El marxismo parte de la premisa de que el ser humano no tiene libre albedrío y además es imbécil, por lo que tanto la avaricia como las superestructuras determinan sus obras.
El marxismo piensa que la violación es cualitativamente igual al azote, porque en la mente del marxista (ninguno de nuestros múltiples ministros marxistas es una lumbrera) el azote lo da un macho heterobásico mientras va a los toros fumándose un habano o bien un malvado religioso nacionalcatólico, mientras que la violación la perpetra un pobre ignorante que es víctima de la sociedad, los malos tratos o la penuria económica. Una víctima, por tanto, del capitalismo.
Que la ley de la ministra marxista tiene como objetivo esta equiparación no es opinión mía; dimana de una entrevista a una profesora universitaria gallega que ayudó a redactar la ley que excarcela violadores. Lean esta perla:
Pregunta: ¿Esperaba la rebaja de condenas con la entrada en vigor de la nueva ley o le ha sorprendido?
Respuesta: Las penas las pusimos nosotras. Claro que se esperaba, pero, ojo, una rebaja de condenas de las agresiones sexuales porque los abusos sexuales se agravan considerablemente. Aquí los medios están contando la mitad de la historia. No tienen en cuenta que en España se denuncian 7.000 abusos sexuales al año y sólo 3.000 agresiones.
«Las penas las pusimos nosotras», dice, orgullosa y empoderada. «Claro que se esperaba». Les recuerdo que aquí no ha dimitido nadie, y que ya ha habido, cuando menos, un intento de agresión sexual por parte de un violador excarcelado. En un giro insospechado, la profesora justifica la rebaja de penas a violadores por el hecho de que haya más denuncias de abusos que de violaciones. Un razonamiento redondo. Impecable.
España, un país que trata fatal a sus delincuentes
Antes de tan aclaratoria declaración, aquí la prenda afirma que «España es un país muy punitivista», y pone como ejemplo de lo contrario a Alemania. Veamos: En España el homicidio sale por entre 10 y 15 años y el asesinato entre 15 y 25. En Alemania el homicidio está entre 5 y 15 (ok), pero el asesinato supone cadena perpetua. Entiendo que las penas por homicidio y asesinato son ejemplos bastante paradigmáticos de lo «punitivista» que es un país.
Ah, y otro pequeño detalle: el artículo del Código Penal alemán que regula el asesinato data de 1941. Alemania en 1941… el artículo 211 del Strafgesetzbuch (tienen el Código traducido aquí) fue redactado originalmente por el jurista nazi Roland Freisler. Después se ha modificado solo para cambiar «pena de muerte» por «cadena perpetua»; pero es el Estado español el «punitivista».
Tampoco entiendo por qué una persona en la que nadie ha delegado el poder legislativo se crezca más allá del asesoramiento técnico y pueda presumir de haber puesto las penas. Hasta donde yo sé, ser catedrática no le da a nadie potestad legislativa. A ver si va a resultar que pagamos a los diputados y ministros para que el trabajo se lo hagan otros (sería un sorpresón).
Solo son culpables las élites, salvo si las élites son ellos
Como decíamos antes, el marxismo considera a los delincuentes víctimas (vean Joker, 2019). Este enfoque tiene que ver con su concepción del ser humano como resultado del sistema, no como criatura consciente y responsable. Esta concepción de la persona está también detrás de su escaso respeto a la vida humana, pero este es otro tema.
Para el marxismo nadie es malo, salvo el sistema. Nadie es malo salvo el propietario de los medios de producción, así, en bruto, sea este propietario de una zapatería precaria o Amancio Ortega. Amancio Ortega es, ya saben, Lucifer. Malditos empresarios restregándonos su creación de riqueza…
La equiparación antedicha es la siguiente: los dos tipos penales previos eran abuso (menos grave) y agresión (más). A la ministra y sus adláteres les habría bastado con subir las penas del abuso, pero ellas vieron la posibilidad de convertirlo todo en una sola figura y con el argumento de no cargar demasiado las tintas con los heteromachos, rebajar las condenas más altas, las de los pobres violadores confundidos por el sistema.
Tener ministros comunistas no sale gratis. El comunismo tiene sus premisas y sus efectos. Comunistas y fascistas no son como nosotros; ahí arriba no hay conductor. El comunismo ha justificado siempre, cuando no ha respaldado, la violencia y el terrorismo. La violencia es parte intrínseca del fascismo (los que no son yo son desechables) y del comunismo (la desigualdad se arregla robando y matando).
El narcisismo de P. S. era grave dede la parodia y el estupor, pero las consecuencias reales van asomando. Como al español medio no le han okupado la casa ni es víctima de ETA ni sufrió una violación, el español medio sigue tirando, porque aquí solo nos acordamos de santa Bárbara cuando truena y además nos alegramos del mal ajeno, pero témome que las bromas se van terminando y que lo que era una infección ha resultado ser gangrena.
Durante un partido de cuartos de final del presente Wimbledon, la locutora estimó conveniente puntualizar que en determinado momento del partido la jugadora ucraniana Elina Svitolina se había empoderado. Menuda es Elina cuando se empodera.
Durante el siglo pasado, mientras en los think tanks de derechas lo único que se hacía era presumir de traje e intercambiar contactos, las facultades de ciencias sociales de las universidades occidentales planificaban con mucho cuidado ―y dinero público― la renovación del marxismo.
En esas, uno de los frentes fundamentales para la pervivencia de esa visión totalitaria de la vida iba a ser el lenguaje. Podemos situar en Adorno y su Escuela de Fráncfort ese giro que, tras el disparate que supuso el marxismo-leninismo y que el estalinismo puso en órbita, persigue la aplicación de los principios marxistas a la sociedad y la cultura antes que a la economía. Personas increíblemente preparadas aquejadas, no obstante, de la habitual indigestión intelectual que produce la lectura de Marx. Y no se engañen: como marxistas, siguen pensando que los seres humanos somos imbéciles y nos dejamos arrastrar de manera acrítica por las superestructuras.
