Tolkien

Dos cuestiones sobre Tolkien y su circunstancia interesan a esta entrada: la inherente estupidez de los propios conceptos de «intelectualidad» y «alta cultura» y la desnaturalización de la literatura a manos de los géneros literarios.

El hombre que fue a la guerra

Quien ha contemplado el horror escribe sobre hadas. Verán: durante la segunda mitad del siglo XX El Señor de los Anillos (publicada por primera vez en 1954-55) recibió permanentes acusaciones de infantilismo. Es algo paradójico, pues la editorial tuvo dudas precisamente porque la obra tenía un tono más adulto que El Hobbit, publicada originalmente en 1937.

El caso es que Tolkien siempre tuvo enfrente a gran parte de lo que con afán de venganza y algo de choteo podemos llamar crítica seria. La crítica seria, como saben, es aquella que lleva décadas tratando de vaciar las librerías desde un academicismo dictatorial y miope (valga el pleonasmo) que ni la Royal Academy durante el XIX inglés.

La miopía en este caso es doble: en primer lugar, aunque leer El Señor de los Anillos y quedar horrorizado o aburrido, como Borges, es totalmente legítimo ―solo faltaba―, desdeñar sus profundísimas raíces culturales, su parsimoniosa espiritualidad o la construcción épica de un universo prodigioso solo puede obedecer a la tendencia de los de siempre de decirnos a los demás cómo comportarnos, cómo escribir y a quién orientar nuestras plegarias. Eso, decimos, en primer lugar.

Pero en segundo y principal, lo que clama al Cielo es acusar de infantilismo a un escritor que además de un currículo académico brillante en una de las universidades más prestigiosas del mundo y de un conocimiento exhaustivo de las lenguas y literaturas medievales del norte de Europa, además, decimos, y sobre todo, había luchado en la que probablemente fuera la batalla más horrenda que vieron los siglos: la del Somme, donde murieron más de 300 000 seres humanos y que tuvo todos los horrores de la primera guerra industrial: carnicería a gran escala, fosgeno y gas mostaza, trincheras con la higiene de un vertedero medieval y su correspondiente fiebre de las trincheras, que por cierto Tolkien contrajo.

Tenemos entonces un contraste notable. Por una parte hay un hombre que sí había conocido el horror y por tanto escribía sobre la belleza; por otra, seres que desde la comodidad que soldados como Tolkien les habían proporcionado le daban vueltas todo el día a la angustia del alma humana en medio de una tortura vital casi insoportable, lo que viene a explicar nítidamente la proliferación de bodrios durante buena parte del siglo pasado. Te estoy mirando a ti, Kundera.

Ese contraste entre el intensito que aparenta gravedad y tiene que estar siempre de mal humor (ojeen las fotos de los escritores en las solapas de los libros: es esa cara de pensar muy fuerte) y el escritor sabio que había contemplado el horror y que tenía la grandeza de espíritu suficiente para hablar de todo lo bueno, armonioso y bello que tiene la vida no solo queda restañado por el impacto que tienen uno y otros en pleno siglo XXI, sino que encuentra su eco en otras manifestaciones afines. Se me ocurre, por ejemplo, la chapa que les metía muy enfadada aquella niñata insoportable llamaba Greta Thunberg (ahora es una joven insoportable) a los hombres y mujeres que habían descuidado las emisiones de CO2 mientras la libraban a ella y sus padres del nazismo, el comunismo, ciertas enfermedades curables y morir de frío en invierno.

La afirmación de los géneros es la negación de la literatura

No existen los libros de fantasía ni la novela negra. Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo. Wilde lo aplicó a la moral, pero tanto da.

Cuando leemos una novela digna de tal nombre y la leemos con un mínimo de literacidad, el mundo se diluye y la única realidad que existe es la nos cuentan, la que nos narran. La realidad contada es la única que existe durante ese lapso de felicidad: la literatura ocurre exclusivamente dentro del libro. Todo lo demás, incluidos los géneros (que existen por comparación entre obras) se queda fuera. Los géneros son ajenos, por tanto, a la literatura.

Afirmar los géneros es negar el ensueño, y sin ensueño no hay literatura. Hay, si acaso, esta cosa metaliteraria con la que nos martirizan los teóricos y los escritores de salón.

No leemos a Tolkien por ser un escritor de fantasía. Primero porque los géneros no existen, pero segundo y de manera más pragmática, porque si existieran o si los aceptáramos simplemente como cierta semejanza temática, leeríamos a Tolkien a pesar de ser un escritor de fantasía.

En primer lugar, porque la cantidad de mamarrachadas que se han escrito desde entonces tratando de sumergirnos en universos similares es notable. En segundo, porque lo menos importante de la obra de Tolkien es que una sola persona fuera capaz de crear toda una mitología, idiomas incluidos, lo que desde luego es en sí mismo un mérito, pero que no convierte a nadie en maestro si faltara lo mollar; la capacidad de escribir sobre el Bien, la Verdad y la Belleza como si no costara, la capacidad de contarnos el susurro del bosque como si acabáramos de despertarnos en la ribera de un arroyo. De elevar la épica a nuevas cotas cuando según todos los indicios la épica había caducado. De recordarnos por qué leemos, de operar el milagro, de grabar para los siglos que se puede y se debe luchar contra el mal.

Así, quien se niegue a leer a Tolkien porque contiene dragones se perderá una obra maestra, pero también se la perderá, y esto es lo sustancial, quien se acerque a Tolkien porque contiene dragones, porque los dragones le impedirán ver, literalmente, el bosque.

Tolkien es un escritor mayúsculo estrictamente por la calidad de lo que escribe y no por aquello sobre lo que escribe, de la misma manera que Stanisław Lem es un genio independientemente de la ciencia ficción o Dorothy M. Johnson es una escritora descomunal por razones ajenas al Oeste.

