(Antes de salir al campo en un partido cualquiera, vestuario del Real Madrid).
Flóper entra con las manos a la espalda, viste levita negra y chistera. Su rictus no muestra ira: es más bien el ademán burocrático con el que un portero de finca barre un descansillo. Detrás entra Butragueño vestido de monaguillo.
¡Menos redes sociales y más Lucky Luke!
El tito Floren se sitúa delante, digamos, de la taquilla de Federico. La camiseta del 8 está dobladita pulcramente, sus botas reposan con simetría milimétrica. «Ya me extrañaba tener tanto sitio», piensa Vini en la taquilla contigua. Butragueño descuelga un pequeño incensario y lo hace oscilar lentamente. Un humo fragante comienza a inundar la atmósfera y el Buitre parpadea, molesto. Florentino se quita la chistera y la sujeta con ambas manos.
―Hoy nos hemos reunido para recordar la figura de Fede Valverde, que, estando demasiado cansado para calentar desde la suplencia y sin el carácter necesario para tirar a puerta, no supo comportarse como exige la capitanía de este club en ninguno de los sentidos posibles. Atragantado por la herencia de Antonio e ignorante del concepto de jerarquía, su cuerpo reposa en su casa de Montevideo donde, dado que no dispone de la carta de libertad, está escribiendo para junio un trabajo a doble espacio titulado Señorío es morir en el campo.
Tras un minuto de silencio, Butragueño recoge la cadenita del turíbulo y se dirige a la salida detrás de su jefe. Antes de franquearla, Florentino se detiene bajo el dintel y masculla, de espaldas a la plantilla:
Nuestras madres nos enseñaron que las relaciones humanas son como jarrones de la dinastía Ming: algunas palabras, por pronto que se retiren, las rompen para siempre. Podemos pedir perdón, podemos intentar pegarlas, pero ya nunca es igual, porque somos seres, en esencia, idealistas.
Y es que no se pueden pasar por alto ciertas cosas. Si lo hacemos, aceptamos que el mundo está mal, que la ética es solo una palabra, que es muy cansado hacer las cosas bien.
El yerno de un proxeneta no debería nunca ser presidente del Gobierno de una democracia liberal. Si hay que explicar esto es que estamos peor de lo que pensamos. Tampoco debería serlo, ojo (y aquí esta entrada pierde a la otra mitad de sus lectores), el amigo de un narcotraficante. «Cuando yo lo conocí solo era contrabandista» dice el tipo, para arreglarlo.
Para que triunfe el mal lo único necesario es que la buena gente no haga nada. Y el mal está triunfando, porque las pequeñas concesiones a la flojera moral terminan siempre por convertirse en catástrofes históricas. «¿Como pudo suceder esto?» nos preguntamos luego siempre. «Porque una vez, en el recreo, hace muchos años, te burlaste de alguien más débil que tú».
El yerno de un proxeneta no debe ser presidente de nada, entre otras cosas, porque en España hay muchísimas personas cuyos suegros no regentan burdeles vaporosos.
Esto nos lleva al Barcelona, el club que paga dinerito fresco a los árbitros para que le favorezcan en el campo y, lo que es más alucinante, no está en segunda. El club que no debería haber inscrito a Dani Olmo, el club que alineó indebidamente a Íñigo Martínez ante Osasuna sin que nunca pase nada. Les sonará Íñigo Martínez, es el jugador que escupe a los rivales cuando las cosas no le van bien. Luego volvemos a él, porque hay más.
El Barcelona es uno de los clubes que agravia al himno de todos nosotros sin que ocurra nada. Es el club cuya masa social lanza al campo botellas de whisky y cabezas de cerdo porque ¡otro equipo fichó a uno de sus jugadores! y adivinen: nada ocurre. El Barcelona es el club que no se presentó a un partido de Copa y no recibió sanción, es el club que falseó sus cuentas para poder inscribir e inscribió, el club de Ovrebo en Stanford Bridge, de la segunda amarilla a Van Persie, de los penaltis por desmayo contra el PSG.
