Xavi Hernández: la estupidez como estrategia

Cualquiera que haya escuchado las declaraciones del españolísimo Xavi Hernández (parece dibujado por Ibáñez, podría ser el jefe de la banda que por mucho que se afeita siempre tiene sombra en la cara) sobre que con sol no hay quien juegue puede sentir la tentación de pensar que el tipo tiene que ir a que le repasen el filo.

Hernández cultiva la pose de jardinero a la francesa, de parterre ortogonal y simetría milimétrica. Un cespéd más largo de lo que dicta su genial intuición sería menos que perfecto, como para un chef un exceso de sal o para un Borgia una dosis insuficiente de cantarella.

Que Hernández tiene una visión de la realidad más cercana a la del lactante que a la del adolescente lo dejó claro con su visión idílica de Catar: como él vivía bien en Catar, en Catar se vivía bien. En Catar la homosexualidad, por ejemplo, es un trastorno mental que puede suponer hasta 7 años de cárcel. Pero para el jardinero de Tarrasa Catar funciona mejor que España. Se plantea entonces una dicotomía interesante: o Javier se cree las simplezas que suelta o al tipo le compensa que lo tomen por imbécil porque persigue lo que considera un bien mayor.

No parece probable que el pollo tenga la capacidad retórica de Cicerón o de Churchill, pero sí cabe la posibilidad de que aquellos que seguimos frotándonos los tímpanos ante la tropelía intelectual perpetrada por el entrenador del F. C. (Fomento de la Corrupción) Barcelona hayamos tragado el anzuelo y le estemos en realidad bailando el agua al quejica carpetovetónico, y me explico.

Nadie que yo sepa ha puesto esta semana el dedo en la llaga: la cuestión no es que el balón corra menos con la hierba seca y centimétricamente más larga, que lo hace, sino que el pavo siga tratando de colarnos la patraña del fútbol de salón y el toque de orfebre cuando a lo que juega su equipo es básicamente a la versión azulgrana del catenaccio.

Estamos criticando la reclamación del catalán españolazo porque es la de un adolescente que pide más y más a su favor sin tener nunca suficiente, y estamos olvidando que es un ejercicio de hipocresía enorme, porque el Fomento de la Corrupción Barcelona ha sacado el autobús en varias ocasiones esta temporada y lo que le iría verdaderamente bien sería jugar en lo más frondoso de un maizal con un balón pinchado y bajo intensa granizada.

Así que tenga cuidado si protesta por la protesta de Protestitas, porque podría ser que estuviera dando por buena una premisa inválida: la de que el equipo que untaba al estamento arbitral persigue no se qué excelencia futbolística cuando en realidad lo que hace es colgarse del larguero.

P. S.: Hablando de Francisco Ibáñez, ¿para cuándo el Princesa de Asturias para el autor del siglo XX que más ha hecho por la lectura en España?

El Penas

Todos tenemos o hemos tenido un amigo penoso. Dos, si son pequeños. Un ser que imagina que todas las calamidades le pasan a él. Que lo imagina y encima nos lo cuenta, que es donde está la gracia. Quedar con él es (era; aléjense de los penosos) una apuesta interna por comprobar qué calamidad lo aqueja, qué nuevo drama asola su precaria existencia.

En el mundo no hay tío más penoso que el entrenador del Barcelona Spotify. El otro día, según terminaba el amistoso contra el City, Javi Hernández abrazaba a José Guardiola y acto seguido ya estaba extendiendo los brazos denunciando una penuria o una dificultad. Parecía que se había acercado a su hermano mayor a pedirle cinco duros para un paquete de Bang Bang a la vuelta de misa. «Es que ya no venden los cigarrillos de uno en uno», se lamentaba. Guardiola sonreía, como diciendo «en un amistoso no, hombre, relájate un ratito». Luego en la rueda de prensa Hernández le tiró la de Bernardo Silva y el otro no sabía dónde meterse. «A mí qué me cuentas». Es verdad que el Pep es el padre fundador de la hermandad de la queja perpetua, pero en comparación con su discípulo más aventajado semeja un cascabel, un marinero de permiso, Júpiter tonante.

El deporte y el nacionalismo son terrenos donde se da el penoso, como en Calanda se da el melocotón o en Bilbao el condicional. Por eso en la intersección entre el nacionalismo y el fútbol, donde habitan Hernández y Guardiola, la capacidad de queja alcanza cotas de nieve. Hay que decir que ahora José sonríe más, quizá porque las reclamaciones independentistas de Escocia le son ajenas ahora que el catalán forma parte del Imperio, pero no olvidemos que fue el primer ser humano en protestar por el acierto de un árbitro. Hernández, émulo, le aguanta el tipo protagonizando una pequeña gesta: protestar por las medidas de un campo (La Cerámica) que tiene exactamente las mismas dimensiones que el Camp Nou Spotify.

Estamos en agosto y Hernández ya se ha quejado del tiempo efectivo, de la fecha de cierre del mercado y de las expectativas: «las expectativas generadas también se han pasado un poco, le hace al jugador estar más rígido».

Hablando de rigidez, servidor solo ha visto a Hernández relajado en Colón gritando «¡Viva España!» en 2010. Hay que ver la felicidad que reporta abandonarse a la pulsión centralista. Que, por otra parte, no sé cómo puede ser antiespañol un tipo que tiene aspecto lo mismo de haber luchado en Numancia contra Escipión que de limpiarte la mesa en un bar de Jaén para que juegues al dominó.

P. S.: Que el deporte alumbra tristes lo atestiguan Lopetegui (te da una arenga Lopetegui y te vas a casa a comer Häagen-Dazs abrazado al cojín), Morata, que habla para dentro, y Asensio, que si buscara las causas de su ostracismo en su interior y no en no sé qué perversa confabulación lo mismo era aprovechable. Pero sin duda el título de quejoso hiperbólico es para Lewis Hamilton: «He sido acosado toda mi vida». Mira, como los independentistas.