(Antes de salir al campo en un partido cualquiera, vestuario del Real Madrid).
Flóper entra con las manos a la espalda, viste levita negra y chistera. Su rictus no muestra ira: es más bien el ademán burocrático con el que un portero de finca barre un descansillo. Detrás entra Butragueño vestido de monaguillo.
¡Menos redes sociales y más Lucky Luke!
El tito Floren se sitúa delante, digamos, de la taquilla de Federico. La camiseta del 8 está dobladita pulcramente, sus botas reposan con simetría milimétrica. «Ya me extrañaba tener tanto sitio», piensa Vini en la taquilla contigua. Butragueño descuelga un pequeño incensario y lo hace oscilar lentamente. Un humo fragante comienza a inundar la atmósfera y el Buitre parpadea, molesto. Florentino se quita la chistera y la sujeta con ambas manos.
―Hoy nos hemos reunido para recordar la figura de Fede Valverde, que, estando demasiado cansado para calentar desde la suplencia y sin el carácter necesario para tirar a puerta, no supo comportarse como exige la capitanía de este club en ninguno de los sentidos posibles. Atragantado por la herencia de Antonio e ignorante del concepto de jerarquía, su cuerpo reposa en su casa de Montevideo donde, dado que no dispone de la carta de libertad, está escribiendo para junio un trabajo a doble espacio titulado Señorío es morir en el campo.
Tras un minuto de silencio, Butragueño recoge la cadenita del turíbulo y se dirige a la salida detrás de su jefe. Antes de franquearla, Florentino se detiene bajo el dintel y masculla, de espaldas a la plantilla:
Estamos a dos piperos de que Ancelotti sea el peor entrenador de la historia. Hay muchos tipos de piperos, pero todos ellos son reconocibles. No existe el pipero sorpresivo, el pipero no embosca, siempre ataca a campo abierto.
El pipero le reza novenas a su santo patrón, Jorge Valdano, y todas las noches, antes de dormir, lee unas paginitas de Álvaro Benito como los franceses leen unas paginitas de Proust.
El pipero, cuando ve los tacos de Maffeo incrustados en el cóndilo femoral de Vinícius, dice: «Es que Vinícius protesta mucho». El pipero quiere ser amigo de sus amigos del Atleti, así que para congraciarse con ellos se declara partidario de vender a Vinícius. Siente la tentación de pitar a Mbappé, aunque no sabe muy bien por qué. El pipero es madridista a su pesar, como si fuera una carga o un baldón. El trabajo de ser madridista es demasiado para el pipero.
El pipero es muy dramático; se le puede contratar como plañidera. No piensa que el ciclo de Ancelotti haya terminado, sino que el italiano no tiene pajolera idea de fútbol. Al pipero le gusta insultar a los suyos en nombre de no sé qué imparcialidad. El pipero desconoce que el deporte es, precisamente, parcialidad. Ignora que se apoya hasta el final. Se cree hasta el final.
Por eso, la lealtad del pipero dura lo que se tarda en partir una cáscara y desecharla.
El verdadero reto del madridista, como el del español o el madrileño, no es el de sobrevivir al enemigo natural, sino sobrevivir al pipero, porque el enemigo ataca y uno puede defenderse, pero el pipero (el enemigo en casa) gangrena y necrosa el miembro propio. Al suelo, que vienen los míos.
Están entre nosotros. Piden el número en la frutería y lavan el coche los sábados. Cobran su sueldo como cualquier hijo de vecino, pero viven a expensas de los primos que les rodean.
En Mesopotamia ya sabían que uno podía vivir del esfuerzo de los demás, obtener beneficios sin producir ningún bien, extraer riqueza de la propia riqueza. Dicen de Bruto, ya en los prolegómenos del Imperio Romano, que adornaba sus préstamos con un coqueto 48 %.
Todos corremos en mayor o menor medida este riesgo, así que no vamos a citar las profesiones más proclives para que no se nos enfaden los críticos de cine ni los políticos (oops!), y porque lo que más interesa aquí es el mecanismo psicológico que ponen en juego las rémoras para seguir viviendo de gorra: «me necesitas». Todos los manipuladores saben que cuando se instala en la psique del otro la fantasmagoría de la dependencia se puede hacer con esa persona literalmente cualquier cosa.
Los miembros de las federaciones deportivas y las diferentes ligas saben (vaya, otra vez) que uno puede comenzar organizando el calendario y terminar por creerse imprescindible y cobrar un sueldo millonario a costa de los incautos que se lo permiten. Javier Tebas, según Business Insider, ganaba 350 000 euros en 2015 y ahora, 10 años después, está entre 3 kilos y medio y 5. Una de las funciones de Tebas es la del control económico. A ese respecto basta con ver cómo controla al FCB.
Otro de los éxitos de Tebas es el haber traído al fondo británico CVC Capital Partners a la Liga. En 2021 se acordó que CVC aportaría unos 2000 millones de euros a los equipos de primera y segunda a cambio del 9 % del rendimiento económico de los próximos 50 años. En el penúltimo ejercicio el fondo ya ha cobrado de la Liga 110 millones, lo que supone un 60 % de subida respecto al ejercicio anterior, y quedan 47 años de poner el cazo… ¿Quizá CVC y por tanto Tebas se beneficiaron de las urgencias de los clubes por culpa de la pandemia para hipotecar su futuro en beneficio propio? No creo, ningún fondo de inversión se comportaría así. Pero esperen.