Ese sustrato de la obra de Tolkien que solo atiende a la calidad es lo que no entienden sus supuestos discípulos, más atentos al orco que al arte, ni los productores de ese escombrazo llamado Los Anillos de Poder. Y por eso es un milagro fruto de algún tipo de iluminación lo que se sacó de la chistera Peter Jackson, teniendo en cuenta que el tipo había dirigido previamente Braindead: Tu madre se ha comido a mi perro.

Tanto dan, afortunadamente, nuestras opiniones y las de críticos como Edmund Wilson. El hecho es que dentro de mil años seguiremos leyendo a Tolkien en busca, según sus propias palabras en el ensayo Sobre los cuentos de hadas, de fantasía, renovación, evasión y consuelo. Literatura, por tanto, que conviene tener a mano cuando la vida nos depara (siempre termina por hacerlo) algún tipo de trinchera.

Pero ¿quién creó a Sherlock Holmes?

Se suele referir el intento de homicidio que sir Arthur Conan Doyle perpetró en El problema final (1893) contra su creación más redonda, Sherlock Holmes, en las cataratas de Reichenbach. Presionado por sus fieles lectores, el autor escocés de ascendencia irlandesa (como Kerrigan) tuvo que revivirlo en La casa deshabitada (1903).

Lo que no se menciona tan a menudo es que, vengativo él, sería el detective quien terminaría fagocitando al médico escritor. Por culpa de Holmes, Conan Doyle pertenece a esa categoría de escritores sobre los que existe la sospecha de que solo tenían gasolina para una obra maestra o, peor aún, que en su obra cumbre sonó la flauta porque el resto de sus creaciones no están a la altura. Es una categoría ilustre, pues la comparte con Cervantes y Herman Melville, aunque el estadounidense tiene a Bartleby además de Moby Dick.

Pero el caso de Conan Doyle es especialmente doloroso, pues lo cierto es que sir Arthur es uno de los escritores más regulares de la historia. Si bien los relatos ―más que las novelas, salvo El sabueso de los Baskerville― de Sherlock constituyen uno de los motivos más anonadantes para la lectura, también lo es que el oftalmólogo en cuya consulta nunca entraba nadie nunca fallaba como escritor. No falla en Los refugiados, ni en La compañía blanca ni en Sir Nigel, ni cuando escribe relatos sobre la Antigüedad o sobre el boxeo o sobre piratas, ni cuando hilvana historias de casa encantada. Pero si la injusticia es notoria con la mayor parte de sus creaciones se convierte en flagrante con las 17 aventuras que le escribió al «heroico, jactancioso, valiente, humano y no excesivamente perspicaz Etienne Gerard», magistrales filigranas ambientadas en las guerras napoleónicas, divertidísimas aventuras de un hombre que es claramente superado por los acontecimientos (Conan Doyle tenía un don para los personajes no muy despiertos como Watson y Gerard) mientras a su alrededor se desgranan acontecimientos esenciales para Europa.

Histórica era maravillosa. Quizá pueda encontrarse esta edición todavía en la librería Opar. Hay que ir a Opar, en todo caso. Es, como diría Borges de Holmes, «una de las buenas costumbres que nos quedan».

Las hazañas y las aventuras de Gerard (que la editorial Valdemar publicó por separado en su extinta colección Histórica [n.os 3 y 7] y juntas en El gato negro [n.º 8]) son a la novela de aventuras lo que los relatos de Sherlock a la de detectives, pero simplemente no tuvieron el mismo eco (¿y quién lo tiene?) que las andanzas de los inquilinos de Baker Street, de la misma manera que las guerras napoleónicas no tienen tanto sex appeal como el Londres victoriano.

Le pasa a Conan Doyle como a Julio Verne, que no resiste la comparación pedante con sus escritores coetáneos más conspicuos. A cambio, a los Chéjov, James, Proust o Joyce (desde luego la cumbre de la literatura del vértice XIX-XX) no nos permiten la autoindulgencia hedonista del ensueño, de la aventura, del retorno a la infancia. Si los adultos somos en algún sentido niños estropeados, entonces Conan Doyle, como Verne, nos permite arreglarnos un poco, sacudiros la miseria, recuperar el agarre. El propio Chéjov (otro escritor médico) parodia a Verne en el relato Las islas voladoras, pero la diferencia entre ambos no es tan grande como para que la parodia supere al original. Él mismo desaconsejaría su inclusión en las obras completas. Por otra parte, ese Chéjov joven parodiaba con maestría ―un genio joven es ya un genio― todo lo que se le ponía por delante. Sus relatos de aquella época vehiculan una visión cínica del alma humana.

De modo que no se puede vivir solo a base de grandes reservas. Necesitamos a veces, como el fraile Tuck, una cerveza sin pretensiones para brindar por el brigadier Gerard, por el caballero sir Nigel, por el profesor Challenger…

P. S.: A finales del año pasado moría uno de los responsables de que la serie animada de Sherlock Holmes que los privilegiados niños de los 80 pudimos ver en España fuera tan redonda. Descanse en paz Luis González Páramo, quien puso voz a Moriarty con el genio de quien considera su trabajo la tarea más importante del mundo. Esa huella es indeleble. Nuestros padres lo recordarán por ser uno de los hermanos Malasombra de Los Chiripitifláuticos.

P. P. S.: Sobre que Watson no sea muy despierto, y aunque las versiones posteriores hayan exagerado su simpleza, aquí pueden ver y escuchar a Conan Doyle refiriéndose a ella. Himself.

El abismo que nos llama

En La mano (Alhulia, 2014) en seguida se hizo evidente que el padre Kerrigan era un scene-stealer de tomo y lomo. Pastor protestante con la sutileza intelectual del padre Brown pero con un sentido de la moral mucho más relajado, su capacidad para construir una ciudad de la nada en medio del territorio indio y resolver los problemas según se presentan nos empujan a querer saber más de él.