El club ―solo un dato más, así como resumen― que después de sobornar a los árbitros durante 17 años, no fue sancionado con penalty en contra durante 78 jornadas de Liga. Y aquí seguimos, silbando melodías.
Pues bien: ese es el club que esta semana ha protestado por haber recibitdo un arbitraje neutral. La primera conclusión es clara: quien recibe prebendas durante tanto tiempo termina por detestar la justicia, se convierte en un cuerpo extraño a toda idea de equidad.
¿Qué podemos, entonces, aprender de todo lo anterior? Si superamos la náusea, el asunto nos permite reflexionar sobre la disciplina, las amenazas no cumplidas y la tolerancia infinita hacia los comportamientos reprochables.
Porque está en nuestra naturaleza pensar que cuando malcriamos a alguien, cuando sobreprotegemos a alguien, cuando damos más de lo que deberíamos dar estamos ganando prestigio o ameritando agradecimiento. Lo que estamos haciendo, simple y llanamente, es crear ―criar― un monstruo. Alimentar a la bestia.
P. S.: En el fútbol hay dinastías, categorías de jugadores que se agrupan por sus características. La de Íñigo Martínez es la de Jordi Alba, que tampoco es el cuchillo más afilado de la cocina: aquellos jugadores a los que ni siquiera soportan en su propio vestuario.
Estamos a dos piperos de que Ancelotti sea el peor entrenador de la historia. Hay muchos tipos de piperos, pero todos ellos son reconocibles. No existe el pipero sorpresivo, el pipero no embosca, siempre ataca a campo abierto.
El pipero le reza novenas a su santo patrón, Jorge Valdano, y todas las noches, antes de dormir, lee unas paginitas de Álvaro Benito como los franceses leen unas paginitas de Proust.
El pipero, cuando ve los tacos de Maffeo incrustados en el cóndilo femoral de Vinícius, dice: «Es que Vinícius protesta mucho». El pipero quiere ser amigo de sus amigos del Atleti, así que para congraciarse con ellos se declara partidario de vender a Vinícius. Siente la tentación de pitar a Mbappé, aunque no sabe muy bien por qué. El pipero es madridista a su pesar, como si fuera una carga o un baldón. El trabajo de ser madridista es demasiado para el pipero.
El pipero es muy dramático; se le puede contratar como plañidera. No piensa que el ciclo de Ancelotti haya terminado, sino que el italiano no tiene pajolera idea de fútbol. Al pipero le gusta insultar a los suyos en nombre de no sé qué imparcialidad. El pipero desconoce que el deporte es, precisamente, parcialidad. Ignora que se apoya hasta el final. Se cree hasta el final.
Por eso, la lealtad del pipero dura lo que se tarda en partir una cáscara y desecharla.
El verdadero reto del madridista, como el del español o el madrileño, no es el de sobrevivir al enemigo natural, sino sobrevivir al pipero, porque el enemigo ataca y uno puede defenderse, pero el pipero (el enemigo en casa) gangrena y necrosa el miembro propio. Al suelo, que vienen los míos.
Están entre nosotros. Piden el número en la frutería y lavan el coche los sábados. Cobran su sueldo como cualquier hijo de vecino, pero viven a expensas de los primos que les rodean.
En Mesopotamia ya sabían que uno podía vivir del esfuerzo de los demás, obtener beneficios sin producir ningún bien, extraer riqueza de la propia riqueza. Dicen de Bruto, ya en los prolegómenos del Imperio Romano, que adornaba sus préstamos con un coqueto 48 %.
Todos corremos en mayor o menor medida este riesgo, así que no vamos a citar las profesiones más proclives para que no se nos enfaden los críticos de cine ni los políticos (oops!), y porque lo que más interesa aquí es el mecanismo psicológico que ponen en juego las rémoras para seguir viviendo de gorra: «me necesitas». Todos los manipuladores saben que cuando se instala en la psique del otro la fantasmagoría de la dependencia se puede hacer con esa persona literalmente cualquier cosa.