Resulta que de los 1929 millones que prometió la entidad a junio de 2023 solo había entregado 1446, mientras que la Liga ya ha realizado tres pagos: 11,3; 69,7 y los mencionados 110 millones.
En resumen, que CVC ha aportado 1444 millones y ya ha recuperado 191, por lo que no hay que ser un lince para estimar que en unos 10 años habrá recuperado la inversión (si es que termina de realizarla en junio) y que se pasará 40 años llorando de la risa y secándose las lágrimas con los billetes de los clubes, o bien, como ya han anunciado, vendiendo antes sus derechos a otro fondo para que terminen de esquilmar a la gallina de los huevos de oro.
¿Que por qué los presidentes de los clubes (excepto Su Florentineza, Laporta y Elizegi-Uriarte) han transigido con la maniobra del dirigente costarricense? En primer lugar por la mencionada urgencia y después y sobre todo porque ninguno de ellos estará en el cargo cuando dentro de 50 años hagamos balance del timo (es un timo y no una estafa, porque hay primos y no incautos).
Entonces, como el marrón es a largo plazo pero el líquido entra inmediatamente, aquí hay dinero para todos y se considera adecuado bañar en pasta a Tebas, dado que, como dice Goyo Jiménez, «aquí el dinero lo tenemos cuatro cabrones». Sabemos cómo estallan las burbujas financieras, pero conviene estar atentos a cómo y sobre todo quiénes las inflan.
P. S.: Nos dice Nietzsche que no conviene inflarse porque entonces es más fácil que lo pinchen a uno. Lo que vale para las personas debería valer para los mercados, pero desde Mesopotamia sabemos que la ambición puede siempre más que la prudencia.
La facilidad con que un pueblo justifica la violencia determina su distancia de la civilización.
El 12 de febrero de 2022, hace más de un año, el exmadridista Albiol vio venir al madridista Vinícius y le incrustó el codo en la nuez dentro del área. Según su versión al final del partido y como en el chiste, Vinícius se dio contra su codo. El VAR opinó lo mismo: Vinícius impactó con su nuez sobre el codo del exmadridista Albiol.
El día es importante, porque le proporcionó al futbolista de la Liga la certeza de que pegar a Vinícius no solo sale gratis sino que es recomendable, pues Vinícius representa la excelencia madridista y España detesta la excelencia en general y la madridista en particular. Tener un jugador de blanco al que odiar representa para el antimadridista una válvula de escape, una terapia económica, un palo que morder mientras el odio lo devora.
Albiol se puso matón en el área y luego se puso matón con el micro: «Si le doy un codazo lo saco del campo». Es lo que tiene el matón cuando no se siente amenazado por la ley, que se pone chulo.
Casi un año después pudimos escuchar ese mismo tono chulesco en Francisco Javier López Álvarez, alias Patxi López, cuando le preguntaron quién estaba en la cena de Ramses (ignoro por qué no le ponen tilde, debe de estar en jeroglífico) y él contestó, tan chulo como intocable: «Qué más te da». En un país en que una ministra comunista que saca a violadores de la cárcel sigue en el cargo, la impunidad no puede resultar una sorpresa. Que los comunistas, por cierto, saquen a delincuentes de la cárcel no es un error un error de cálculo ni una muestra de estupidez, sino parte de su naturaleza, pero de esto hablaremos otro día.
¿Qué país es ese que permite al violento salir victorioso, que justifica la agresión al excelente y además le culpa por ella? «Es que es un provocador», dicen de Vinícius. No obstante, lo único que tienen contra él, por mucho que hable sin taparse la boca, es haberle dicho a Ferran Torres que es muy malo, lo cual es cierto; a Busquets que estaban fuera de la Copa, lo cual es cierto; y según el testimonio del Chimy Ávila (que es de Osasuna) a Osasuna al completo que es un equipo pequeño. «Cuya afición pita su propio himno», le faltó. Según la España antimadridista y parte de la madridista (¡…!), esto justifica la violencia que ejercen los demás jugadores sobre Vinícius. Lo justifica porque la rodilla de los opinadores no es esta rodilla:
La foto es de Javier Gandul. La guadaña, de Maffeo. Recuerden que hay VAR
Maffeo, del Mallorca, no recibió amarilla por la falta que antecede. Es difícil de ver, como pueden comprobar. Bosque de piernas. Interpretable. Fronteriza. No recibió amarilla. Le puede dar más, le puede dar mejor.
Pero es que Vinícius le dijo a Ferran que es muy malo; merece morir (no exagero, se lo han deseado en más de un campo). ¿Les suena ese «algo habrá hecho»? La actitud que estamos teniendo como país hacia Vinícius nos representa sobradamente. «Llevaba la falda muy corta».
El domingo en Mestalla expulsaron a Vinícius porque le pareció mal que Hugo Duro le agarrara del cuello y le soltó un soplamocos, es decir, se defendió. Roja correcta a Vinícius, roja inexistente a Hugo duro. Es que Vinícius no nos entiende. En España si te pegan, te callas. Algo habrás hecho. Pero hay quien lo puede explicar mucho mejor que yo.
Ningún gran pintor, como ningún gran escritor, lo es por su dominio de la técnica; eso es lo de menos. Lo que hace grande a un artista es el conocimiento del alma humana. Observen esto, es España:
Ahí lo tienen. Un tipo que lo mismo jalea a Fernando VII después de habernos vendido que te saca una faca por haberle mirado mal. Ahí tienen Puerto Hurraco y «la pegué porque era mía». Ahí tienen la mirada de ilusión en un futuro peor. La confianza en que a uno lo saca de sus miserias la providencia o el vino. La cara de la envidia, el cainismo y la huida hacia adelante. La cara de la ignorancia. ¿Quieren otro ejemplo?