Así, en El abismo que nos llama (Alhulia, 2024) viajamos hasta la infancia de Oliver Kerrigan en Inglaterra 40 años antes, hacia 1823. Oliver llega a Milton House, condado de Gloucester, porque su tío, sir Herbert Huttfield, baronet, lo ha traído desde Irlanda. Eso permitirá a Oliver acudir a Woodchester Abbey, un prestigioso internado regido por benedictinos del que su tío es benefactor. Allí hará dos amigos: Rufus Hagen (hijo de un prestigioso abogado de Londres) y Oakley Kelke-Simmons, un carismático heredero a quien su cinismo no le impide citar la Biblia con profusión y exactitud.

Entre la inmensa biblioteca de Milton House, los combates de boxeo y partidos de algo que está todavía a medio camino entre el rugby y el fútbol, Oliver Kerrigan va superando el acoso que sufre en la casa y en el colegio, y participa con entusiasmo en los tejemanejes orquestados por los alumnos veteranos. Entonces cuando todo se precipita…

Es imposible contar más sin contar demasiado, pero lo que queda es ni más ni menos que el descubrimiento por parte del protagonista de la novela de la verdadera naturaleza de la libertad y lo que esta conlleva. Que la libertad es, en fin, un abismo, un abismo que nos llama…

El misterioso lugar

La literatura es una religión con un solo sacramento: la lectura.

El oficiante es el lector, no el escritor. Queda a su discreción decidir qué está leyendo y hasta qué punto; exprimir o dejar pasar esa taza de té. Convertir un ligero tentempié en una comida copiosa o viceversa. Son los recuerdos del lector los que se ponen en juego, es su capacidad y su voluntad. Por eso comenzar a leer es no dejar de leer nunca; todos los placeres van perdiendo su encanto (excepto fumar, dice Wilde), pero leer mejora con la reiteración; el lector leído es capaz de ver matices de belleza donde otros ven una preposición.

El lector es incontrovertiblemente libre, pues la nuestra es una religión sin dogmas de fe ni santos patrones. Solo interesa lo que ocurre durante la liturgia de la lectura, que es un rito con solo dos reglas ―alguien escribió, alguien lee― y un gran misterio. Ese espacio del milagro es nuestro sanctasanctórum.

Durante el pesadísimo siglo XX (ustedes son muy jóvenes, pero a final de siglo incluso trataron de dar por muerta a la novela) sesudísimos académicos materialistas, ¿críticos sin el talento suficiente para escribir literatura? deciden resignificar ciertos géneros y ciertos autores. Ignoran que la resignificación se da efectivamente con cada lectura y/o quieren imponer su propia interpretación. Como son sesudísimos académicos no solo le dicen al lector «tienes que entender esto», sino que le dicen previamente al escritor «quisiste decir esto». Así intentaron matar la narración, pero ignoraban que lo orgánico siempre triunfa y que hay más narrativa en un chisme de escalera que en toda la literatura umbilical del XX. El escritor umbilical del XX es cómplice del académico materialista: mirad cómo construyo un relato de lo que soy y, relatando, soy. Escribo para crearme a mí mismo.

La crítica, la exégesis, la teoría estética, los clubes de lectura y las revistas literarias son divertidísimas, pero son al misterio literario lo que el labrado del capitel de la columna de la iglesia a la transubstanciación; un agradable apéndice.

Participar del milagro de la lectura no autoriza al lector a llevarse a casa al escritor: es una libertad en dos sentidos. Yo puedo decidir qué es para mí esta historia, pero después de leer el libro vuelvo a dejarlo en el estante. El siguiente lector (que puedo ser yo mismo) es mayorcito para llevar a cabo nuevas elecciones. Así, puedo denostar al Flaubert de Madame Bovary y adorar al de Bouvard y Pécuchet. Y en una segunda vuelta puedo aducir lo contrario o, como diría Sabina, lo vicevérsico.

Como el lector en parte se lee a sí mismo, leer literatura mediocre es todavía leer. Como el jugador al que le gusta jugar al póquer y perder:

―A mí me gusta leer libros malos.
―¿Y los buenos?
―Eso ya debe de ser el no va más.

P. S.: Que lo paraliterario es divertido lo ejemplifican los prólogos de Rafael Sánchez Ferlosio. En el de Pinocho, de Collodi, el autor de Alfanhuí comienza atizando a Dostoievsky a cuento de las novelas de redención y ensalzando a Joseph Conrad, para terminar dicendo que la obra de Collodi es peor todavía que la de Fiódor y algo menos mala que la de Manrique, que también recibe: «el autor de Pinocho ha tenido un fracaso casi tan sonado como el de Jorge Manrique con sus famosas Coplas». Después pasa a cuestionar la propia existencia de la literatura infantil. En un prólogo, insisto, a Collodi. Ferlosio era un valiente, como no puede ser menos un señor que en El Jarama y en el lapso de seis palabras escribe «follaje multiverde» y «ultrametálicos destellos», No se preocupen, porque a El Jarama la llamaría con los años «antigualla». Ferlosio era insobornable.

P. P. S.: Disculpen, pero es que con el escritor romano nunca se acaba. Resulta que también prologó a Manrique (para que luego digan que los editores no arriesgan): «Estas coplas son, en conjunto, un gran fracaso `[…]; de ellas las hay malas, las hay mediocres, las hay mejores y las hay detestables».

El presidente emo

Ha nacido la emopolítica.

En 1944 George Orwell comenzó a escribir una obra ambientada en 1984 que describe una de las maneras en que el mundo puede irse al carajo. Por cuestiones de simetría este es, por tanto, el mejor año para hablar de ella.

Hay muchos motivos por los que 1984 constituye una genialidad inmortal, pero uno de los más inasibles y brillantes es la decisión tomada por el escritor según la cual en su distopía aborrecible sería el ministerio del Amor el que se encargara de la seguridad, es decir, de la denuncia, tortura y eventual desaparición de los desafectos al régimen.

Esta utilización de lo emocional ―los profesores tenemos emotividad hasta en la sopa, aunque curiosamente en menor medida en colegios donde los alumnos están gravemente enfermos― para manipular a las masas, esta justificación de la barbarie y la violación del Estado de Derecho a través de una sensiblería impuesta es algo que en 2024 se estudia en las facultades de Politología, pero que en 1944 resultaba tan insospechado que solo un genio como Orwell podía haberlo aventurado.