Los miembros de las federaciones deportivas y las diferentes ligas saben (vaya, otra vez) que uno puede comenzar organizando el calendario y terminar por creerse imprescindible y cobrar un sueldo millonario a costa de los incautos que se lo permiten. Javier Tebas, según Business Insider, ganaba 350 000 euros en 2015 y ahora, 10 años después, está entre 3 kilos y medio y 5. Una de las funciones de Tebas es la del control económico. A ese respecto basta con ver cómo controla al FCB.
Otro de los éxitos de Tebas es el haber traído al fondo británico CVC Capital Partners a la Liga. En 2021 se acordó que CVC aportaría unos 2000 millones de euros a los equipos de primera y segunda a cambio del 9 % del rendimiento económico de los próximos 50 años. En el penúltimo ejercicio el fondo ya ha cobrado de la Liga 110 millones, lo que supone un 60 % de subida respecto al ejercicio anterior, y quedan 47 años de poner el cazo… ¿Quizá CVC y por tanto Tebas se beneficiaron de las urgencias de los clubes por culpa de la pandemia para hipotecar su futuro en beneficio propio? No creo, ningún fondo de inversión se comportaría así. Pero esperen.
Resulta que de los 1929 millones que prometió la entidad a junio de 2023 solo había entregado 1446, mientras que la Liga ya ha realizado tres pagos: 11,3; 69,7 y los mencionados 110 millones.
En resumen, que CVC ha aportado 1444 millones y ya ha recuperado 191, por lo que no hay que ser un lince para estimar que en unos 10 años habrá recuperado la inversión (si es que termina de realizarla en junio) y que se pasará 40 años llorando de la risa y secándose las lágrimas con los billetes de los clubes, o bien, como ya han anunciado, vendiendo antes sus derechos a otro fondo para que terminen de esquilmar a la gallina de los huevos de oro.
¿Que por qué los presidentes de los clubes (excepto Su Florentineza, Laporta y Elizegi-Uriarte) han transigido con la maniobra del dirigente costarricense? En primer lugar por la mencionada urgencia y después y sobre todo porque ninguno de ellos estará en el cargo cuando dentro de 50 años hagamos balance del timo (es un timo y no una estafa, porque hay primos y no incautos).
Entonces, como el marrón es a largo plazo pero el líquido entra inmediatamente, aquí hay dinero para todos y se considera adecuado bañar en pasta a Tebas, dado que, como dice Goyo Jiménez, «aquí el dinero lo tenemos cuatro cabrones». Sabemos cómo estallan las burbujas financieras, pero conviene estar atentos a cómo y sobre todo quiénes las inflan.
P. S.: Nos dice Nietzsche que no conviene inflarse porque entonces es más fácil que lo pinchen a uno. Lo que vale para las personas debería valer para los mercados, pero desde Mesopotamia sabemos que la ambición puede siempre más que la prudencia.
Construir un Fórmula 1 y ver una carrera son, quizá, las dos actividades más diferentes que se puedan llevar a cabo. No queda nada de una en la otra.
Cuando yo pienso que Ancelotti hace los cambios tarde, pienso simultáneamente que él tiene razón y yo no. Al ser el mejor entrenador de la historia.
Los legos podemos permitirnos lujos que él ni siquiera contempla: el romanticismo, el optimismo, la furia.
Cuando me siento a ver a mi equipo jugar contra el Lille en la primera fase, espero que mi equipo gane en Lille. Cuando Ancelotti va a Lille en la primera fase, Ancelotti quiere ganar en Múnich. Es una diferencia sutil, casi imperceptible, que lo explica todo.
El Lille, que quedó séptimo en la primera fase, está fuera. Cuatro de los primeros ocho equipos están fuera. Ancelotti quedó undécimo. Ancelotti está en cuartos.
Si pudiera prohibir a sus jugadores celebrar los goles para ahorrar «enerllía», no dudaría un momento.
Los analistas, que no son Ancelotti, siguen reclamando un número de goles, tener el balón en no sé qué zona, jugar cada partido como si fuera el último. Lo que le exigen, en realidad, es que pierda. Al ser este un país de mediocres.
