparación de esa entelequia de «los valores de un club», y no sé muy bien qué valores encarnan unos y otros, pero sí sé quienes pitan los himnos y lanzan al campo cabezas de cerdo.
Lo único que consigue el apaciguamiento es que el bicho crezca. No se tiende la mano a quien aprovechará para morderla. Iker pareció empezar a entenderlo demasiado tarde, y no sé si Raúl será más rápido. Mientras, yo sigo animando al club independentista que comparte ciudad con el Espanyol a que persevere en su salida de la Liga y de todo lo que esta significa (esa imaginaria opresión insoportable): seguro que fuera se está mucho mejor. Tenéis todo mi apoyo; yo votaré sí.
Merengue, merengue
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¡Gracias!
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