Nos cuenta Juan de Salisbury en su Metalogicon (1159): «Solía decir Bernardo de Chartres que somos como enanos a hombros de gigantes, y que así somos capaces de ver más y más lejos que estos, no por la agudeza de nuestra mirada o la estatura de nuestro cuerpo, sino por la magnitud de los gigantes».
Con gigantes Bernardo de Chartres se refería a los autores clásicos, pero la analogía hizo fortuna en los siglos siguientes por su claridad y por ser aplicable no solo a los intelectuales o académicos sino a toda la sociedad: avanzamos más rápido porque el saber es acumulativo y cada generación no necesita comenzar desde cero.
La idea es pertinente en una época tan dada al resentimiento presentista, que aprovecha la primera de cambio para organizar una pataleta en torno a la tesis de que todo se ha hecho mal hasta ahora, pero yo con mis ideas simplistas y pueriles lo voy a arreglar con un par de tuits y retirando una estatua.
A Bernardo de Chartres lo citaron desde el poeta metafísico del XVII John Donne (imprescindible Wit, de 2001, con Emma Thompson iluminada) hasta Isaac Newton, a quien se suele atribuir la cita por la trascendencia de este y la revolución que propiciaron sus Principia.
Pero, como todo lo que se da por sentado, conviene revisar y delimitar la aplicabilidad de la tesis del canciller de la catedral de Chartres. Física y ciencias de base empírica (es decir, ciencias reales en contraposición con las ciencias sociales o ciencias-que-no-son-ciencias): bien, el asunto funciona. Matemáticas y disciplinas lingüísticas de base lógica: perfectamente. Vida en general y cuestiones humanas: meh. A priori sí, y ese es el problema: parece lógico pensar que leer mucho sobre cuestiones humanas pueda suplantar la sabiduría que da la experiencia. Ayuda, claro, y prepara el terreno de juego para asimilar mejor lo que ocurre, pero, en términos generales, en cuanto a la vida cada generación sí empieza desde cero. Debido quizá al grado de dureza de nuestra mollera o a la contundencia con que la vida enseña las cosas (comparable a la de un martillo neumático o la bomba H), el conocimiento sobre las cuestiones que nos atañen en cuanto seres humanos, es decir, sobre el meollo, hay que ganárselo a base de castañas.
Esto es importante en varios sentidos:
En primer lugar, implica que por mucho que nos empeñemos en pensar lo contrario, quien tiene más años siempre sabe más. En igualdad de condiciones, los ancianos son mejores, sin matices ni cortapisas. Son los mejores porque son los más sabios.
En segundo lugar, significa que el mantra de que el progreso es lineal es una patraña. Respecto a lo que de verdad importa, un anciano de la época de Pericles sabe más que cualquier joven con ínfulas nacido o por nacer. Ese aprendizaje es cíclico: termina con cada muerte y comienza con cada nacimiento. Por ello cada anciano es un doble tesoro; en razón de su sabiduría y de la cercanía de su partida. Callan mucho porque saben mucho, y porque saben mucho están menos seguros de todo, excepto de sus principios.
Que elijamos perder el tiempo frente a pantallas hipnóticas de luces y colores mientras los mejores se llevan sus mejores historias explica bastante bien lo que somos. He aquí otro argumento contra el progreso lineal: quizá deberíamos dejar de mirar por encima del hombro a culturas que al llegar la noche se congregaban en torno a sus mayores para escuchar historias antiguas. Compárenlo con nuestras veladas y verán qué sonrojo.
En tercer lugar, evidencia que conviene no subestimar las tradiciones aunque no las entendamos: si es cierto que la tradición permite que los muertos opinen, entonces quizá ellos nos ayuden a engañar a nuestra propia estupidez.
Por último, y quizá más importante, que las ciencias duras (es decir, las ciencias) sean más acumulativas que las humanidades sugiere que las cuestiones relacionadas con las ciencias son más simples que las cuestiones relacionadas con lo humano. Soportan bien el enfoque analítico porque tienen menos variables y son más fáciles de medir, lo que ayuda a establecer relaciones causales. Quizá los pesos y medidas sean útiles para estudiar el espíritu en un par de milenios, si es que para entonces tenemos máquinas y profesionales capaces de manejarse con trillones de variables (lo que es poco probable) que además están sujetas al libre albedrío (por lo que es extremadamente poco probable).
Sin entrar a desmontar el mito de que las ciencias sociales son ciencias, tarea que empieza a ser urgente pero que no cabe en esta entrada, sí conviene avisar a navegantes de que, para cualquier aspecto relacionado con el meollo, tanto la abuela como Dostoyevski saben infinitamente más que ese batallón de neuropsicólogos, sociólogos, politólogos y otros –ólogos que te preparan sin despeinarse una regresión logística pero que terminan por saber muy poquito sobre qué cosa sea la persona.