El Narciso enamorado que nos hemos buscado como líder y los gimoteos del que no es McNamara al leer las transidas líneas del Narciso enamorado han puesto a sus huestes apuntando hacia el poder judicial, la oposición, la prensa y todo aquel que no atienda a las razones del corazón.

El mismísimo Patxi a-ti-qué-más-te-da López, que habitualmente gasta la indolencia del matón de vía estrecha, ha acusado al PP de «burlarse del amor». Insisto; Patxi López ha acusado al partido más votado de España de «burlarse del amor». Burlarse del amor no, Juan, eso no. La vida política española es mucho más paródica que Loles León.

La cosa daría para disfrute si no nos fuera la democracia en ello. Porque tanto el Narciso enamorado como el que no es McNamara como a-ti-qué-más-te-da saben perfectamente que a estas alturas millones de españoles creen que en política es más importante el amor (así, a granel) que gozar de un Estado social y democrático de Derecho.

Viendo en peligro a Amor ―y esto se parece cada vez más a un soneto del Siglo de Oro― hordas de quinceañeros abrazados a sus carpetas forradas con fotos de Narciso enamorado han salido a la calle real y a la virtual a reclamar el fin de la independencia del poder judicial, es decir, el fin del Estado de Derecho, y eso es precisamente lo que querían el Narciso enamorado, el que no es McNamara y a-ti-qué-más-te-da.

Podemos y debemos, por tanto, desternillarnos de la sensiblería hiperbólica con que nos ha salido el comunismo patrio, porque uno nunca sabe cuántas carcajadas le quedan, pero más nos vale que sea una risa nerviosa, como de tragedia inminente, no vaya a ser que nos despistemos y el Gran Hermano proceda a nuestra reeducación antes de que nos percatemos.

P. S.: Díganme si Orwell no se ventila a Nostradamus; el lema del ministerio del Amor es «La guerra es paz. La libertad es esclavitud. La ignorancia es fuerza». Escalofriante.

La tilde

Vaya por delante que lo único que hizo la RAE hace unas semanas fue reformular el texto en el que se explica la norma sobre la tilde en el adverbio solo. Lástima: se perdió otra ocasión para erradicarla por completo, incluso en casos de supuesta confusión. Verán:

Si regalamos a Esteban un volante, ¿Esteban juega al bádminton o es piloto de carreras?

Si Lucas pidió todos los platos y, finalmente, vino; ¿pidió la bebida después de la comida o se acercó a nuestra mesa a saludarnos?

Si Obdulia es atleta y su carrera quedó arruinada por un segundo, ¿su declive lo propició una plata o fue por la sexagésima parte de un minuto?

¿Entonces? ¿Qué hacemos, le ponemos tilde a todos los pares de palabras homógrafas? La tilde en sólo no solo no cumple ninguno de los criterios generales de la tilde diacrítica (ni es monosílabo ni ninguna de sus formas es átona), sino que atenta contra el principio de economía y normalización que la RAE aplica desde hace décadas y que está consiguiendo una coherencia total en la acentuación de las palabras: conociendo las sencillas normas de acentuación del español es imposible ignorar cómo se pronuncia una palabra, lo que no tiene parangón en los idiomas de nuestro entorno.

Pero héteme aquí que ciertos académicos, entre los que se encuentran algunos escritores, tratan de enmendarle la plana a los lexicógrafos en el asunto del sólo. Parece ser que el argumento pueril que identifica menos tildes con una relajación ortográfica tiene más de uno y más de dos valedores; entiendo que a los nostálgicos también les parecería mal que la preposición á, el verbo fué o el sustantivo guión la perdieran en 1911, 1959 y 2010 respectivamente.

Sería revelador comprobar la escabrosa ortografía de los manuscritos que algunos de esos escritores depositan sobre la mesa de los correctores ortotipográficos y, por otra parte, sería estupendo que dedicaran su tiempo a aspectos más urgentes y que les conciernen más, como dar una alternativa a los videojueguiles farmear, grindear, streamear, respawnear y otras decenas de palabras que están arruinando el español de niños y adolescentes.

Literatura umbilical. El hastío infinito de la literatura postmoderna

No cabe negar ninguna forma de hacer literatura, porque la literatura es un arte y el arte o es libre o no es nada. Pero la literatura postmoderna, o al menos algunos de sus adalides, pretende llevarse por delante una noción que conviene defender con la vida, si es preciso: la literatura es el arte de contar historias.

Los que probablemente fueron los mejores libros del siglo XX terminaron por convertirse en el mayor problema de su literatura. Tanto A la busca del tiempo perdido como el Ulises han sido objeto de lecturas indigestas más allá de toda medida. Que en ambas obras maestras juegue un papel principal la introspección, la autoconciencia y la memoria no comportaba necesariamente que los escritores de los siguientes cien años tuvieran que mortificarnos contándonos lo que veían en su propio ombligo.

Ni la autorreferencia ni el monólogo interior son en Proust y Joyce más que técnicas a través de las cuales se despliega todo un mundo. Todo el mundo, lo que es privilegio de los genios. Un genio no se puede imitar, porque implica una mirada que se tiene o no se tiene, pero su técnica sí es imitable.

El escritor-posterior-a-Joyce no quiere parecer un escritor-anterior-a-Joyce.

Los críticos no pudieron convertirse en escritores, pero lograron que los escritores se convirtieran en críticos. Los escritores comenzaron a preocuparse más por la literatura como teoría que por la literatura como arte y oficio. La literatura postmoderna está llena de metaficción e intertextualidad: esto no es un defecto en sí mismo pero a la fuerza lastra la producción de historias.