Esa preocupación marxista por el lenguaje que ya encontramos en los años 30 con Mijaíl Batjin y que retomarán algunas de las corrientes de los Estudios Culturales (Raymond Williams), ha terminado por producir férreas directrices sobre cómo es correcto hablar y cómo no lo es. Empoderamiento. Género fluido. Niñes. No se rían, pues insisto en que gran parte de los autores neomarxistas tienen una mirada aguda y comprenden las implicaciones del lenguaje y la cultura.
Sigamos con nuestro ejemplo para comprender lo atento que conviene estar y los efectos demoledores que la popularización de una sola palabra puede tener. Empoderamiento.
En contra de la tradición humanista occidental y el marchamo ilustrado, según los cuales cada ser humano tiene en sí las potencialidades, las posibilidades, esto es, el poder, el neomarxista le propone a la mujer que se empodere. Si se tiene que empoderar ―observen el matiz― es que no tiene poder. Es el líder neomarxista quien se lo entrega. La mujer tiene poder porque así lo decide la doctrina marxista-machista, y dejará de tenerlo cuando se considere necesario. La materialización de esto con Tania Sánchez instalándose en el gallinero es tan literal que duele:
Cuando el líder carismático cambia de gustos bailan las sillas
Pero la realidad es tozuda, y mujeres como J. K. Rowling lo son más. Mujeres que no necesitan que nadie les diga si pueden detentar el poder o pensar por sí mismas.
No sé si conocen la campaña de acoso a la que lleva años sometida la escritora de más éxito de las últimas décadas por, en primer lugar, tener opinión y, en segundo, hacerla pública. No es aquí el lugar donde se cuestionan las opiniones de Rowling, pero una de las cosas que la puso en la picota fue afirmar que «Si el sexo no es real, la realidad vivida de las mujeres a nivel mundial se borra». Empoderadas las quiere el neomarxismo, pero de ahí a que el sexo femenino exista dista un abismo: las mujeres pueden empoderarse, pero no existir. Y todo así.
La doctrina woke parece pensar que empoderarse un ratito está bien si una no exagera. Si una lo utiliza para exponer las ideas que le sople cualquier estructura de adscripción izquierdista. Todo lo demás es sacar los pies del tiesto: pensar por una misma es nazi.
Lo anterior enlaza con la siguiente entrega de lo que sabe el neomarxismo: cómo dividir el mundo en minorías para victimizarlas y después tutelarlas. Como los pobres no dieron buen resultado, han puesto los ojos sobre cualquier condición racial, sexual, climatológica o alimentaria. Seas como seas, el sistema te oprime; ven a mí. Lo firmarían en Waco.
P. S.: La brillante viñeta es de Edward Koren para Condé Nast.
¿Recuerdan aquella potencial pareja a la que pretendieron y que nunca les dejó las cosas claras? ¿Recuerdan aquel amigo a quien mandaron a pastar cuando constataron que la amistad era unidireccional? ¿Han conocido alguna vez a algún verdadero narciso, un total sumidero de tiempo y atención? Seres cuyo comportamiento no entendemos porque, mientras cada cual teme la soledad, la muerte o cruzarse con el Madrid en Champions, ellos se dedican exclusivamente a huir de la indiferencia de sus congéneres. Humanos cuya única aspiración, más allá de cualquier ética o programa vital, es estar en el candelero. Vivir en el candelero.
Seres con un aspecto muy similar al nuestro, pero que en lugar de agua u oxígeno necesitan atención para sobrevivir.
Mal que me pese, el factor psicológico es siempre más explicativo que el político, el sociológico o cualesquiera otras razones de nuestros actos.
El pasado 28 de mayo el PSOE cosechó un sopapo electoral considerable. Al día siguiente y de forma sorprendente, su amado líder convocó elecciones (saltándose la Constitución, por cierto) para el 23 de julio; un espaldarazo para la industria turística. Inmediatamente toda la atención de los medios fue para él.
El pasado 10 de junio el Manchester City ganó su primera ―y esperemos que última― Copa de Europa. Dos días después Kylian Mbappé comunicó al PSG que no continuaría más allá de su contrato actual (junio de 2024). En los mentideros futbolísticos dejó de hablarse de otra cosa, incluso de Haaland. Incluso de la capacidad celebrística de Grealish.
¿Ven el paralelismo? Sufre innecesariamente quien se devane los sesos buscando la estrategia política detrás del adelanto sanchil. Camina por senderos tortuosos quien pretenda interpretar la carta del veleidoso parisino. Sánchez adelantó las elecciones porque era la única manera de robarle el foco a Ayuso. Sustituyan Ayuso por Haaland y tendrán el móvil de la carta de Mbappé.
El paralelismo de los comportamientos ayuda a dilucidar personalidades, explica sus hechos futuros y desde luego deja una conclusión urgente: tan irresponsable sería dejar el Gobierno de España en manos de uno como traer a la delantera del Madrid al otro. Es cierto que el 7 es infinitamente mejor en lo suyo que el socio del partido de los etarras; no ya como presidente, cargo en el que es aun menos de fiar que Rajoy, sino como candidato electoral: nunca ha conseguido igualar los 125 escaños de Almunia, y solo Iglesias, Largo Caballero y Prieto lo hicieron peor. Bonitos espejos en que mirarse.