Da igual si en el original no estaban enterrados; es lo mismo si no está documentada como práctica real. El genio de Goya (como el de Velázquez) es pintar España, toda España, en un solo cuadro. Un país con potencial para llevarse de calle todos los parabienes del orbe, para ser mirado por envidia por todos, pero que nunca lo logrará porque nunca ha parado de odiarse a sí mismo. En una entrevista conjunta a Pérez-Reverte y Mortensen tras Alatriste, se les preguntó qué era ser español. «Saber perder», dijo uno de ellos. No es saber, es que te guste.
Vinícius, que el domingo en Mestalla volvió a llevar la falda muy corta, no entiende que en España cuando a uno le pegan, lo que tiene que hacer es bajar la cabeza. Uno no puede rebelarse, porque aquí somos más de ponernos del lado del verdugo, del terrorista y del traidor. Qué es eso de reclamar justicia. Vete a tu país.
Vinícius es un espejo para una nación donde la violencia se relativiza, donde se sanciona a la víctima y el ramalazo racista es mucho más fuerte de lo que nos atrevemos a reconocer. España no tiene solución.
Esta entrada debería haber sido para Llull y su enésimo milagro, debería haber sido un huequito de admiración para la penúltima gesta de un equipo que nunca se rinde. Un equipo que a estas horas es campeón de Europa de baloncesto y de fútbol. Un equipo odiado estrictamente por su excelencia, por mirar al frente, por saberse mejor. España es Salieri bendiciendo a los locos al final de Amadeus, proclamándose el santo patrón de los mediocres. Nuestro santo patrón.
P. S.: En la defensa de una tesis doctoral en la que se mencionaba el 11-S, las últimas palabras de un miembro del tribunal fueron para citar con arrobo a un trabajador de la reprografía de una escuela universitaria española en aquel 2001. Mientras veía en una pantalla la retransmisión en directo de los atentados, al parecer rebuznó: «Que se jodan».
A ver, en parte te entendemos. Los jugadores de fútbol hacen eso, jugar, y ser tan tan bueno y habitar el banquillo con tanta regularidad debe de resultar incómodo. Nadie debería mostrarse desagradecido si decides irte, pero eso no debería llevarnos a conclusiones precipitadas. Sobre todo a ti.
En determinadas circunstancias es difícil ver las cosas con perspectiva, especialmente si uno se siente dolido. Pero alguien tiene que decirte lo que te estás jugando: convertirte en una leyenda indiscutible del Real Madrid. Una leyenda, insisto, del Real Madrid. Para mí y otros como yo (con un gusto refinado, se entiende) ya lo eres, ojo: lo certificaste cuando en la pasada Champions (una de tantas y a la vez una Copa de Europa única), mientras el crono se desangraba y los pseudomadridistas se iban del estadio porque el City nos sacaba dos goles, pronunciaste ante los más jóvenes el resumen más depurado de 120 años de historia, una clase magistral de madridismo: «Se confía hasta el final», sentenciaste con la templanza que solo atesoran los héroes y los hombres honrados. Con solo esa premisa en las alforjas podría un novato triunfar en Chamartín.
Pero hasta en la leyenda hay grados, y si te quedas ganarías el derecho a brindar en el Valhalla con Monjardín, Quesada, Zárraga, Camacho, Chendo y Sanchís; aquellos que nunca defendieron otra camiseta. Algo de lo que ni un tal Santiago Bernabéu puede presumir, porque en 1920 se rebotó con el club de nuestros amores y jugó un partido con el Athletic Club, precursor del Atleti.
Nunca te irías por dinero porque en ese caso ya te habrías ido, y si te vas por orgullo igual te vamos a seguir queriendo, pero si te quedas contaremos a nuestros nietos que vimos jugar a Nacho Fernández, como quien cuenta cómo Sigfrido mató al dragón o quién era Héctor, hijo de Príamo, y les podremos decir no solo que siempre rayabas en la perfección, sino que eras más madridista que la corona del escudo.
Por algún motivo no estamos hablando de que la parte jugosa de esta Champions empieza con Courtois parándole un penalti a Messi en París.
Continúa con el Madrí dándose cuenta durante el partido de vuelta de que Mbappé no ha firmado todavía y por tanto corresponde propinarle un par de tarascadas en lugar de contemplar lo bien que juega. A partir de ese momento el niño va más tieso que una vela.
Un tercer hito: después de la derrota en Manchester, Benzema dice «Vamos a hacer una cosa mágica, que es ganar». Una cosa mágica.
Cuidado con la supuesta excepcionalidad
Los madridistas debemos tener muy claro que, por mucho ADN, mucha mística y mucho espíritu de Juanito que haya, que lo hay, esta Copa de Europa la hemos ganado única y exclusivamente por un motivo: meter un gol más que todos los rivales.
Después viene la forma de hacerlo, que es la más épica e inusitada que vieron los siglos. Todo el oropel legendario es un además, una pelliza de inmortalidad que solo pueden ponerse los héroes, pero el único motivo de haber ganado la Champions es la victoria sobre el campo en cada uno de los cruces más acerbos que jamás equipo alguno tuvo que afrontar.
Lo digo porque apelar al escudo como fuente de victorias está muy cerca del discurso antimadridista de que el Madrí gana sin ganar, de que es el mejor siendo el peor, el mismo que antes hablaba de las Copas en blanco y negro, luego de que éramos ricos y no pobres y ahora que jugamos con portero.