Esta entrada aún no ha empezado. Lo que Ancelotti entiende mejor que nosotros es que no se juega al fútbol de su cabeza, sino al fútbol que existe en la vida real: un fútbol en el que se exprime a los jugadores como a naranjas en sazón, un fútbol de postadolescentes malcriados pero hiperprofesionales, y para colmo lo entiende desde un club al que se ama y se odia a partes iguales, un club que es el terror del continente y la envidia del país.
Con un gramo menos de sabiduría que Ancelotti ya no se podría ser Ancelotti. Los equipos de Guardiola juegan al guardiolismo. Los equipos de Ancelotti juegan al fútbol, a este fútbol. Desprenderse de los modelos mentales y asumir la realidad es prodigioso privilegio de los hombres sabios. Ancelotti acepta la vida tal y como es. En el vestuario de Ancelotti no hay espejos.
Ancelotti se deja atropellar por el fútbol porque sabe que es la única forma de subirse a su grupa, como con los gusanos de arena de Arrakis. Ancelotti es nuestro Mahdi.
Cuidado, porque con quedar 24.os podría valernos. Si se meten 24 lo que no quiero quedar es 25.º. Para vosotros los récords, la virguería y la hipótesis. La decepción del sueño devenido pesadilla. El anticlímax del casi. La victoria moral. Las proyecciones y extrapolaciones y la perpetua hecatombe del porcentaje. La miseria del experto. Sacar a un mediocentro, celebrar antes de tiempo, pegarla al palo.
Yo lo que quiero es ganar Copas de Europa. Para vosotros los debates y las pieles del oso que nunca cazasteis. En nada es superior el vikingo a cualquier otro tipo de hincha. En casi todo se parecen: yendo dos abajo calculamos cada cuántos minutos sería conveniente marcar para no irse al rinchi. Cada diez, cada cinco minutos. Cada siete segundos. En algo se diferencian: el Madrí con frecuencia cumple los plazos por absurdos que resulten. Se confía hasta el final. Tiempo añadido, 6 minutos.
Lo digo porque veo saliendo de sus tumbas a los muertos de permiso, y detesto ver a mis semejantes haciéndose daño. Cuidado, no vaya a ser que nos dé por ganarla. Solo tenemos 23 equipos por delante, una proporción que haría feliz a cualquier madridista con el colmillo seco. Si se puede se debe. Guardad el champagne. Somos el Real Madrid.
La facilidad con que un pueblo justifica la violencia determina su distancia de la civilización.
El 12 de febrero de 2022, hace más de un año, el exmadridista Albiol vio venir al madridista Vinícius y le incrustó el codo en la nuez dentro del área. Según su versión al final del partido y como en el chiste, Vinícius se dio contra su codo. El VAR opinó lo mismo: Vinícius impactó con su nuez sobre el codo del exmadridista Albiol.
El día es importante, porque le proporcionó al futbolista de la Liga la certeza de que pegar a Vinícius no solo sale gratis sino que es recomendable, pues Vinícius representa la excelencia madridista y España detesta la excelencia en general y la madridista en particular. Tener un jugador de blanco al que odiar representa para el antimadridista una válvula de escape, una terapia económica, un palo que morder mientras el odio lo devora.
Albiol se puso matón en el área y luego se puso matón con el micro: «Si le doy un codazo lo saco del campo». Es lo que tiene el matón cuando no se siente amenazado por la ley, que se pone chulo.
Casi un año después pudimos escuchar ese mismo tono chulesco en Francisco Javier López Álvarez, alias Patxi López, cuando le preguntaron quién estaba en la cena de Ramses (ignoro por qué no le ponen tilde, debe de estar en jeroglífico) y él contestó, tan chulo como intocable: «Qué más te da». En un país en que una ministra comunista que saca a violadores de la cárcel sigue en el cargo, la impunidad no puede resultar una sorpresa. Que los comunistas, por cierto, saquen a delincuentes de la cárcel no es un error un error de cálculo ni una muestra de estupidez, sino parte de su naturaleza, pero de esto hablaremos otro día.