Pero no es menos cierto que la infelicidad persigue a quienes rodean al narciso, por bueno que sea en lo suyo. Observen a Eco en la pintura de Waterhouse que abre esta entrada: desesperada por la indiferencia del imbécil de Narciso, que se permitió el lujo de reírse de ella, la ninfa terminó sus días en una cueva eludiendo el contacto humano. Pues bien: Eco somos nosotros si no nos libramos de esa doble amenaza.
Y es que a Mbappé solo le importan la Copa de Europa o el balón de oro en la medida en que lo convirtieran en ojo de huracán. Como de momento no lo necesita, le importan un rábano. Y qué decir del azafrán de la paella, el Hilarión de La verbena, el caudillo de Tetuán. No es que le parezca aceptable negociar con terroristas, que le parece, es que nos anexionaría a Rusia si le prometieran ser gobernador vitalicio; daría un brazo ―de su mujer, me temo― por ser un centímetro más alto que el rey. Ojalá no le votara ni el autor de su tesis.
P. S.: Afrontemos el futuro a la inversa, desde el optimismo: imaginen librarse en menos de un mes del triple lastre de Hazard, Asensio y Sánchez. Imparables.
Se nos conmina a ser políticamente correctos. Si se trata de publicar, ya sea en el ámbito académico o literario, se nos obliga a ser políticamente correctos. Veamos cuál es la estirpe de lo políticamente correcto, no vaya a ser que cuando pase esta ola nos contemplemos a nosotros mismos con vergüenza.
Uno de los everests de estudiar Políticas es comprender que la política solo es el arte (las artes, habría que decir, y malas) de llegar al gobierno y mantenerse en él. Ni la gestión ni la impartición de justicia ni la preocupación por los congéneres. Eres político si y solo si buscas el camino hacia la poltrona y la forma de no volver de ella.
Entre 1915 y 1916 los Jóvenes Turcos asesinaron a más de un millón de armenios entre purgas y deportaciones. Teniendo en cuenta que los Jóvenes Turcos (oficialmente Comité de Unión y Progreso, CUP) se mantuvieron en el poder hasta 1918 (y eso porque estaban en el bando perdedor de la Primera Guerra Mundial), puede decirse que el genocidio armenio resultó favorable a sus ambiciones, es decir, que el genocidio armenio fue políticamente correcto.
A los otomanos los vencieron los rusos. Un poco después, en la década de los 20, los bolcheviques decidieron eliminar a los cosacos. Así, como entidad. No fueron el único pueblo perseguido por los comunistas, obviamente, pero ya se ha hablado aquí del Holodomor. Puede decirse que las deportaciones, genocidios y limpiezas étnicas realizados por los comunistas ayudaron a mantenerlos en el poder. Fueron, por tanto, políticamente correctos, como políticamente correcto había sido el asesinato de Trotsky. Como lo sería el fusilamiento de Beria. Quien estuvo, por cierto, políticamente correcto al perpetrar la masacre de Katyn en 1940.
Ese Katyn es un bosque ruso, y no debe confundirse con Kathyn, una aldea bielorrusa que los nazis masacraron en 1943. Durante el siglo XX añades o cambias una letra y te encuentras una masacre. Los nazis se encarnizaron especialmente con los bielorrusos (dos millones de muertos). Los fascistas alemanes eran políticamente muy correctos: lograron una adhesión casi monolítica en apenas seis años. Culpar a los judíos de todos los males y tratar de exterminarlos también les dio réditos políticos. Como el supremacismo, el racismo y la cosificación del otro. Todo fue correcto desde el punto de vista político.
Sus aliados japoneses habían sido políticamente correctos en 1937, asesinando en Nankín a 300 000 chinos. Menos mal que los estadounidenses finiquitaron la corrección política japonesa con su propia corrección política: las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki de 6 y 9 de agosto de 1945. Desde el punto de vista político, fueron correctas. Impecables. Más de 350 000 muertos.
No solo las masacres son políticamente correctas, no crean. Algunas ideas también. El nacionalismo (soy mejor que tú por haber nacido aquí) es políticamente correcto. La mentira que me mantiene en el cargo es políticamente correcta. Indultar a los amigos es políticamente correcto. También intentar mangonear a los jueces (afortunadamente los jueces no son fáciles de mangonear). Fomentar el odio entre los ciudadanos que no piensan igual es políticamente correcto. Mantener pasarelas entre la poltrona y el consejo de una eléctrica es correctísimo.
Así que les pido que me hagan un favor: si perciben que en este blog comienza a haber signos de corrección política avísenme por tierra, mar o aire, porque lo que es correcto políticamente es un error desde cualquier otro punto de vista.
P. S.: La imagen acompaña el artículo «The American Soviet Mentality», de Izabella Tabarovsky, en la revista Tablet.
Decía José Luis Martínez-Almeida que a los madrileños no nos gustaba el enchufe de Colón. No precisó si había hablado con todos, pero él sabía que a los madrileños no nos gustaba el enchufe. Tampoco decía nada de que el proyecto de la Mutua iba a acabar con la gramática de arquitectura suspendida que daba forma a las Torres.
Lo que sí dijo el alcalde (los políticos tienen siempre amnesia selectiva) adolece de una incoherencia sutil pero profunda.
Creo recordar que, allá por el inicio de los 90, cuando las Torres Colón crecieron con el apéndice entre art déco y gothamesco que las coronaba, la opinión generalizada no era muy proclive a la alabanza. Dice Lo País que el propio Lamela las prefería antes de que la ordenanza exhortara a la reforma que vería nacer el enchufe, diseñado por el propio Lamela y con carácter reversible. Y menos mal que los focos para llamar a Batman no se instalaron por falta de viruta.