Poner el acento en cualquier cosa que no sea haber metido un gol más que el rival (verdadero busilis del tema que nos ocupa) es hacerles el caldo gordo a los caínes.
Cuando el Bernabéu baja el pulgar
Después del primer gol de la vuelta contra el City, una vez hubo llegado el minuto 90, la megafonía anunció los 6 minutos de prolongación. El Bernabéu, que conoce a los suyos, celebró la noticia como un gol. Esa confianza plena en los tuyos es prueba irrefutable de que hay un nosotros, de la importancia de que haya un nosotros. Tengo para mí que los jugadores del City comprendieron en ese preciso instante que iban a ser eliminados. Que el Bernabéu había bajado el pulgar.
Hace unos días vi en la pantalla del móvil, en pequeñito y en blanco y negro, un vídeo que recoge esos dos minutos. Tuve que apelar a la pose de tipo duro para no derramar una lágrima. Un puto vídeo de dos minutos en el que un menda anuncia que quedan 6 de partido. Y en ese momento estábamos eliminados.
Tengan mucho cuidado a la hora de inclinar a sus hijos hacia equipos que no sean el Real Madrid. Podrían estar privándolos de años y años de momentos trascendentes.
PSG, Chelsea, City, Liverpool… y big data
Al big data se le está poniendo cara de monorraíl. El fútbol es un sistema con un número bastante controlado de variables comparado con otros entornos sociales y el big data no da una. Todos lo usan, claro, porque nadie quiere parecer demodé, pero desde que Nadal le pintó la cara en Australia cuando al comienzo del tercer set la gran máquina lo dio por muerto, está tardando en demostrar su eficacia real. Ese momento a partir del cual alguien debería hacerse muy rico apostando según los designios numerológicos.
No dejen en manos de la cibernética lo que pertenece al terreno de la epopeya. El mundo es Carlo Ancelotti explicando por qué no puedes poner un gordo a presionar. Hay más fútbol en la ceja de Carletto (y más Copas de Europa) que en todas las tabletas de todos los hijos de Carletto.
Uno di noi
Hay un motivo por el que esta Copa de Europa nos ha hecho llorar, y yo se lo voy a explicar porque me han caído ustedes bien.
Mi Karim
Cuando en los 80 los jugadores del Real Madrid se llamaban Manolo y Rafa y Emilio y Miguel y llevaban pulseritas de cuero en las muñecas y vestían con pantalones pesqueros, cuando nuestros hermanos mayores iban al fondo del Bernabéu dos horas antes a escuchar a La Unión y Mecano por megafonía se hacía muy fácil comprender que esos jugadores eran de los nuestros, que habían crecido viendo a Amancio y a Juanito y que no eran jugadores del Madrí sino jugadores madridistas.
Cuando tras varias de las gestas de esta Champions algunos jugadores deambulaban por el campo como poseídos, como borrachos de felicidad; cuando a Alaba se le ocurrió enarbolar una silla porque entendió que procedía; cuando a Karim se le puso cara de amor verdadero tras el tercero al Peseyé; cuando el banquillo con Casemiro y Marcelo y Lunin y Benzema durante la prórroga del City parecía el patio de una prisión en día de motín; cuando Vinícius señalaba el nombre de Karim y no el suyo propio; cuando a ninguno de ellos en ningún momento de la temporada le hubo dado un ataque de ego (porque los egos más grandes se habían ido en busca de otros contratos y de otros inviernos), entonces comprendimos que ni los aviones privados ni los apellidos raros tienen la menor importancia, que habíamos traído a casa a un puñado de madridistas por el mundo, y que querían ganar la Copa, primero, porque querían que su Madrí ganara la Copa.
Que ellos, al fin, son nosotros, y que pelean por nosotros y mueren por nosotros, y que nunca se darán por vencidos.
Por eso sus lágrimas son las nuestras, porque ellos son nosotros y nosotros somos ellos.
No se va quien quiere. Ni quien muere, en realidad. El pasado 2 de abril hizo 30 años del accidente de Juan Gómez, así que son casi mil partidos recordándole a voz en grito en su casa. No sé de ningún otro jugador con quien pase eso, vivo o muerto.
Estar vivos nos da una perspectiva errónea, una falsa presunción. Dentro de 100 años de mí no se acordará ni Kerrigan, mientras que a Juanito seguirán aclamándolo miles de gargantas con fidelidad chamartinesca. Los años de vida constituyen una curiosidad cuantitativa, una bagatela numérica.
Quien haya perdido seres queridos sabe que atravesando el umbral de la muerte se nos vinieron a vivir donde siempre fueron más necesarios, dentro de nosotros, y que marcharse solo significó quedarse para siempre.
O somos parte de algo más grande que una sola vida o no somos nada. «Solo morimos cuando muere la última persona que nos recuerda», dicen, pero tampoco es cierto, porque el reguero iniciado por nuestros actos viene de antes de nosotros y nos sobrevivirá mientras exista la vida. Quedamos en otros de la misma manera que somos el hogar de quienes fueron. No es la vida lo que es un río: es la tradición, la crianza, el lenguaje, la manera de estar y hoyar y juntarse hombro con hombro cuando vienen mal dadas.
Nunca te marchas si dejaste una huella en el camino. Somos quienes nos enseñaron. Seremos quienes aprenderán de nosotros.
«Mi único estimulante fue la camiseta blanca. Honradla».