Esa deriva llevó a convertir a los más grandes en una cosa distinta de lo que eran. «El Quijote, primera novela moderna» ¿Han leído lo increíblemente moderna que es La novela de Genji, de la escritora japonesa del siglo XI Murasaki Shikibu? El Quijote no es la madre de todas las novelas por ser la primera novela moderna o por ser polifónica. Es una obra maestra porque, en una mezcla de azar y maestría, Cervantes contó la historia que quería contar aunque pensara que no le daría fama (como de hecho pensaba). La palma de la desvirtuación se la lleva(n) Homero. Tan citado(s) por la academia que casi hemos olvidado que lo único que pretendía(n) era contar una aventura tan divertida que la gente pagara por escucharla.

¿Qué sentido tiene juzgar las novelas en función de parámetros técnicos, filológicos o filosóficos? ¿Es que arrancamos la escala de Pritchard del libro de Literatura para sustituirla por otra escala? Hubo una época idílica en que los escritores no querían ser Kant ni Schopenhauer; ese era otro departamento. Los escritores querían contar bien buenas historias.

Cuando un artista comienza a preocuparse más por la corriente a la que adscribirse que por la historia que contar está clavando otro clavo en el ataúd de la literatura. El siglo XX es un increíble ejercicio de pedantería y ombliguismo. Hemos pasado de contar lo insólito a regodearnos en la anécdota más mediocre y disfrazarla de hallazgo existencial.

Hastiado ante una realidad cada vez más compleja que de hecho sería óptima para desplegar sus alas de narrador, el escritor postmoderno decide que es más fácil transcribir el torrente sin filtrar de sus diarios aderezado con sueños y recuerdos fraccionarios. La realidad ya no es un puzle cuyas piezas encajen porque es mucho más interesante la trastienda mental del escritor, que no se molesta en construir historias porque su genio va mucho más allá. A través de sus libros, nosotros podemos aprender a ver gracias a que él vio primero, más alto y más lejos. En Solenoide, la supuesta obra maestra de Mircea Cărtărescu, el protagonista (trasunto del autor), dice plantearse cosas que ni los conductores ni las prostitutas se plantean. La novela postmoderna es increíblemente pedante, pero está exenta de culpa porque cuenta con la coartada infinita de ser dos cosas a la vez, y me explico:

A medio camino entre la filosofía y la narrativa, si se acusa a las tesis enunciadas en la novela postmoderna de carecer de vida, de textura o torbellino, nos abroncará: «¡Yo soy un filósofo, maldito lerdo!» Si le afeamos que sus razonamientos adolecen de falta de rigor filosófico, el escritor postmoderno alzará la ceja y nos espetará: «¡Ay de vosotros, pobres mortales, pues yo soy un artista!». Ser literatura y filosofía a la vez la exime de ser ninguna de las dos cosas. Y repite la jugada con ficción y realidad: los razonamientos brillantes se los apropia el autor, los comportamientos ruines son solo del protagonista. Pretende, convirtiendo a la novela en diario y ficción simultáneamente, huir de las servidumbres de cada género. Pero a mí me parece que funciona al revés: anula la suspensión de la incredulidad al intentar ser real y despoja a la realidad de todo rastro de verdad al resultar ficcional.

En un ejercicio increíble de egotismo y convencimiento de la propia unicidad, el escritor postmoderno no narra: revela. El escritor postmoderno se ha quedado en esa etapa de la vida en la que todo lo que se escribe tiene un valor inmenso porque pertenece al pozo de oro líquido de la propia conciencia. Contar historias es demasiado fácil (en realidad es demasiado laborioso, pero eso se lo callan). Al escritor postmoderno no le hace falta la historia porque nos hace el inmenso regalo de su propia experiencia. Es un poco el mecanismo que funciona para las artes visuales: «esto es muy extraño así que debe de ser profundísimo y revelador». Por si hubiera dudas, el escritor postmoderno es un tipo extremadamente pesimista, único conocedor de la miseria y la nada: los atributos de la persona interesante. Los atributos, en todo caso, de la persona que se hace la interesante. De Emil Cioran, que no adoptó la pose del escritor, ni siquiera la del filósofo, pueden decirse muchas cosas, pero no que no concibiera la vida como un ejercicio superfluo. Y en lugar de convertir su pesimismo en marca de estilo, se presentaba como un tipo encantador que sabía que la ironía siempre vence a la nada. El escritor postmoderno nunca sonríe porque necesita aparentar ser trascendente.

Si se mira uno el ombligo durante el tiempo suficiente, termina por parecerle apasionante

No se está diciendo aquí que no se deba escribir à la postmoderna (Murakami), lo que se está diciendo aquí es 1) que se abusa de ella y 2) que hacerla pasar por el canon literario de nuestro Zeitgeist es un chiste de mal gusto. El postmodernismo contestó al elitismo modernista negando la existencia de la alta cultura, pero me temo que la literatura postmoderna se ha convertido en el último refugio de los pedantes. He ahí la primera contradicción: empezó criticando la alta cultura para terminar siendo cultura inasible de tan alta. La segunda contradicción tiene que ver con su supuesto relativismo: a fuer de resultar autorreferente, la literatura postmoderna termina por volverse sobre sí misma y concentrarse en las cuitas del propio autor, entregando una visión personalísima del mundo donde no caben la polifonía ni la propia noción de los otros.

Una persona que conozco le dijo a otra persona que conozco: «Vuelve a casa, dibuja un ombligo gigantesco en el espejo del baño, y solo cuando te canses de mirarlo estarás preparado para venir a ayudarnos». De forma maravillosa y profundamente sintomática, en la segunda o tercera página de solenoide el protagonista comienza a hablarnos de las cuitas ¡de su propio ombligo! Maravilloso, insisto. El escritor postmoderno nunca se cansa de mirarse el ombligo y además, para más inri, termina por enseñárnoslo a los demás. La literatura postmoderna es a la literatura lo que la cámara de selfie a la fotografía.

Que no se me malinterprete aquí: Cărtărescu escribe como los ángeles, y aun mejor, pero termina por estomagarnos cuando lo tiene todo para avasallarnos, para nutrirnos; para practicar el arte antiguo del embeleso.