Parece que a Jorge Arranz tampoco le disgustaba el remate
Pero los edificios no solo funcionan en el nivel de lo que gusta o no gusta a un amorfo colectivo y ficticio que llamamos «los madrileños», «los españoles» o «los trabajadores por cuenta ajena». Los edificios, como cualquier objeto y sobre todo como cualquier obra de arte, significan más allá de la voluntad de sus autores y de la recepción inicial. El enchufe puede ser un añadido más o menos afortunado, más o menos coherente con el proyecto original, más o menos representativo de una época, pero en mi humilde opinión de madrileño en edad provecta el enchufe era de lo más identitario que teníamos en lo que a arquitectura contemporánea se refiere, sobre todo si consideramos que se erigió en las postrimerías de la movida.
¿Qué hay de incoherente en todo esto? Pues que el mismo político que apoya la desaparición de la clavija verde se refiere a sus conciudadanos como un solo sujeto de opinión, uno al que no le gusta el enchufe, uno que le votó a él. Vamos, que mientras uniformiza los gustos de los millones de madrileños en función de su propia opinión (y de los beneficios económicos de que las torres recrezcan, me temo), se carga una de las señas que sí provee de identidad colectiva a Madrid y los madrileños. Es decir: mientras intenta construir sujeto político en torno a su propia opinión, desmonta las posibilidades de ese sujeto destruyendo uno de los elementos que lo cohesiona. Un político nunca se daría cuenta de esas sutilezas, pero aquí se ha venido a decirlas.
Desmontar un edificio siempre tiene algo de triunfo de la desmemoria, de Alzheimer colectivo
Dicen (cualquiera sabe) que, mientras pasaba en taxi por delante de las Torres, Rem Koolhaas le preguntó al conductor de quién era el proyecto. Pero ya sabemos que Koolhaas no es de fiar: también le gustaban las Torres Gemelas de Nueva York.
En España puede uno declararse comunista sin caer en el descrédito más absoluto y la marginación intelectual. Hay quien se declara comunista y más tarde, cuando se le explican las verdaderas implicaciones de sus palabras, replica con las orejas gachas: «bueno, eso no». Por algún motivo que se me escapa, hay una noción amable y cool del comunismo que nada tiene que ver con su significado real. Sea como fuere, servidor seguirá viendo a cualquiera que se declare comunista en la misma estantería evolutiva que los neonazis que desfilaron el otro día por Madrid diciendo sandeces. No sé si fue Monedero o Errejón quien, en una entrevista de hace unos años sostenía que nadie en su partido quería llevar a cabo una revolución bolchevique. Si eso es verdad, que no se llamen marxistas. Mientras lo hagan, a la mismita estantería que el fascio.
Me gustaría pensar que lo que gran parte de la izquierda quiere decir con marxista —y les recuerdo que el PSOE se declaró marxista hasta el 79— es socialdemócrata o lector de Benjamin o Lukács, pero eso de coger las palabras y que denoten lo que uno quiera hace muy difícil la coherencia. Si durante el siglo XX las diversas corrientes de inspiración marxista trataron de apropiarse de la propuesta de Marx y Engels y modificar su mensaje a su gusto, por mí estupendo, pero el marxismo es lo que es, y no lo que creen los hijos de la izquierda caviar:
El marxismo no persigue la protección de los pobres ni de ninguna otra minoría
Las clases relevantes para el marxismo son la burguesía propietaria de los medios de producción y el proletariado cuyo trabajo es robado por aquella. La solución es que el proletariado robe los medios de producción y luego reparta las recompensas al trabajo según métodos poco definidos en el mejor de los casos y abracadabrantes en el peor. Lo cierto es que cuando llega a la fase superior del comunismo la cosa ya se parece bastante a Narnia: «Finalmente, cuando todo el capital, toda la producción y todo el cambio estén concentrados en las manos de la nación, la propiedad privada dejará de existir de por sí, el dinero se hará superfluo, la producción aumentará y los hombres cambiarán tanto que se podrán suprimir también las últimas formas de relaciones de la vieja sociedad». Le falta decir a Engels que la UEFA ya no será corrupta. «Los hombres cambiarán tanto», porque sí. Que cada uno trabaje en función de sus capacidades y reciba en función de sus necesidades, dicen. Haría falta un demiurgo, como mínimo, para hacer el reparto. En otra parte Marx habla de trabajar un ratejo en lo que cada uno quiera, sin necesidad de estar especializado. Luego ya repartimos porque habrá de sobra para todos (¿…?).
Pero a lo que íbamos: los pobres de solemnidad ni siquiera entran en la ecuación: el lumpemproletariado (no sé si recuerdan el vídeo en que Pablo Iglesias se jactaba de haberse pegado con algunos de sus miembros) es para ellos una clase despreciable, peligrosa y eventualmente cercana a la burguesía opresora: no tiene conciencia de clase y por tanto no participa en el enfrentamiento esencial (la lucha de clases) al que el marxismo reduce todo. Solo se tiene en cuenta a la clase trabajadora, lo que, aparte de ser una simplificación como un castillo, significa preocuparse exclusivamente por la mayoría. Las minorías son esencialmente peligrosas para un programa tan maniqueo: la implantación del comunismo es un sistema binario hasta que una de las partes termina con la otra. En la fase intermedia la dictadura está legitimada para reprimir cualquier disensión. En la fase superior ya ni se concibe la disensión.
El marxismo constituye, con el fascismo, la mayor y más peligrosa simplificación política que haya existido: conciben el mundo como oposición entre lo mío, que es lo bueno, y todo lo demás, que debe desaparecer. ¡Qué bien han aprendido eso sus nietos, la censura totalitaria que nos aqueja! Su método es el mismo, convertir a cualquier disconforme en la encarnación del mismo mal y, sobre todo, en la misma medida: si no utiliza usted el lenguaje inclusivo es usted un violador. De hecho, si es usted un hombre es un violador. Todo disidente es el enemigo y está manchado por la culpa esencial de no ser de los nuestros. No hay escala de grises, y mucho menos cristales de colores. Hay pogromo para todos.
