
Si hay algún elemento de nuestra sociedad que le discuta al político su trono como patógeno, ese es el politólogo. Los politólogos son ―somos― como el Canijo de Érase una vez el hombre:
La imagen sintetiza muy bien los atributos tanto del político (la lanza como potestas
y la mirada despierta como auctoritas) como del politólogo (el dedo señalando al enemigo y la mano que encubre, disimula, enmascara, esconde y camufla. Un tipo de fiar, como vemos. No es el único ejemplo de esta perniciosa pareja. El arte, por su capacidad reveladora, nos provee de otro:

Ahí está nuestro hombre, Gríma Lengua de Serpiente: recto, fiable, movido por causas nobles. ¿No es estupendo que consejeros así sean los verdaderos agentes decisores del Estado? Y qué decir del político, tan dueño de su destino, tan audaz.
Hasta este punto se me puede acusar de opinar sin fundamento, de trabajar al margen del método científico. Hasta este punto.
En 1967 los politólogos Seymour Martin Lipset y Stein Rokkan presentaron su teoría de las divisiones (lo que un politólogo cursi llamaría cleavages y uno menos cursi clivajes, que es peor), según la cual la sociedad está atravesada por fracturas que la parten en dos según diferentes criterios: izquierda vs. derecha, creyentes vs. ateos, dignidad vs. salir a la calle en chanclas… Los partidos entendieron enseguida que podrían utilizar estas divisiones en su favor: si un partido X lograba identificar una de esas acantilados ideológicos y situarlo cerca del partido Y y lejos de sí mismo, todos los votantes que estuvieran entre esa falla y el partido X tenderían a votarlo. Un ejemplo: imaginemos que el PP tuviera principios y siguiera estando a favor de la prohibición del aborto. Dado que la mayoría de la población (por motivos que no logro imaginar) piensa que matar un feto humano es tolerable, todos los partidos proaborto tratarían de magnificar esta división para ganarse el apoyo de la mayoría social, al menos en ese aspecto. Esa, de hecho, es la razón por la que el PP abandonó sus principios en ese tema y dejó a Gallardón colgado con su ley (dos pájaros de un tiro).
En un país como España, que ya viene dividido de fábrica y cuyas fracturas son fácilmente asimilables en un mismo eje tan simplificado como falaz (izquierda progresista, atea, feminista, chanclista, leída, antitaurina, federalista… vs. derecha conservadora, católica, caciquil, liberal, mocasinil, taurina, centralista…), los politólogos que asesoran a nuestros prohombres entendieron que la teoría de las divisiones sería especialmente útil aquí a la hora de ganar votos. Para los partidos, lo de menos es que la división perjudique a la sociedad y nos debilite como país, lo importante para los políticos es que según sus carísimos gurús las tensiones sociales los acercan a la Moncloa, así que hay que fomentarlas. País dividido, político contento.
Este es solo un ejemplo de cómo funciona la trastienda de la política, más allá de sonrisas electorales y dramatizaciones mitineras (que también están estudiadas). Un ejemplo entre muchos que nos hablan de la entrañable amistad entre político y politólogo y los múltiples beneficios que aporta y seguirá aportando a esta nuestra sociedad, Q. E. D.
P. S.: Alguien, después de leer esta entrada, podría aventurar que la mutación del patógeno politólogo en el superpatógeno politólogo-político sería como una combinación de Alien y Predator, una máquina perfecta de reventar sociedades. Podría, incluso, aventurar que ya está aquí, que ya ha llegado. Que quiere tu voto y sabe cómo conseguirlo. Que no escaparás de él. Ni de su coleta. (Estas especulaciones estarían, naturalmente, al margen de las intenciones del autor de este blog, inocentes y cordiales por demás).
1 comentario