¿Qué país es ese que permite al violento salir victorioso, que justifica la agresión al excelente y además le culpa por ella? «Es que es un provocador», dicen de Vinícius. No obstante, lo único que tienen contra él, por mucho que hable sin taparse la boca, es haberle dicho a Ferran Torres que es muy malo, lo cual es cierto; a Busquets que estaban fuera de la Copa, lo cual es cierto; y según el testimonio del Chimy Ávila (que es de Osasuna) a Osasuna al completo que es un equipo pequeño. «Cuya afición pita su propio himno», le faltó. Según la España antimadridista y parte de la madridista (¡…!), esto justifica la violencia que ejercen los demás jugadores sobre Vinícius. Lo justifica porque la rodilla de los opinadores no es esta rodilla:
La foto es de Javier Gandul. La guadaña, de Maffeo. Recuerden que hay VAR
Maffeo, del Mallorca, no recibió amarilla por la falta que antecede. Es difícil de ver, como pueden comprobar. Bosque de piernas. Interpretable. Fronteriza. No recibió amarilla. Le puede dar más, le puede dar mejor.
Pero es que Vinícius le dijo a Ferran que es muy malo; merece morir (no exagero, se lo han deseado en más de un campo). ¿Les suena ese «algo habrá hecho»? La actitud que estamos teniendo como país hacia Vinícius nos representa sobradamente. «Llevaba la falda muy corta».
El domingo en Mestalla expulsaron a Vinícius porque le pareció mal que Hugo Duro le agarrara del cuello y le soltó un soplamocos, es decir, se defendió. Roja correcta a Vinícius, roja inexistente a Hugo duro. Es que Vinícius no nos entiende. En España si te pegan, te callas. Algo habrás hecho. Pero hay quien lo puede explicar mucho mejor que yo.
Ningún gran pintor, como ningún gran escritor, lo es por su dominio de la técnica; eso es lo de menos. Lo que hace grande a un artista es el conocimiento del alma humana. Observen esto, es España:
Ahí lo tienen. Un tipo que lo mismo jalea a Fernando VII después de habernos vendido que te saca una faca por haberle mirado mal. Ahí tienen Puerto Hurraco y «la pegué porque era mía». Ahí tienen la mirada de ilusión en un futuro peor. La confianza en que a uno lo saca de sus miserias la providencia o el vino. La cara de la envidia, el cainismo y la huida hacia adelante. La cara de la ignorancia. ¿Quieren otro ejemplo?
Da igual si en el original no estaban enterrados; es lo mismo si no está documentada como práctica real. El genio de Goya (como el de Velázquez) es pintar España, toda España, en un solo cuadro. Un país con potencial para llevarse de calle todos los parabienes del orbe, para ser mirado por envidia por todos, pero que nunca lo logrará porque nunca ha parado de odiarse a sí mismo. En una entrevista conjunta a Pérez-Reverte y Mortensen tras Alatriste, se les preguntó qué era ser español. «Saber perder», dijo uno de ellos. No es saber, es que te guste.
Vinícius, que el domingo en Mestalla volvió a llevar la falda muy corta, no entiende que en España cuando a uno le pegan, lo que tiene que hacer es bajar la cabeza. Uno no puede rebelarse, porque aquí somos más de ponernos del lado del verdugo, del terrorista y del traidor. Qué es eso de reclamar justicia. Vete a tu país.
Vinícius es un espejo para una nación donde la violencia se relativiza, donde se sanciona a la víctima y el ramalazo racista es mucho más fuerte de lo que nos atrevemos a reconocer. España no tiene solución.
Esta entrada debería haber sido para Llull y su enésimo milagro, debería haber sido un huequito de admiración para la penúltima gesta de un equipo que nunca se rinde. Un equipo que a estas horas es campeón de Europa de baloncesto y de fútbol. Un equipo odiado estrictamente por su excelencia, por mirar al frente, por saberse mejor. España es Salieri bendiciendo a los locos al final de Amadeus, proclamándose el santo patrón de los mediocres. Nuestro santo patrón.