El marxismo, y en esto coinciden todos sus hijos, es la construcción de una mayoría violenta para la aniquilación de todo lo demás, devenido masa informe, excrecencia, tumor. ¿Cómo va a defender ninguna minoría quien quiere construir por la fuerza una sola voluntad?
El marxismo no es pacifista
Lo que el materialismo dialéctico coge de Hegel es de lo peorcito: si Hegel cree que a través de la confrontación de los Estados avanza la Historia, para Marx el motor es la lucha de clases. Los dos salivan con la violencia: «guerra como estado en el cual se toma en serio la futilidad de los bienes y las cosas de este mundo, y los pueblos salen de su letargo que los enferma y a la larga envilece», dice Hegel. «Solo existe un medio de abreviar, simplificar y concentrar los homicidas dolores afónicos de la vieja sociedad y los sangrientos dolores puerperales de la sociedad nueva, un medio solamente: el terrorismo revolucionario», contesta Marx, como en un eco de alumno aventajado. Pero esperen, que hay más. El filósofo marxista-pop más molón de las últimas décadas, Slavoj Žižek, dice sobre la Baader-Meinhoof (banda terrorista alemana con 34 asesinatos a sus espaldas): «hacía falta una intervención más violenta para despertarlos de su adormecimiento ideológico, de su consumismo hipnótico, y solo las intervenciones directas y violentas, como el poner bombas en los supermercados, serían eficaces. ¿No sucede lo mismo hoy en día […] con el terror fundamentalista? ¿No pretende despertarnos a nosotros, ciudadanos occidentales, de nuestro adormecimiento, de la inversión en nuestro universo ideológico cotidiano?».
La simpatía de la izquierda por el terrorismo, su consideración de lucha, está en la naturaleza del marxismo y no es negociable. No cabe extrañarse de que los partidos comunistas españoles vean a ETA con simpatía. La violencia es una herramienta marxista para llegar al estado ideal, el comunismo. Cualquier otra consideración es disfrazar a la mona de seda.
El marxismo no es democrático
El marxismo persigue, tras una dictadura del proletariado, la desaparición del Estado. Siendo así, no cabe ningún método de organización del Estado, que es lo que es la democracia. De las tres fases previstas por el marxismo (robárselo todo a todos matando a quien se resista; dictadura del proletariado; Narnia), les suele pasar a los regímenes comunistas que se atascan en la segunda: se convierte en la dictadura de una élite de iluminados que, amparados por la infalibilidad que confiere ser marxista, puede hacer con sus ciudadanos lo que desee, como matar de hambre a ocho millones de ucranianos en dos años o instaurar un ultracapitalismo de Estado construido sobre los hombros de un proletariado sin voz (¿cómo iban a fabricar si no móviles tan baratos?).
Cualquier marxista de pro les dirá que el Holodomor es una sucia mentira capitalista, por mucho que haya sido condenado por la Unesco, el Parlamento Europeo o la Asamblea General de las Naciones Unidas
Ningún régimen, no ya comunista, sino con tendencia, aspecto, ramalazos o aspiraciones comunistas ha organizado elecciones libres. No solo porque la propia naturaleza del comunismo necesita la dictadura como el respirar, ni porque toda la teoría tenga un tufo paternalista que tira para atrás, y considere al ser humano, en esencia, un imbécil incapaz de resolver sus problemas.
Lo que incapacita radicalmente al marxismo para ser democrático es que, mientras en el núcleo constitutivo de las democracias liberales está la igualdad de los ciudadanos, el marxismo se preocupa únicamente de los derechos de los obreros explotados por el capital. Le importan un comino (o más bien le molestan) los artistas, los mendigos, los profesionales liberales, las prostitutas, los zapateros remendones, los campesinos dueños de la tierra que trabajan, los escritores, los carteros o los intelectuales no marxistas. Dado que con todos ellos la teoría marxista colapsa, hace como si no existieran para después intentar eliminarlos.
El marxismo (y en esto se parece mucho más a las religiones que a un programa político-económico) no es una propuesta, es un dogma omnímodo que no tiene partidarios sino fieles, y que convierte a cualquier disidente, agnóstico o simplemente cualquier no-proletario en el objetivo de una purga, un gulag o una bala.
El marxismo es intrínsecamente elitista
No es solo que el hombre común (observen el uso patriarcal y falocrático que hago aquí de la palabra hombre) necesite que lo lleven de la mano, ni que Marx perteneciera a una familia burguesa de buen pasar y tuviera una extraña propensión a la buena vida (vive de tus padres hasta que puedas vivir de Engels); es que el grueso del corpus marxista, y aquí sí entran sus exégetas, apropiadores, acólitos y demás intocables, es en realidad el producto de una logorrea académica que solo se apoya en la realidad en su faceta descriptiva y crítica (donde el marxismo sí ha proporcionado herramientas útiles) y que en su faceta prescriptiva se permite el lujo de construir quimera sobre quimera a través de sus grandes aliados: las elucubraciones indemostrables, el hermetismo lingüístico y el hecho de que el papel lo aguante todo.
Solo esos académicos y los políticos que dicen haberlos leído son dignos de ostentar posiciones de poder: el resto, la masa, ha de soportar el cambio de yugo sin levantar la voz ni un poquito, asumiendo que la élite proveerá y que el reino de Jauja que constituye la fase superior del comunismo lo abastezca de más pan que la democracia liberal, por mucho que la experiencia y el sentido común demuestren lo contrario.