Lo mejor es enemigo de lo bueno

Por supuesto que cabe la posibilidad de que yo sea un simple y no entienda nada. Les voy a dar un argumento que respalda esa tesis: hasta hace unos pocos años no entendía cómo demonios podía ser lo mejor enemigo de lo bueno, y, sin embargo, no solo lo es sino que no comprenderlo es uno de los males de nuestro tiempo.

Que la novela sea una historia y no teoría filosófica no es desdoro para aquella, es claridad semántica. Pero al siglo XX, por lo visto, no le valía con eso. Engullidos por el afán de protagonismo generalizado de los artistas contemporáneos (solo en el cine siguen gozando de más fama las obras que los autores), los escritores se llenaron de gravedad y comenzaron a poner cara de tiesos, olvidando que lo grave puede ser más profundo, pero también más pesado. Ya no vale con hacer bien el trabajo de uno, con respetar el oficio. Hay que motivar, filosofar, estremecer y convertirse en líder. Ser mejor que el mejor. Hablar como un anuncio de Coca-Cola de los 80. Abran LinkedIn y sabrán de lo que estoy hablando: un aforismo grandilocuente más y la red cerrará por ataque de diabetes. Es lo que decía Ferenc Copà aquí: hemos perdido la adecuación a la tarea para convertirla en mero espejo (espejismo) de nuestras ansias de grandeza. Damos muchísima vergüenza ajena, vaya. Y nuestro ego, o más bien nuestro complejo, no parece que vaya a desinflarse en un futuro próximo.

Cómo entrenar a tu dragón 3. La Play

El otro día pude escuchar a una madre desesperada: «¡Todo el día enganchado a la máquina!». No creo que se refiriera al móvil (esa es una adicción con muy buena prensa) así que veo probable que «máquina» quisiera decir Play o algún derivado.

Vaya por delante: los videojuegos son en su mayoría tan endiabladamente divertidos que constituyen un peligro para el tiempo de los adolescentes. Los videojuegos tienen la capacidad de hacer que el tiempo vuele, como el ganchillo o la petanca. No, seamos justos: como el móvil o las apuestas. El componente adictivo de los videojuegos es muy alto. Siendo así, las discusiones entre progenitores y progenie tienen pinta de ser frecuentes y terminan en el mejor de los casos con una negociación y en el peor con un martillazo.

Sigamos con las malas noticias: se calcula que el 60 % de jugadores de Grand Theft Auto V, un juego que a la violencia une la zafiedad y el sexismo, son menores de edad. Ante esto tenemos dos opciones:

Opción A. Hacer como hasta ahora

Es decir, meter a todos los videojuegos en el mismo saco (cosa que por algún motivo no hacemos con las películas ni los libros, pero sí con los juegos) y detestarlos en bloque. Esta ha sido siempre una táctica bastante utilizada ante lo que no se comprende: hacer como si no existiera. Lo que no se me alcanza de esa política es por qué permitirles jugar entonces… quizá para evitar conflictos. Los videojuegos son esencialmente perniciosos pero les compramos la Play porque sus amigos la tienen y cualquiera los aguanta si no. No solo les permitimos hacer algo que consideramos nocivo sino que además nos desentendemos.

¿Las consecuencias de esto? Que niños de 12 años jueguen a GTA. Que millones de niños de 12 años jueguen a GTA. No exagero: el jueguito ha vendido más de 120 millones de copias. Hace unas semanas la tienda de Epic lo regaló y la página colapsó a causa de la demanda.

Opción B. Aprovechar la oportunidad

¿Tiene esto solución? Claro: discriminar. Los libros no tienen código PEGI (clasificación por edades) y nadie en su sano juicio le regalaría a su hijo púber American Psycho o la biografía de Charles Manson. GTA V tiene una etiqueta en rojo en su portada con un enorme 18, pero nadie parece verla.

Veamos el asunto desde una perspectiva más amplia: una de las alternativas que se le proponen al gamer impenitente es la de leer. Otro paréntesis que despeje mi postura: leer es más enriquecedor, gratificante, significativo y cool que los videojuegos de aquí a Nueva Caledonia. Pero es que leer es más enriquecedor, gratificante, significativo y cool que el 98 % de todo lo que hacemos. Los libros son mejores que las personas los políticos.

El quid de la cuestión es, entonces, que jueguen menos y lean más. ¿Cómo?

Nuestra insistencia en la lectura es tal que, yo que ellos, sospecharía. De hecho, que insistamos tanto en la lectura es insultante para la propia lectura. Hemos hecho lo mismo que con la educación: conseguir que lo vean como algo muy pesado que deben hacer para conseguir aptitudes útiles. Si juntan los mensajes que les envíamos entre profesorado, padres y Administración (tres agentes, por cierto, de los que no suelen dimanar grandes cantidades de diversión), nuestras pequeñas bestezuelas entienden algo parecido a esto: «aunque leer sea un coñazo, deberías hacerlo para conseguir una serie de beneficios algo indefinidos que llegan al cabo de años».

Le damos demasiada importancia al medio, que es quizá lo de menos. El carácter sacro de la literatura no viene dado por que esté impresa en negro sobre blanco (aunque esto suponga a su vez una liturgia) sino por la importancia que ha tenido siempre en nuestra cultura una buena historia. La pulsión de enhebrar una buena historia está en el origen de cualquier sociedad o, mejor, brinda los elementos necesarios para que un grupo se transforme en sociedad. ¿Qué queda de Occidente (si es que queda algo a estas alturas) sin el viaje del héroe (de todas esas historias en que reverbera el periplo de Odiseo, pero también de Gilgamesh), sin el Génesis, sin El cantar de Roldán, sin el ciclo artúrico, sin Bovary (aunque la buena es Bouvard y Pécuchet, recuerden), sin la ida de olla de Alonso, sin Raskólnikov, sin los dos Zaratustras, sin el anillo único y sin lo mal que envejece Anakin Skywalker?

