Hace unos 500 años la humanidad comenzó a decantarse de manera inequívoca por la razón. El Renacimiento no le dio la espalda a la religiosidad imperante, pero sí comenzó ―muy lentamente― a embridarla y sacarla de la esfera política y confinarla en el sistema de creencias de cada cual. Unos dos siglos después, la Ilustración le daría el espaldarazo definitivo a la pulsión racionalista través de la obra de una serie de pensadores de extracción burguesa.
Hasta aquí lo que dice la historiografía, a la que le gusta tanto generalizar como categorizar; tanto buscar rupturas como definir periodos, épocas y edades. Creo, no obstante, que en este asunto de la vigencia de la razón vale más estar alerta que dar el trabajo por concluido: si bien razón y ciencia gozan (en teoría) de la más alta consideración, andamos muy lejos de haber finiquitado la lucha.
La lista de las piedras que la razón ha encontrado en su camino a lo largo de la historia es variada, e incluye el mito, la religión, la falsa moral o el arte (André Breton decía no sé qué de disparar a la multitud en el segundo manifiesto surrealista) y otras menos patentes pero igualmente perniciosas como el qué dirán, la superstición o la complacencia en la propia ignorancia. ¿Cuál es, entonces, el enemigo actual?
Resulta ser uno que, como algunos de los mencionados, se disfraza de razón. Uno que llegó hace un par de siglos y triunfa ante nuestras propias narices: la ideología política. No la ideología como paquete de creencias y opiniones de cada individuo, sino como conjunto de principios rectores externos que nos dicen qué pensar, qué decir y qué opinar sin tener que remangarnos para bregar con lo incomprensible ni levantarnos jaqueca de tanto cavilar. La ideología se adopta en un momento dado (mejor cerca de la juventud, donde suele meterse el cuezo con más determinación y frecuencia) y luego solo hay dejarse llevar con el cerebro en stand-by.
La influencia de la ideología (esa fantasmagoría alucinante que nos convierte en carcasas) puede ser tan malsana que uno termine por confundir sus dictados con la realidad. Uno puede, por ejemplo, terminar por ser tan pepero que la corrupción estructural de su partido y la mentira crónica de su líder se le pasen por alto, lo que puede aplicarse al PSOE (por cierto, ¿por qué no pedirle a Javier Fernández que se quede?) y a todo aquel partido que haya pisado moqueta un número suficiente de años. Uno puede, en el peor de los casos, terminar así. Esa mirada perdida. Ese ausencia monocorde. Ese «en la defensa de las garantías del Estado de Derecho está el no entrar en una situación de pánico moral que nos obligue a la ciudadanía a estar en una dicotomía de estás con los terroristas o estás con las víctimas, o algo parecido». Juro que dice «o algo parecido». Para Eduardo Santos Itoiz, diputado de Podemos, elegir entre terrorista y víctima (entre revólver y nuca, no olvidemos y no los olvidemos) es efecto del «pánico moral». Yo no sé lo que es el «pánico moral», pero sí sé lo que es un malnacido, y como estoy convencido de que Eduardo no lo es, ha de ser la ideología la que habla por su boca. Esa ideología de extrema izquierda que, sin que yo pueda explicarlo, siente tanta cercanía emocional con los terroristas. De ahí su pose de espantapájaros sin cerebro, aunque lo que parece no tener es corazón. Eduardito, además, tira tanto de piloto automático que traiciona el discurso oficial de los suyos: ¿no era que lo de Alsasua no había sido terrorismo? ¿No fue una pelea de bar?
Ay, es lo malo de rebosar ideología: que uno termina por no decir. Por no estar. Por no ser. Uno tira de ideología y ya no tiene que elucubrar, ni ser valiente, ni nadar como el salmón (aunque hay que puntualizar que otros diputados de Podemos así lo han hecho, negándose a firmar el manifiesto de apoyo a los mamporreros). Uno tira de ideología y opina con vehemencia sobre un delito cuyo auto no ha leído. Una tira de ideología y comienza a ver enemigos donde veía interlocutores; acaba por pensar, con Sartre, que «el infierno son los otros».

Con lo bonito que es reconocer una estupidez la diga quien la diga. O la verdad, ya puestos, la diga Agamenón o su porquero. Necesitamos una segunda Ilustración pero no nos lo están poniendo nada fácil.