El marxismo no es, ni siquiera, coherente
En su faceta explicativa, el materialismo histórico pone en el centro del análisis el egoísmo y la ambición humanas, causas primeras de la lucha de clases. En su faceta prescriptiva, egoísmo y ambición desaparecen y los lobos se reparten pacíficamente las raciones. Mí no comprender.
El mejor ejemplo de la incongruencia entre pedantez críptica y violencia animal que dan forma al marxismo está en mayo del 68: un empacho de intelectualoides, culturetas y burgueses se declaraba maoísta en las calles de París. En agosto de 1966 y bajo las instrucciones directas de Mao, más de 10000 personas habían sido asesinadas por la Guardia Roja en Pekín. Los profesores fueron uno de los principales objetivos. En el caso de los niños, los métodos más utilizados eran «golpearlos contra el suelo o partirlos en dos».
El pasado mes de febrero, Gina Carano, la actriz que encarnada a Cara Dune en El mandaloriano, escribió lo siguiente:
«… los judíos fueron golpeados en las calles, no por soldados nazis sino por sus vecinos… incluso por niños. Debido a que la historia se edita, la mayoría de la gente hoy en día no se da cuenta de que para llegar al punto en que los soldados nazis pudieran arrestar fácilmente a miles de judíos, el gobierno primero hizo que sus propios vecinos los odiaran simplemente por ser judíos.
¿En qué se diferencia eso de odiar a alguien por sus opiniones políticas?».
A mí el argumento me parece impecable. Pero síganme y verán que en USA hay opiniones políticas que sí está bien visto perseguir.
Lo que ocurrió después quizá ya lo sepan: se activó la cultura de la cancelación, muchos (¿…?) tuiteros enfadadísimos pidieron su despido y Lucasfilm la despidió.
Posteriormente, para ahorrar espacio, las declaraciones de Carano se resumieron en «ser republicano equivale a haber sido judío durante el Holocausto». El resumen tiene el desliz de incluir la palabra republicano, cosa que Carano, hasta donde yo sé, no había hecho. Pero ¡ay!, la actriz es efectivamente republicana, y es muy probable que se refiriera a los republicanos. El caso es que no lo dijo.
Aventúrense ahora conmigo por los procelosos mares de la hipótesis. Cojan las declaraciones literales (las de arriba) e imaginen que las hubiera dicho un actor demócrata. ¿Piensan que lo habrían despedido? Ustedes y yo sabemos que no. Entonces, ¿se la despidió por ser republicana? Probablemente. ¿Es esto una forma de persecución por ideas políticas? Sí. ¿Tenía razón Carano, incluso en su versión arteramente resumida? Lamentablemente.
¿Le importan algo a Lucasfilm la política, los derechos humanos, la libertad de expresión o la situación de los refugiados? ¿Han leído a Montesquieu, Rousseau, Madison o Chateaubriand? Nein. Su único anhelo es no defraudar a los tuiteros enfadados, porque los tuiteros enfadados son adolescentes con móvil (esto es, zombis), y los adolescentes con móvil ven Disney+. Ahí empiezan y terminan las cuitas políticas de Lucasfilm: en la viruta.
El párrafo anterior es importante: ahora sopla viento del este y la vigilancia la ejerce la izquierda, pero hace 70 años el viento soplaba del oeste y el cine hizo la limpia en sentido contrario. El caso es limpiar, ir de inmaculado y puro, y organizar las cacerías a favor de mayorías. En Estados Unidos ser bruja en Salem, ser comunista en los 50 y ser republicano en la industria del cine actual comparten el mismo drama: el de estar en minoría.
Y no solo eso: el móvil siempre es el mismo. El objetivo final es que el consumidor (ya sea el espectador o el votante) no se enfade. El capitalismo siempre gana porque su mano está allí al fondo, escondida, disfrazada de corrección política hasta que toque disfrazarse de otra cosa.
Ayer un alumno me llamaba la atención sobre las ventajas que se pueden conseguir a veces haciéndose el idiota. Tiene razón, pero diría que el doble riesgo no vale la pena: riesgo de que los demás crean que efectivamente somos idiotas y riesgo de que nos dé un aire y la cara se nos quede. Como dice Germán Areta en El crack: «Ya sé que tengo cara de idiota, señor Medina, pero me jode la gente que se fía de las apariencias».
Viene esto a cuento de que hay momentos en que no queda otra que decir basta. Prou. S’acabao. Si bien en la vida no solo es lícito tragar sino que a veces es recomendable, también es cierto que no hay nada más sano que fijarse un punto a partir del cual el monte deja de ser orégano. «Y no es que antes colara, conviene añadir, sino que me daba muchísima pereza».
Cada cual decide dónde pone la frontera entre la conciliación y el escarnio, pero conviene atenerse a una regla inmutable: a quien rebase esa frontera, se le paran los pies.
Cada cual pone esa frontera, insisto, pero hay un punto más allá del cual ya tanto da ponerse firme, un Rubicón a partir del cual los demás nos tomarán indefectiblemente por el pito del sereno. Esa raya en la arena se dibuja exactamente en el momento en que alguien insulta nuestra inteligencia y no hacemos nada al respecto. Permitir que nos llamen imbéciles a la cara o por elevación tiene además una consecuencia nada desdeñable: perderse el respeto a uno mismo.
El ego de Napoleón y el talento de su caballo
Una de las externalidades de la democracia representativa no bipartidista (¿o es que se creen ustedes que los británicos son idiotas?) es el mercadeo en que se transforma el Parlamento. Yo te doy el dinero que según Carmen Calvo no es de nadie, tú me votas. Yo saco de la cárcel a tal o cuál delincuente, tú me apoyas. Cuatro de aquí y tres de allí, y saco adelante los presupuestos.