Dentro de un par de eones, cuando once vikingos se batan el cobre como deben, alguno de ellos, quizá el recién llegado, escuchará en el minuto 7 el estribillo de un cantar de gesta y, mientras da la vida por ese escudo que pesa tanto (señorío es morir en el campo), mientras siente sobre sus hombros el peso de una exigencia sideral, se preguntará sin palabras ¿quién sería el tal Juanito?
García de Loza azuzando a sus secuaces. Juanito, preocupado
Después de retirarse por segunda vez como jugador de los Bulls, a Jordan le chivaron que uno de los rookies del equipo (Corey Benjamin) iba diciendo por ahí «Michael Jordan no tendría ninguna posibilidad de ganarme en un 1 contra 1. Hizo muy bien al retirarse antes de que yo llegara al equipo». Ni corto ni perezoso, el mejor jugador de baloncesto de la historia se plantó en el United Center y le explicó a Benjamin un par de cosas con ayuda de un balón y un aro. Si no estuviera grabada, la historia parece diseñada para alargar la sombra de Jordan como un añadido legendario, una exageración inconcebible.
Yo no soy del Madrí porque tenga 13 Copas de Europa ni porque sea el equipo más glorioso que exista. Yo soy del Madrí porque fiándome de mi padre siempre me fue bien, e imitarle sigue siendo la forma más segura de no decepcionarme a mí mismo.
Como ser del Madrí es irrenunciable (y además de lo único de lo que no se puede cambiar es de equipo de fútbol), seguiría siéndolo si jugara en octava regional B y sus jugadores se llamaran Luis, Pichurri y Gordopilo.
No son esas 13 Copas de Europa, tampoco, lo que más orgullo despierta en mí cuando veo a mi Madrí. Es más bien la costumbre que se le supone de no rendirse nunca. Mi drama es, entonces, que hoy ha salido a pasear un color nuevo de camiseta, a verlas venir, a descontar una jornada. Lo ha hecho, además, ante el club que le impuso libremente dos medallas a Franco, y otra por decreto. Al club que tira cabezas de cerdo al campo sin recibir sanción alguna. Al club que se avergüenza de ser español. Lo ha hecho ante el enemigo, porque ese equipo innombrable no es el contrincante ni el rival ni el oponente. Es el ventajista, acomplejado y provinciano enemigo. Un equipo que nos odia y que para odiarnos, como el resto del independentismo, ha creado una fantasía animada en torno a lo que significa la excelencia madridista.
A mí no me avergüenza que nadie, ni siquiera el enemigo, nos endose 4 goles o 12 o los que hagan falta. A mí me avergüenza que se bajen los brazos, que no apetezca, que te pongas de perfil. Cuando uno pierde por 3 goles, o 4, o los que sean, incluso antes de llegar a esa situación, lo que uno ha de hacer es correr hasta que se le salten las espinilleras. Asfixiarse, ir al choque, y hasta ponerse pendenciero si lo requiere la ocasión. En el Bernabéu, en la pretemporada o en el recreo de la mañana. Si se juega, se muere en el campo. Si no, no se juega.
Ahora mismo, justo después del alipori proporcionado por los nuestros, está jugando Rafa Nadal la final de Indian Wells. No va bien (pierde 5-2), pero hay una diferencia fundamental. Caiga lo que caiga, se ponga el asunto como se ponga, no entra dentro de lo posible que el mejor deportista español de la historia le pierda la cara al partido.
La derrota es intrínseca al deporte. Si no sabes encajarla o te causa demasiado dolor, quítate las botas y dedícate a la vida contemplativa. No hay problema alguno en perder. El drama es ser tan melifluo, tan blando, tan figurante que se acuda al campo del honor a ver qué pasa. A caminar por el pasto. A perder de poco.
De la misma manera que la victoria del otro día ante el Peseyé trascendió lo que podamos esperar de la temporada, la derrota de hoy redunda en el hartazgo que siente cualquier madridista de bien ante la deficiente actitud que mostramos ante el enemigo, al que nunca le atacamos la yugular por mucho que ellos hagan vengan a Chamartín a practicar su yihad.
Probablemente no sea el día de afearle a Vinícius que desde que se ha visto titular prefiere tirarse a rematar, o de avisar al centro del campo de que le va haciendo falta un relevo, o de recordar a Ancelotti que hay vuelos a Milán todos los días. Es momento de que alguien entre en el vestuario hecho una furia y les recuerde a esta panda de guadianas que no hay días grandes y días pequeños: que el verdadero deportista no conoce la pachanga. Que si no corre a cada balón con el corazón en la boca mejor que salga otro; que la apatía es la única derrota que sonroja.
Dar la vida y perder es una bendición; la victoria sin esfuerzo no proporciona gloria alguna. Por eso mismo perder sin romper a sudar es la vergüenza total. Me da igual el resto de la temporada; me da igual la Liga y lo que pase en Europa. No reconozco a este equipo; ese no era el trato. Los brazos no se bajan jamás.
Nadal ha perdido el primer set: ustedes y yo sabemos que el yanqui tendrá que sudar sangre si pretende ganarle.
Aunque mi generación las conozca por El club de los poetas muertos, las palabras son de Walt Whitman por la muerte de Abraham Lincoln. En Sin perdón, el personaje interpretado por Richard Harris se pavonea tras el asesinato de Lincoln de que en Inglaterra cuentan con la ventaja de la monarquía: a nadie se le ocurriría disparar a un rey. Obviamente no conoció a Eduardo VIII.
Si la cosa va de capitanes, en el Madrí tenemos dos.