P. S.: En la defensa de una tesis doctoral en la que se mencionaba el 11-S, las últimas palabras de un miembro del tribunal fueron para citar con arrobo a un trabajador de la reprografía de una escuela universitaria española en aquel 2001. Mientras veía en una pantalla la retransmisión en directo de los atentados, al parecer rebuznó: «Que se jodan».
Cualquiera que haya escuchado las declaraciones del españolísimo Xavi Hernández (parece dibujado por Ibáñez, podría ser el jefe de la banda que por mucho que se afeita siempre tiene sombra en la cara) sobre que con sol no hay quien juegue puede sentir la tentación de pensar que el tipo tiene que ir a que le repasen el filo.
Hernández cultiva la pose de jardinero a la francesa, de parterre ortogonal y simetría milimétrica. Un cespéd más largo de lo que dicta su genial intuición sería menos que perfecto, como para un chef un exceso de sal o para un Borgia una dosis insuficiente de cantarella.
Que Hernández tiene una visión de la realidad más cercana a la del lactante que a la del adolescente lo dejó claro con su visión idílica de Catar: como él vivía bien en Catar, en Catar se vivía bien. En Catar la homosexualidad, por ejemplo, es un trastorno mental que puede suponer hasta 7 años de cárcel. Pero para el jardinero de Tarrasa Catar funciona mejor que España. Se plantea entonces una dicotomía interesante: o Javier se cree las simplezas que suelta o al tipo le compensa que lo tomen por imbécil porque persigue lo que considera un bien mayor.
No parece probable que el pollo tenga la capacidad retórica de Cicerón o de Churchill, pero sí cabe la posibilidad de que aquellos que seguimos frotándonos los tímpanos ante la tropelía intelectual perpetrada por el entrenador del F. C. (Fomento de la Corrupción) Barcelona hayamos tragado el anzuelo y le estemos en realidad bailando el agua al quejica carpetovetónico, y me explico.
Nadie que yo sepa ha puesto esta semana el dedo en la llaga: la cuestión no es que el balón corra menos con la hierba seca y centimétricamente más larga, que lo hace, sino que el pavo siga tratando de colarnos la patraña del fútbol de salón y el toque de orfebre cuando a lo que juega su equipo es básicamente a la versión azulgrana del catenaccio.
Estamos criticando la reclamación del catalán españolazo porque es la de un adolescente que pide más y más a su favor sin tener nunca suficiente, y estamos olvidando que es un ejercicio de hipocresía enorme, porque el Fomento de la Corrupción Barcelona ha sacado el autobús en varias ocasiones esta temporada y lo que le iría verdaderamente bien sería jugar en lo más frondoso de un maizal con un balón pinchado y bajo intensa granizada.
Así que tenga cuidado si protesta por la protesta de Protestitas, porque podría ser que estuviera dando por buena una premisa inválida: la de que el equipo que untaba al estamento arbitral persigue no se qué excelencia futbolística cuando en realidad lo que hace es colgarse del larguero.
P. S.: Hablando de Francisco Ibáñez, ¿para cuándo el Princesa de Asturias para el autor del siglo XX que más ha hecho por la lectura en España?
A ver, en parte te entendemos. Los jugadores de fútbol hacen eso, jugar, y ser tan tan bueno y habitar el banquillo con tanta regularidad debe de resultar incómodo. Nadie debería mostrarse desagradecido si decides irte, pero eso no debería llevarnos a conclusiones precipitadas. Sobre todo a ti.
En determinadas circunstancias es difícil ver las cosas con perspectiva, especialmente si uno se siente dolido. Pero alguien tiene que decirte lo que te estás jugando: convertirte en una leyenda indiscutible del Real Madrid. Una leyenda, insisto, del Real Madrid. Para mí y otros como yo (con un gusto refinado, se entiende) ya lo eres, ojo: lo certificaste cuando en la pasada Champions (una de tantas y a la vez una Copa de Europa única), mientras el crono se desangraba y los pseudomadridistas se iban del estadio porque el City nos sacaba dos goles, pronunciaste ante los más jóvenes el resumen más depurado de 120 años de historia, una clase magistral de madridismo: «Se confía hasta el final», sentenciaste con la templanza que solo atesoran los héroes y los hombres honrados. Con solo esa premisa en las alforjas podría un novato triunfar en Chamartín.