Dado que así están nuestras leyes, solo queda tragar. Lo que de ninguna manera estamos obligados a soportar es que se nos tome por imbéciles. Si Sánchez tiene por moralmente aceptable sacar de la cárcel a delincuentes para perpetuarse en el poder y el indulto gubernamental se lo permite (un mecanismo que no solo viola la separación de poderes sino que es el vestigio más rancio del ejercicio del poder como concesión magnánima [«¡Suelta a Brian!»], pero esa es otra guerra), allá él: los votantes nunca podremos decir en defensa propia que empezó a mentir después de ganar las elecciones. Sabíamos lo que había.
Lo que clama al cielo es que se nos ponga episcopal y nos hable del perdón y la paz y un camino nuevo y los misioneros combonianos. Vamos a ver, ciudadano Sánchez; vas a hacer lo contrario de lo que dijiste que harías (una vez más) porque te va el cargo en ello. A ti que los delincuentes duerman en casa o que vayan a la cárcel sin pasar por la salida y sin cobrar 20000 (llevo un ratito sin jugar, sí) te importa un comino, y si la poltrona, esa protagonista de tus desvelos, dependiera de que Puigdemont durmiera en Soto del Real te ibas a Waterloo y te lo traías a hombros, y entonces, con la misma soltura con la que ahora citas a Pilatos, nos soltarías una catequesis igual de farisaica y cursi sobre la importancia de cumplir la ley y la justicia y la fortaleza del Estado.
Que mal está que lo haga, pero al fin y al cabo pedir a un arribista con complejo napoleónico que anteponga un país a su propio beneficio es pedirle a la cabra que se mantenga en la parte llana; lo que no hay forma de tragar es la pose benedictina y que nos dé una charla sobre el perdón un tipo cuyo penúltimo caballo de batalla era arreglar cuentas de hace 80 años.
Manuel Díaz Gonzalez encarna en Atraco a las tres al perfecto pelota: tiralevitas con sus superiores y tiránico con sus subalternos. El País hecho interventor
Y no me gustaría despedirme, ya que estamos, sin el recado al dependiente de la mañana, que lleva unos días repitiendo, con un servilismo que sonrojaría al don Prudencio Delgado de Atraco a las tres, las consignas que le dictan desde arriba en lugar de poner el grito en el cielo por que el PSOE haya abierto expediente de expulsión a Joaquín Leguina y Nicolás Redondo Terreros ―nada menos―, por actuar como si estuvieran en un país y/o en un partido libres.
P. S.: Atraco a las tres es perfecta. Si solo nos queda una película, que sea esa.
Me disponía a escribir una entrada correctísima titulada Por qué ser liberal. Estaba yo dispuesto a exponer con medias tintas por qué los políticos no deberían dictar nuestro pensamiento ni nuestro comportamiento. Andaba yo a punto de aseverar que cada cual diseña sus opiniones en función de sus lecturas y sus conversaciones y no de lo que diga un burócrata con ínfulas.
Entonces he tenido un fogonazo de sentido común. ¡¿Pero qué diantre?! ¿Cómo hemos llegado a estar tan adocenados y sumisos como para pedir por favor que no nos sojuzgue esta manga de facinerosos? ¿Pero quiénes se creen que son? ¿Cómo podemos estar deslizándonos tan velozmente por la pendiente resbaladiza de la dictadura de los incapaces?
No es que debamos reclamar que estos trapisondistas no se metan en nuestros asuntos. No es que debamos pedir que no nos dicten la naturaleza de nuestros actos. Es que son ellos quienes deben pensar como a nosotros se nos antoje. Desde un punto de vista político no son más que nuestros representantes, es decir, sus actos deberían ser debidos, en último extremo, de forma muy similar a los del rey. No es que su opinión personal no deba regir nuestros destinos, es que en lo que concierne a su desempeño en el cargo se la pueden guardar muy profundamente porque solo cuenta lo que nosotros decidamos. El imperativo es el nuestro, y su postura existe únicamente porque su condición de político no inhibe su cualidad de ciudadanos. Pero esa postura personal pesa lo mismo que la mía. Cualquier otra cosa es abuso de autoridad, concusión, tráfico de influencias o directamente ademán dictatorial. Pero quién demonios se creen que son.
Ocurre además que son nuestros servidores y empleados. ¿Han tenido alguna vez contacto con un administrador de fincas? No me digan que no son protagonistas de la misma perversión relacional que exhiben los políticos con cargo público. ¿De cuándo a esta parte un empleado habla con esa acritud a un empleador? Pero —de nuevo— ¿quiénes se creen que son? ¿De dónde sale la prepotencia del empleado Sánchez o del exempleado Iglesias? ¿Qué han hecho para ir con el hocico tan arriba aparte de mentir mejor que otros?
Cualquier momento es bueno para decir basta, pero cuanto antes mejor porque nos la estamos jugando. Hasta aquí el dictarnos qué opiniones son aceptables, qué vocales utilizar o cómo mirarnos. Se está quedando un contexto perfecto para que hagamos la revolución, pero una de verdad. Hace falta una cada vez que las vanguardias se convierten en la nueva Academia. Y convendría recordarle a esta horda de dictadorzuelos que las revoluciones no ocurren específicamente contra las monarquías, las teocracias, las autocracias fascistas o las tiranías comunistas. Ocurren contra el poder y contra los que desde el poder comienzan a sacar los pies del tiesto.