El carro de Karim
El carro de Karim está a rebosar los últimos años: está lleno de los que solo veían los goles de Ronaldo el-no-tan-bueno y no los pases ni los espacios de Karim. No entendían, ni lo harán nunca, que Karim marcaba menos por lo mismo por lo que ahora marca más: porque el fútbol es un deporte de equipo y lo primero es hacer lo que el equipo necesite.
Dan ganas de coger el farol de Diógenes para buscar al hombre honrado: aquel que continúe manteniendo a día de hoy que «Karim no vale», que «es mu malo» o que «no tiene carácter» (en España confundimos carácter con poner cara de intensidad). Habría ahí un hombre coherente. Ciego como un gato de escayola, pero coherente.
No nos preocupa que el carro esté a rebosar: en primer lugar, porque es muy bonito pedir perdón y reconocer los errores; en segundo, porque Karim sabe, como Kipling, que el fracaso y el triunfo son un par de impostores.
El carro de Sergio
El carro de Llull es distinto: es el carro que el domingo le endosó al otro finalista de la Supercopa; a sus 8 jugadores en pista y a los 7 del banquillo. 24 puntitos para vengar a su compañero Heurtel: no sé si se ha insistido lo suficiente en que el otro finalista dejó en tierra el año pasado a un jugador de su plantilla en plena pandemia. Esas son las cositas que hace el otro finalista. También pierde partidos de Euroliga adrede para intentar perjudicar a su obsesión blanca: el Madrí cogió el regalo y estuvo a punto de consumar la gesta más bonita de la historia de la competición. Pero Dios no se queda con nada de nadie: cuando el equipo que deja en tierra a sus jugadores volvió a jugar con Efes en la final, ya intentando ganar, volvió a perder. Quedó segundo, que es su posición favorita: 2 veces primeros y 6 segundos en Copa de Europa y 19 primeros y 21 segundos en Liga. Segundo, segundito, segundón.
Pero volvamos a Llull, el palíndromo más madridista que existirá jamás. Si hace unos meses hablábamos de los que nunca se fueron, el trono lo ocupa el mahonés, que le dio calabazas a la NBA por el club de nuestros sueños. Sergi lloraba sobre el mismo parqué que le rompió el cruzado, abrazado al mismo entrenador cabrón (¡qué grande es Laso!) que el día anterior le había dado poquito de comer. ¿Tendrá algo que ver el cabreo del sábado con el partidazo del domingo? Como se enteren los pedagogos de lo que ayuda a cumplir los objetivos que a uno lo puteen un poquito, lo mismo colapsan y nos dejan en paz.
Viva Vinicius
El mundo necesitaba a Vinicius. Un hombre sin miedo a nada que se atreve a ser libre donde los demás hace tiempo que claudicamos. Vinicius (motocabra inmortal) si ve un prado lo corre, si ve una valla la salta y si ve una grada la escala. Ver a Vinicius zambulléndose en la fanaticada, escandalizando a gazmoños y apocados, nos recordó los tiempos en que éramos libres, en que fumábamos Marlboro rojo y les echábamos súper a nuestros bólidos, usábamos las vocales que queríamos y no las que nos dictaba la censura totalitaria, y no nos habíamos vuelto todos gilipollas.
Late en Vinicius la pulsión de descubridores y de héroes, de los inventores que se plantaban unas alas de cuero y se tiraban desde la torre Eiffel porque preferían la muerte rápida y gloriosa a una vida lenta masticando tedio.
Cuentan que cuando a G. L. Mallory le preguntaban por qué escalar el Everest, con la que estaba cayendo, él contestaba «Porque está ahí». Mallory desapareció en 1924 y ni siquiera sabemos si lo logró, pero sí sabemos que murió con la serenidad de quien nunca le volvió la cara a un poquito de cellisca.
A los tristes le está costando reconocer a Vinicius, mientras que ya han canonizado a otros por hacer un buen Gamper (posiblemente ya no recuerden los tiempos en que Riqui Puig era Pelé). Esta renuencia ha de reconfortarnos, porque nace del miedo. Desde que vieron el remate ante el Levante se despiertan cada noche con la misma pesadilla: la certeza reprimida de que que la puso ahí porque la quiso poner ahí, de que ha aprendido lo único que le faltaba. Cuando el domingo levantó la cabeza y pasó a la red, el puñal se clavó un poquito más en el corazón de los cenizos. «Lo del Levante fue verdad», barruntan, y no encuentran en Sport ni en Mundo deportivo (el mundo acaba en Mollerusa) lenitivo para su zozobra.
«Mira, moreno, esta gente es muy cabrona, y en cuanto estés dos partidos sin mojar volverán a maldecirte, pero si desoyes el momento y levantas la mirada, un domingo con el sol en Concha Espina el balón llegará a tus pies y un murmullo como de tendido te hará saber que señorío es morir en el campo y que el mundo empieza y acaba en Chamartín. Te lo digo yo, que soy medio argelino».
En 2000 juré «odio eterno» a Florentino Pérez por echar del Madrí al jugador más asombroso que yo hubiera visto jamás: Fernando Redondo. Unos meses antes Redondo había impartido en París una clase magistral sobre cómo apropiarse del medio campo (es decir, del partido) en una final de Copa de Europa.
Lo insólito de Fernando Redondo no era su capacidad de destruir el juego rival con la intensidad de una piraña y la combatividad de un mariscal prusiano, sino que esas cualidades convivieran con la elegante precisión de un bailarín del Bolshói cuando el balón lo tenía él. Tener a Redondo en el campo era contar con Modrić y Makélélé en el mismo jugador. Que Redondo se lesionara después en el Milan echó tierra sobre la ignominia e incluso (para los más traidores) justificó la decisión de Florentino, provocada en realidad por que Redondo hubiera apoyado a Lorenzo Sanz en las elecciones.