Estas son las razones del carácter sacro de la literatura, pero también, y entender esto es la clave de todo, las razones de su atractivo animal. Todas las historias antedichas triunfaron porque a la gente le divertían, no porque las estudiaran filólogos con antiparras. Este atractivo queda descrito perfectamente en la carta de amor que los creadores de Sherlock (Steven Moffat y Mark Gatiss; es maravilloso y muy meta que Mycroft sea guionista de la serie) les escriben a Holmes y Watson al final de la serie por boca de Mary: algo así como «cuando la vida se pone cabrona, es un alivio imprescindible poder confiar en que hay dos hombres buenos intentando arreglar el mundo desde su guarida de Baker Street». Borges lo dijo de otra forma: «Pensar de tarde en tarde en Sherlock Holmes es una / de las buenas constumbres que nos quedan. La muerte / y la siesta son otras. También es nuestra suerte / convalecer en un jardín o mirar la luna».

Las buenas historias son refugio, consuelo y bendición. Solo un alma gélida resiste la tentación de conocer cómo termina una buena historia.

Y resulta que los videojuegos son un puente maravilloso entre lo estrictamente lúdico y la insondable maravilla que es la literatura. Estamos dejando pasar una oportunidad.

Los referentes visuales de varias generaciones a la hora de evocar épocas pasadas no provienen de los museos sino del cine. En esa parte de mi cerebro de la que no hablo con mis amigotes, Napoleón siempre tuvo un extraño parecido con Marlon Brando (Desirée, 1954), y Cleopatra con Liz Taylor (Cleopatra, 1963). Lo mismo ocurre con batallas, costumbres y vestidos. Pues bien, la imagen que la generación Z tiene de Cleopatra es mayoritariamente esta:

Cleopatra en Assassin’s Creed: Origins. Espantoso el doblaje de Clara Lago, por cierto

Da igual si nos gusta o no. Los videojuegos llegaron para quedarse y llevan décadas proporcionando referentes visuales a millones de jóvenes. Y no solo visuales. Los videojuegos son un medio de comunicación muy locuaz y nuestros jóvenes tormentos no están sordos.

Veíamos con nuestros padres las historias que luego leíamos; es un poco burdo protestar por que la juventud no lea si antes no les hemos enseñado quién es Robin Hood, Ivanhoe ni Rick Deckard. Es la presencia de historias en una sociedad (y la familia es una sociedad) la que activa el ansia de lectura. Si antes eran las peripecias de Sam Spade (El halcón maltés, 1941, qué buena es) o Daniel Dravot (El hombre que pudo reinar, 1975, ídem), y siguen siendo, ahora se han incorporado Geralt de Rivia (The Witcher, 2007, 2011 y 2015) y Arthur Morgan (Red Dead Redemption 2, 2018).

Las buenas historias son lo que une a los buenos videojuegos con la literatura (y con el cine, ya que estamos), y quizá si nos preocupáramos por qué juegos practican nuestros vástagos y nos uniéramos a ellos, y descubriéramos con ellos sus mundos, el paso al medio escrito sería más fácil y más frecuente.

Hay algo de carpetovetónico en la aversión al medio videojueguil. Si me apuran, hay algo de puritanismo y de ludismo. Solo nos falta quemar las consolas. Hay videojuegos que no pintan nada en la educación de los adolescentes: no les permitan jugarlos. Pero también hay obras maravillosas (otro día iremos al detalle) que no se deberían perder. Hagan de ellos un punto de encuentro y verán cómo terminan hablando de esta o aquella película; de este o aquel libro.

Preguntas que ahorran tiempo. Sobre la última temporada de Juego de tronos

Las primeras impresiones están sobrevaloradas. Con frecuencia un tipo que a primera vista parece gilipollas se convierte en un gilipollas, sí, pero entrañable. La tarea de descifrar la verdadera naturaleza humana es larga y está llena de baches. Por eso son tan importantes las preguntas que ahorran tiempo. Hasta este año la más eficaz solo era aplicable a los madridistas, lo que es una pega estadística: «¿Pero tú eres de Mourinho?». Ante una respuesta afirmativa, uno sabía que se encontraba frente a un ser humano incorrecto y desacomplejado que anteponía la lealtad al bienquedismo, lo que es mucho en los tiempos que corren. Mou es un detector de tibios.

Ya llegamos. Este último año se ha ido definiendo la que es a día de hoy la pregunta más útil que conozco: «¿Qué te parece última temporada de Juego de tronos?». Lo digo en sentido positivo, entiéndanme; no se trata tanto de vilipendiar a quien la vitupera como de loar a quien la encomia. La serie es muy buena y la última temporada es muy buena. No tanto como las seis primeras, pero muy buena. Les animo a confiar en quien valora la octava en contra de la opinión mayoritaria.

¿Por qué no tan buena? Como en el caso de la séptima, por las prisas y porque pierde el sustrato literario de George R. R. Martin: lo mejor de la serie siempre ha tenido que ver con los diálogos shakesperianos y los personajes densos, poliédricos y cabrones (es decir, humanos) que la serie fusilaba de los libros. La literatura es mejor que el cine.

No se trata de vilipendiar pero sí de ser sincero, y en mi opinión aquellos espectadores que no valoran la última tanda de capítulos deberían preocuparse más por ellos mismos que por firmar tonterías en change.org. Somos muy de despreciar el trabajo de profesionales habilísimos y devotos en función de análisis pueriles e ignorantes (el ejemplo pluscuamperfecto de esto es Scariolo: un tipo que dedica 24 horas al día a pensar baloncesto era hasta anteayer sistemáticamente criticado por quienes durante los partidos piden «intencionada»).

¿Por qué es tan buena la última temporada?

(Si Vd. no la ha visto está a tiempo de dejar de leer esta entrada aquí).

Vamos al turrón. No me voy a hacer fuerte en la mitiquérrima reunión de la chimenea previa a la sobrecogedora batalla de Winterfell. No me remitiré solo a Brienne de Tarth escribiendo en el Libro Blanco de la Guardia Real, escena tolkieniana mediante la cual la historia cristaliza en leyenda, ni al discurso de Tyrion defendiendo a través de la candidatura de Brandon Stark la memoria que engendra sentido de comunidad, discurso algo obvio pero certero. El último capítulo tiene que recoger y lo hace: solo tiene sentido a la luz de lo pasado y otorga a lo pasado visos de posteridad: esa insistencia en la memoria nos confirma que no estábamos locos.