Hace más de un año, Netflix dejó de publicitarse en los medios del grupo Vocento porque su periódico ABC había aceptado publicidad de la organización HazteOir.org, es decir, Netflix vetó a ABC porque ABC no había censurado a HazteOir.org por criterios ideológicos. Todo en orden, solo faltaría; Netflix es libre de colocar su publicidad donde quiera y de estar lo ideologizada que desee: es una empresa privada y por tanto no está sujeta a criterios de neutralidad (sobre todo si tiende a la izquierda, me temo).
Lo revelador es lo que vino después por parte de la izquierda tuitera, es decir, de la que no tiene la edad suficiente para votar: aplausos con las orejas a Netflix porque ya se sabe que ABC es derechoso y la cantinela habitual.
Dos datos: Vocento facturó en 2019 casi 400 millones de euros. Durante el mismo periodo, Netflix facturó algo más de 18 000 millones de euros. Ted Sarandos, consejero delegado de la distribuidora de contenidos audiovisuales, tuvo un sueldo durante ese año de 18 millones de dólares y 13,5 más en opciones. Yo no puedo menos que celebrar que el señor Sarandos llegue holgado a fin de mes, y puedo afirmar simultáneamente que Netflix es el epítome del modo de producción capitalista.
Si sintetizamos lo anterior, se puede concluir que el epítome del capitalismo toma una decisión teñida de supuesta ideología de izquierda (y que además le sale gratis) y obtiene el aplauso de la izquierda. A mí, como maniobra de marketing el movimiento me parece brillante, pero lo que interesa aquí es que la izquierda haya renunciado a dar la batalla económica sin darse cuenta. Ser anticapitalista ya no es una cuestión de izquierda o derecha ahora que la izquierda se ha hecho capitalista o, al menos, traga con las maneras capitalistas siempre que sus agentes aparenten aceptar las premisas de un pensamiento único que ahora ya no es económico sino de género, racial y medioambiental.
En España el término anticapitalista se utiliza para denominar a un grupúsculo radical dentro de un partido radical (hasta que se escindió en febrero del 20 por estar en desacuerdo con el gobierno de coalición), es decir, gente peligrosísima que no se lava y come niños. Esto es una nueva victoria del capitalismo: sus anti- son percibidos como el extremo del extremo, cuando en realidad ser moderadamente anticapitalista (en lo que significa de verdad) podría ser algo tremendamente sano. El quid está en el paréntesis, en lo que significa de verdad. Ser anticapitalista no tiene nada que ver con el comunismo, como numerosos ejemplos conservadores atestiguan; ningún sentido tiene salir del cazo para caer en el fuego.
Como ya se ha escrito en este blog, capitalismo no significa propiedad privada ni economía de mercado. Ningún problema presenta la primera y la segunda es muy funcional sometida a cierto control. Capitalismo tampoco significa liberalismo, por mucho que se lo intente asimilar a neoliberalismo.
El capitalismo es (o al menos así se va a entender a efectos de esta entrada) una ideología que sitúa la acumulación de riqueza como objetivo último de la actividad humana. Y esto ya no suena tan bonito.
Cuando el capitalismo se quita la careta descubrimos que ni siquiera necesita a la democracia liberal. Te la han colado, Benjamín
Alguien escribió que prefería ser leído por una persona siete veces que por siete personas una sola vez; he ahí un pensamiento anticapitalista, pero profundamente coherente con la pulsión de escribir. Ya lo dijo Bukowski: «si lo haces por el dinero, no lo hagas».
Anticapitalista es comprar más caro a países que respetan los derechos de los trabajadores. Es anticapitalista perseguir la virtud en la ejecución de cualquier tarea en lugar de la eficiencia. El mandato capitalista corre por nuestras venas con tanta violencia que tomamos por loco a quien lo cuestiona. Y, en realidad, cuestionar la filosofía de la acumulación es nuestra única esperanza: solo de esa forma podremos explicarles a los mocosos que todavía no están atados a la pantalla que el número de seguidores y de me gusta carece de importancia, y que la única razón para hacer algo es hacerlo bien.
En un programa televisivo de cocina y viajes visitaron Osaka, donde comer por la calle no está mal visto como en el resto de Japón, y por tanto el presentador pudo comer a pie de acera un pedacito de Wagyu no muy económico. El tipo (inglés) terminaba el programa atónito por que los cocineros de esa meca gastronómica vivieran ajenos a la acumulación de likes que nos ha reblandecido el cerebro a los demás (lo de reblandecer el cerebro es mío, no del inglés) y ajenos asimismo a la posibilidad de enriquecerse gracias a su ciencia y la calidad del producto. Entre indignado y reconfortado, el tipo decía que aquella gente dedicaba sus mejores energías y desvelos únicamente a ser los mejores en lo suyo. Se extrañaba, el gachó.
En un mundo en el que estrellas rutilantes con más pasta que un torero se van a miles de kilómetros de sus hijos para ganar un milloncejo más, cualquier actividad que no redunde en forrarse el riñón es extrañada o denostada, pero la carrera de Gilito es la del espía sordo, pues nunca se vio que acumular viruta brinde paz sino ojeras, y cuando por fin adquirimos un yate comprobamos indefectiblemente que al yate dubaití que atraca enfrente le sale de una compuerta bondiana un yate mayor que el nuestro.
El capitalismo no tiene mucho que ver con un momento en la historia ni una doctrina política. El capitalismo es anterior a ellas y posiblemente dure más. Tiene más que ver con la naturaleza humana que con Leviatán, y por eso siempre acaba triunfando, incluso ante Leviatán. Desde China a Galapagar se demuestra que el Estado no lo puede combatir: como tantas cosas importantes, se combate desde el conocimiento y la responsabilidad individual. No es solo una razón más para ser liberal sino que es uno de los mayores enemigos de la libertad: aunque se había disfrazado de su adalid, descubrió hace tiempo lo bien que le sientan las dictaduras.