Redondo, shakesperiano en el teatro de los sueños
Florentino entró, por tanto, como un elefante en una cacharrería, demostrando que no comprende la faceta más importante del fútbol (la poética). Es lo que es, un empresario, y tanto respecto a la Superliga como al himno como a retirar la cruz del escudo en ciertos países se comporta exclusivamente como tal.
Parecería entonces que aquí se postula la necesidad de presidentes románticos, que tomen sus decisiones en función del componente épico y que sean tan forofos e irracionales como los que no tenemos responsabilidades en el club.
El señor Skimpole
Uno de los personajes más logrados de Dickens aparece en Casa desolada, a su vez una de las mejores novelas (y por algún algún motivo de las menos conocidas) del genio de la perilla. El señor Skimpole tiene alma de artista y no entiende la importancia del dinero, es un hombre encantador que anima las sobremesas con opiniones originales y comportamientos estrafalarios. La única pega de tan romántico personaje es que también tiene facturas y, como el dinero le resulta ajeno, se muestra indiferente a quién pague esas facturas, con una cierta preferencia por que las paguen los demás (a todos los tontos les da por lo mismo). Esa indiferencia hacia lo económico, aparente idealismo, es típica de quien dispara con pólvora del rey, como los políticos, los adolescentes y los aficionados al fútbol que ni siquiera somos socios.
Cuando yo digo «Hay que traer a Mbappé como sea» (cosa que cada vez tengo menos clara) o «Ramos se merece lo que pida» (Dios me libre de decir tal cosa) lo digo sabiendo que ni el «como sea» ni «lo que pida» van a salir de mi bolsillo.
En ese contexto, lo último que necesita el Madrí y cualquier equipo es que el club esté dirigido por un poeta o un romántico, y lo óptimo —por tanto— es que sus designios los guíe un gestor pragmático que conduzca las negociaciones con la cicatería financiera de un tesorero franciscano.
Desde la perspectiva de un negociador modelo rottweiler, algunas ―muchas― de las percepciones y reclamaciones de unos jugadores y entrenadores concentrados en el yo y la ausencia de realismo han de parecer necesariamente chistes de dudoso gusto: renovaciones a los 35 propias de los 25, peticiones de fichajes carísimos teniendo alternativas caseras, titularidades por decreto o renovaciones al alza con contratos en vigor. El penúltimo episodio que demuestra que los jugadores viven al margen de la realidad ― y de la lógica― son los gestitos de Cristiano y Pogba en la Euro mordiendo la mano que les da de comer. Conviene recordar que CR7 no tiene problemas en aparecer en anuncios de casas de apuestas en línea.
Nunca el individualismo estuvo tan exacerbado en un deporte colectivo. Nunca los jugadores se sintieron tan importantes por sí mismos (egocentrismo que presidentes como Florentino han fomentado, ojo), lo que además de una imperdonable osadía está alejadísimo de los valores básicos del privilegio y la exigencia que significa pertenecer a un equipo.
Jugadores y entrenadores piensan desde el ombligo, mientras que los presidentes están obligados a hacerlo desde nóminas, facturas y traspasos. En su gran mayoría, los jugadores anteponen sus intereses a los del club. Claro que hay gente que merece renovaciones vitalicias, pero tanto la edad como el parné presentan una tozudez aritmética incontestable, incluso si eres uno de los dos mejores jugadores de la historia y te apellidas Di Stéfano: aprender del pasado evita muchos errores, pero yo no estoy muy seguro de que René Ramos sepa quién es Di Stéfano.
Esta diferencia de criterio entre fantasía y realidad ha generado un cierto número de pataletas en las últimas décadas. Por supuesto, Vicente del Bosque se lleva la palma de oro del rencor, confundiendo a la persona (Florentino) con la institución (Real Madrid), pero entre quienes han actuado o hablado de forma desleal con el club se encuentran leyendas como Hierro, Raúl, Casillas, Figo, Valdano (que no es una leyenda y además nos debe una liga) o Ancelotti. Lo que no esperábamos es que ese error lo cometiera Zidane.
No se me malinterprete: en el estatus que tiene Zidane para los madridistas no hay nadie más vivo: puede entrenar el equipo cuando él quiera, los años impares o incluso los días impares. Está por encima del bien y del mal y es nuestro entrenador por defecto incluso cuando no ejerce. Pero eso no le impide haberse equivocado. Él mejor que nadie sabe que el Madrí tiene enfrente a todo el mundo, sobre todo a la prensa, y que hasta los juntaletras que se dicen madridistas disfrutan atacando a cualquier jugador, entrenador o directivo que vista de blanco. Por eso estamos obligados a cerrar filas, y por eso no se debe hacer nada que perjudique la imagen del club.
¿Se acuerdan de la bofetada a Rajoy? Uno puede tener la opinión que quiera sobre él (no muy buena, me temo), pero en ese momento era el presidente del Gobierno de España, y no se puede ofender a la persona sin ofender a la institución. Florentino, dictatorial o no, personalista o no, florentinista o no, es el presidente del Real Madrid y que un exentrenador le haga reproches me parece un error.
Porque cuando tienes un problema con los tuyos o has oído a terceros afirmarlo, coges el teléfono o la puerta y lo aclaras, y si después todavía tienes ganas de desfogarte te vas a una montaña muy alta muy alta y pegas cuatro voces, pero no te vas a esos terceros y lloras en su hombro, porque lo único que los plumillas te han ofrecido siempre ha sido envidia, críticas y veneno, y me da a mí que los responsables del As se han tomado como un triunfo propio leer lo que han leído en su propia portada.