Es contundente (aunque quizá haya caído en saco roto) la parafernalia totalitaria de las tropas de Daenerys al tomar King’s Landing por lo que connota: la inevitable tendencia de los libertadores a convertirse en los siguientes dictadores. La historia de Daenerys cuenta su conversión en su propio hermano. El problema no es este o aquel caudillo: el problema es el poder. Por eso Drogon practica la metalurgia con el Trono de Hierro. Les recuerdo que Khal Drogo (en cuyo honor fue nombrado el último dragón) ya había practicado la metalurgia con la cabeza de Viserys Targaryen.

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Fidel Castro camino de La Habana en 1958

Pero la gran escena, la que quedará en la memoria  —puto enano— de aquellos que están atentos a las cosas que parecen pequeñas es la del protagonista de la serie, Tyrion Lannister, colocando las sillas del Consejo Privado. De forma más precisa, ya que estamos, cómo mira a Bronn al maltratar la suya. No es la mejor escena de la serie porque la aparición de su padre desollando un venado en la primera temporada es lo más apabullante que servidor ha visto en serie alguna.

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La primera aparición de Tywin Lannister en la serie. No se veía un debut así desde Ronaldo (el bueno) contra el Alavés en 2002

No es la mejor escena pero es la que llena de luz su final: un tipo al que su familia ha odiado desde su nacimiento, que conoce la mezquindad inherente al ser humano, con más razones que nadie para entregarse a la orgía de violencia y traición que lo rodea, intentando volver a empezar, poniendo otra vez su confianza en las cosas de los hombres y cuidando cada detalle para que las cosas salgan bien esta vez. No somos responables del mundo, pero sí de lo que hacen nuestras manos y de lo que dice nuestra boca. Always be Tyrion.

Pero quizá, con todo, las razones objetivas para defender su final no sean tan importantes como las ganitas que este provoca de volver a verla, de leer los libros y de esperar las secuelas, precuelas y lo que se tercie. Yo ya estoy en el lío y se lo recomiendo vivamente; es sintomático que cada frase gloriosa de los primeros capítulos esté transcrita literalmente de los libros: toda la pinta de que Canción de hielo y fuego sea lo mejor que le ha pasado a la literatura fantástica desde El Señor de los Anillos.

 

P. S.: El artista más importante de los videojuegos —Hidetaka Miyazaki— está trabajando con un tal George R. R. Martin en la que sin duda será la obra audiovisual más importante de las próximas décadas: Elden Ring. Que el absurdo estigma que pesa sobre el medio no les haga perdérselo.

El asesinato de la costa de Cornualles

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Gracias a la mejor y más voraz lectora que conozco —mi hermana— leí hace unas semanas The Cornish Coast Murder (1935), debut literario del empresario y director teatral Ernest Carpenter Elmore bajo el pseudónimo de John Bude. No me digan que el título no invita a desear que llegue el invierno para leer novelas de misterio al amor de la lumbre.

No soy muy de novela de misterio, aclaro. Comparto la reclamación que el personaje de Truman Capote en Un cadáver a los postres (1976, película necesaria, por cierto) hace a los escritores de novelas policíacas: escamotean información a los lectores para que el detective se luzca en los últimos capítulos con una resolución sorprendente. Agatha Christie, por ejemplo, era experta: un criado resentido que había emigrado temporalmente a Singapur y que a la vuelta se hacía pasar por la prima de Aldridge, el frutero. Una venganza provocada por hechos que solo conoce Poirot. Un affaire del revisor con la hija de la víctima. Todo así.

Pues bien, leyendo el libro en cuestión descubrí lo que todos los lectores de novela policíaca saben seguro desde la noche de los tiempos. En las novelas que giran en torno a la resolución de un crimen, la resolución del crimen carece de la menor importancia. Se me da una higa quién matara al señor Tregarthan, pero daría la mitad de mi reino por tomar unas pintas en la taberna del pueblo hasta que dejara de llover. El asesinato pone en marcha la trama pero en sí tiene menos peso que los principios de un político. No es más que una excusa, un MacGuffin. Porque se trata de lo otro. Lo mollar, en contra de las apariencias, son los acantilados y el tweed y los whiskies que se atizan el cura y el médico mientras hablan de los libros que han llegado de Londres.

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«¿Será un MacGuffin?»

Esa sutileza con que la novela policíaca lleva metiéndonos goles al menos desde Auguste Dupin nos lleva a dos conclusiones enlazadas: en primer lugar, que la novela policíaca es como la vida: en cierto momento uno se da cuenta de que ha estado mirando con atención hacia donde no era. Que los hitos que constituyen nuestra principal fuente de preocupación (las notas, encontrar pareja, comprarse un coche, ser ascendido, morirse) carecen de la menor importancia, mientras que todo aquello que consideramos banal y afrontamos como autómatas (el café, regar las plantas, el fútbol, ordenar la biblioteca, la niebla, escuchar a tu hijo por qué es un drama tener Sociales los jueves) es el verdadero meollo del asunto, lo que merece nuestras mejores energías. Una persona que afronta lo cotidiano con la delicadeza y el rigor de lo litúrgico conoce la verdadera urdimbre de la existencia.

En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, el complejo de superioridad de no sé qué literatura (la literatura aburrida, me temo) hacia la mal llamada literatura «de género» no solo es pedante sino —sobre todo— absurdo. No existe la alta literatura como no existe la alta cultura. Lo que existe son las poses más o menos elitistas y las gafas con más o menos pasta. Todos conocemos novelas con voluntad de trascendencia que terminan por naufragar en el bostezo (hola, Kundera) y libros que de puntillas, sin darse aires, permiten contemplar lo absoluto.

 

P. S.: ¿Por la cara que pone… habrá leído el doctor Jones La mano?