El miedo a la verdad

La mente hace extrañas relaciones pero suele ser buena idea prestar oído a su rumor. Uno de los libros de filosofía más provechosos que uno pueda leer (afirmación completamente gratuita pues habría que leerlos todos para hacerla) es el ensayo que Fernando Savater dedica al ¿filósofo? rumano Emil Cioran. Cioran es el apóstol de la nada: si esperar es de ilusos no cabe ni la desesperación. Es un suicida que no ejerce por coherencia. Un farsante, acaso —quienes lo trataron hablan de su cortesía y su sentido del humor—, pero un farsante inapelable. Se le puede afear el pesimismo, pero no la incongruencia. Si hubiera una elegancia del ocaso Cioran sería el último dandi.

No cabe, por tanto, una posición intelectual más alejada de la de Blanca López-Ibor, la autora de Vivir sin pensar. Sentimiento tóxico y bioética, un conciso tratado sobre los primeros y los últimos días de la vida que se convierte en escandaloso a base de una táctica revolucionaria: decir la verdad. Quizá sea ese el punto de encuentro con el libro de Savater: ambos presentan un parecido escalofrío alrededor de la lucidez. Del momento de la lucidez. Hace falta un largo viaje para constatar que la verdad estaba a la puerta de casa. El requisito del conocimiento es mondar la realidad de prejuicios, dogmas, convenciones e ideologías. Estar a la altura de la verdad exige aceptar el reto mayor porque la verdad está al otro lado del miedo. Vivir sin pensar

El momento de la lucidez es terrible porque nos quedamos completamente solos en medio del frío. Solos en medio de la noche. «Qué sola está cada persona», diría Proust. Mirar directamente a la verdad exige reconocer que no hay suelo, pero si se sobrevive (siempre se sobrevive) ya no hay nada que temer. Ya no hay por qué mentir; ya no se puede mentir. La verdad impone obligaciones de un solo sentido, y quien haya contemplado ya no puede callar.

Si no ocurre no era el momento, pero depende de nosotros crear el momento. Estamos en un vórtice salvaje, a punto de dejar de ser humanos. Su dolor nos tiende las manos con un alarido sordo. No hay tiempo. No podemos pagar el precio de vivir sin pensar.

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