No digo esto en defensa de su Florentineza, que es probablemente el único hombre que me rompió el corazón y que además se equivoca en casi todo lo que el fútbol tiene de sublime, sino del único equipo del mundo a quien se critica por sus triunfos.
El espectáculo atlético fosforito y las gallinas de la Albión: Superliga para todos
El antedicho interés que los futbolistas tienen por cobrar enlaza —no con Zidane, que más que ser elegante da forma a la elegancia— con el penúltimo charco en que se ha metido Flóper, que se equivoca en lo referente a la Superliga y que probablemente se siga equivocando, pero no tanto como parece.
A la NBA le ha costado décadas culminar la metamorfosis que va de la mejor liga del mundo a un espectáculo pseudocircense. Los partidos son correcalles insulsos donde lo más jugoso del baloncesto (la táctica individual y colectiva) brilla por su ausencia. Pero económicamente es un tiro y, por tanto, es el modelo de Florentino. El funcionamiento de la NBA (que de hecho es una sola empresa con 30 franquicias) es incompatible e incomprensible para la mentalidad europea, según la cual que un equipo cambie de ciudad, por ejemplo, es una contradicción en los términos. El fútbol en Europa tiene mucho de reverberación histórica medieval de un continente hiperdividido en que cada terruño defendía lo suyo enfundado en un uniforme característico, lo que implica unos colores y un escudo identitarios.
¿Que no?
En 1882, los chicos de un colegio de clase media del barrio londinense de Tottenham, a punto de crear un club de fútbol, y habiendo barajado el de Northumberland Rovers, se decantaron por utilizar el apodo de Sir Henry Percy, caballero que vivió en el siglo XIV y que aparece en la primera parte de Enrique IV, a quien llamaban Hotspur (espuela caliente) porque por lo visto era de espuela fácil a la hora de cargar.
El fútbol en Europa no solo tiene reminiscencias históricas sino que su puesta en escena provoca el embeleso del lugar ameno, del prado idílico donde la tragedia real tiene prohibido el paso. El fútbol es un trasunto incruento de la guerra, un paréntesis donde la miseria no puede alcanzarnos.
Me pierdo en consideraciones indemostrables. Para poder competir con los equipos hipervitaminados y tras dos temporadas especialmente magras a causa de la pandemia, Florentino aceleró las negociaciones para crear una competición que en su opinión rendiría beneficios más pingües. Pero se equivocaba en varias cosas:
La Copa de Europa es de todos, o ha de parecerlo. Un equipo de la tercera división húngara ha de poder ganar la competición al cabo de cuatro años. No va a ocurrir, pero ha de ser posible. Ser hincha de un equipo grande es un mero accidente: cualquier aficionado debe tener el sueño de ganar la Copa de Europa. Es como la lotería: ¿vale la pena pagar cinco euros para que no te toque nada? No, pero la posibilidad de que te toque y la ilusión que genera esa posibilidad sí los valen.
Cuando Florentino dice que los niños no se interesan por el fútbol porque están todo el día viendo Twitch o Youtube, parece ignorar que lo que ha perdido interés para la juventud es el mundo real: estamos educando niños zombis que solo viven a través de una pantalla. No es falta de interés por el fútbol: es falta de interés.
Una competición en la que solo haya partidos grandes no agranda la competición sino que empequeñece los partidos: visitar Old Traford o San Siro tiene que ser una ocasión solemne que ocurra de cuando en vez: lo cotidiano pierde brillo, el plato favorito ha de comerse esporádicamente.
A diferencia de la homogénea, prefabricada y plasticosa NBA, la Copa de Europa es necesariamente orgánica, transnacional y exótica. No solo es fantástico visitar Odense o Praga sino que en la 94-95 el equipo danés nos dejó fuera de la Uefa, así que menos lobos.
Por último y quizá lo más importante, si el deporte deja de ser meritocrático apaga y vámonos. Si Florentino quiere construir un club cerrado donde se gane por turnos, está en su derecho, pero nunca dejará de ser un Teresa Herrera con ínfulas. Para estar arriba hay que darlo todo cada año, de ahí en inmenso valor de la Champions. Que el Nottingham Forest esté en la segunda inglesa con sus dos Copas de Europa le da paradójicamente prestigio a la competición: a nadie se le garantiza nada.
Ahora bien, que Florentino no solo haya calculado mal sino que no haya sabido venderlo no exculpa a los grandes retratados de todo esto: los nueve equipos que intentaron tirar la piedra y esconder la mano (entre los que destacan los 6 ingleses, que en un solo día demostraron lo fiable de sus convicciones y palabra) y el ineducado, amenazante y federativo Aleksander Čeferin. Čeferin es cinturón negro tercer dan de karate y, lo que da más miedo, formó parte del ejército nacional de Yugoslavia. En el tema de los tiros y las patadas, por tanto, el tipo no tiene rival. Ahora bien, querido Aleksander, déjame decirte una cosita: si el duelo se dirime a pluma y corbata, a Floren no le duras un asalto. Y ahora, si quieres, le pitas otro penalti a Inglaterra.
P. S.: Y no les quepa duda de una cosa: como a Florentino se le ponga la Superliga entre ceja y ceja, habrá Superliga. Con los equipos ingleses jugando a la pata coja y con publicidad de ACS en la camisetas.