Pero hasta en la leyenda hay grados, y si te quedas ganarías el derecho a brindar en el Valhalla con Monjardín, Quesada, Zárraga, Camacho, Chendo y Sanchís; aquellos que nunca defendieron otra camiseta. Algo de lo que ni un tal Santiago Bernabéu puede presumir, porque en 1920 se rebotó con el club de nuestros amores y jugó un partido con el Athletic Club, precursor del Atleti.
Nunca te irías por dinero porque en ese caso ya te habrías ido, y si te vas por orgullo igual te vamos a seguir queriendo, pero si te quedas contaremos a nuestros nietos que vimos jugar a Nacho Fernández, como quien cuenta cómo Sigfrido mató al dragón o quién era Héctor, hijo de Príamo, y les podremos decir no solo que siempre rayabas en la perfección, sino que eras más madridista que la corona del escudo.
Todos tenemos o hemos tenido un amigo penoso. Dos, si son pequeños. Un ser que imagina que todas las calamidades le pasan a él. Que lo imagina y encima nos lo cuenta, que es donde está la gracia. Quedar con él es (era; aléjense de los penosos) una apuesta interna por comprobar qué calamidad lo aqueja, qué nuevo drama asola su precaria existencia.
En el mundo no hay tío más penoso que el entrenador del Barcelona Spotify. El otro día, según terminaba el amistoso contra el City, Javi Hernández abrazaba a José Guardiola y acto seguido ya estaba extendiendo los brazos denunciando una penuria o una dificultad. Parecía que se había acercado a su hermano mayor a pedirle cinco duros para un paquete de Bang Bang a la vuelta de misa. «Es que ya no venden los cigarrillos de uno en uno», se lamentaba. Guardiola sonreía, como diciendo «en un amistoso no, hombre, relájate un ratito». Luego en la rueda de prensa Hernández le tiró la de Bernardo Silva y el otro no sabía dónde meterse. «A mí qué me cuentas». Es verdad que el Pep es el padre fundador de la hermandad de la queja perpetua, pero en comparación con su discípulo más aventajado semeja un cascabel, un marinero de permiso, Júpiter tonante.
El deporte y el nacionalismo son terrenos donde se da el penoso, como en Calanda se da el melocotón o en Bilbao el condicional. Por eso en la intersección entre el nacionalismo y el fútbol, donde habitan Hernández y Guardiola, la capacidad de queja alcanza cotas de nieve. Hay que decir que ahora José sonríe más, quizá porque las reclamaciones independentistas de Escocia le son ajenas ahora que el catalán forma parte del Imperio, pero no olvidemos que fue el primer ser humano en protestar por el acierto de un árbitro. Hernández, émulo, le aguanta el tipo protagonizando una pequeña gesta: protestar por las medidas de un campo (La Cerámica) que tiene exactamente las mismas dimensiones que el Camp Nou Spotify.
Estamos en agosto y Hernández ya se ha quejado del tiempo efectivo, de la fecha de cierre del mercado y de las expectativas: «las expectativas generadas también se han pasado un poco, le hace al jugador estar más rígido».
Hablando de rigidez, servidor solo ha visto a Hernández relajado en Colón gritando «¡Viva España!» en 2010. Hay que ver la felicidad que reporta abandonarse a la pulsión centralista. Que, por otra parte, no sé cómo puede ser antiespañol un tipo que tiene aspecto lo mismo de haber luchado en Numancia contra Escipión que de limpiarte la mesa en un bar de Jaén para que juegues al dominó.
P. S.: Que el deporte alumbra tristes lo atestiguan Lopetegui (te da una arenga Lopetegui y te vas a casa a comer Häagen-Dazs abrazado al cojín), Morata, que habla para dentro, y Asensio, que si buscara las causas de su ostracismo en su interior y no en no sé qué perversa confabulación lo mismo era aprovechable. Pero sin duda el título de quejoso hiperbólico es para Lewis Hamilton: «He sido acosado toda mi vida». Mira, como los independentistas.